Salir a oscuras del cuarto subsuelo
La prioridad pasa más que nada por detener cuanto antes esta caída libre por el tobogán productivo
En materia económica, el año 2002 puede ser para la Argentina una pesadilla o la oportunidad de buscar la escalera para salir del subsuelo productivo en el que cayó el país hace casi cuatro años.
Como el mundo no ayuda (por primera vez hay recesión simultánea en los Estados Unidos, Europa y Japón), y la Argentina se quedó sin crédito internacional por demérito propio, la salida habrá que encontrarla trabajando, en medio de la oscuridad que significa dejar atrás un caos político, económico y social con pocos precedentes y sin instituciones apropiadas para aportar un poco de iluminación.
Aunque le cueste mirarse al espejo, la Argentina ha engendrado un Estado tan caro como ineficaz para cumplir con sus funciones específicas (educación, salud, justicia, seguridad, administración tributaria, asistencia social, negociaciones comerciales externas, etcétera), así como un sistema económico donde la ausencia de reglas estables desalienta al sector privado a invertir y asumir riesgos, que es la única manera de crecer y de reducir el drama del desempleo, con su correlato de pobreza, marginalidad y delincuencia.
En el peor de los mundos
Lo primero que hace falta es trazar un diagnóstico realista. La Argentina se encuentra hoy en el peor de los mundos. Acaba de cambiar traumáticamente de gobierno en medio de un caos social, está al borde de la cesación de pagos y muy cerca de una devaluación -formal o informal- del peso, ya que la sangría de reservas de los últimos meses impedirá mantener el régimen de convertibilidad a un costo social y económico tolerable; esto llevó hace 20 días al indigerible congelamiento de depósitos bancarios que, al igual que el control de cambios, parece haber llegado para quedarse.. O sea, que ya se están desencadenando tres de las temibles “cuatro D” (default, devaluación y depósitos congelados), cuya antesala explica en buena medida la caída del gobierno de De la Rúa, que sólo logró correr en zigzag detrás de los acontecimientos. La cuarta D (dolarización pura uno por uno) ya no es posible, porque tampoco hay reservas suficientes para reintegrar en dólares los depósitos capturados en el sistema, lo cual entraña la posibilidad cierta de volver a violar el derecho de propiedad de millones de argentinos, algo que se está transformando en un hábito y cuyas secuelas de desconfianza hipotecan el crecimiento del país a mediano y largo plazo.
Aunque la gente está preparando los almanaques de 2002, la economía argentina ha retrocedido este año a los niveles de 1995 en términos de Producto Bruto Interno. En otras palabras, después de la llamada “década perdida” de los ochenta, en los últimos años se perdió otra media década de crecimiento, con el agravante de un problema de empleo crónico (desempleo y subempleo), que afecta al 40 por ciento de la población activa. Desde que se desencadenó la actual recesión a mediados de 1998, las empresas y particulares dejaron de generar unos 80.000 millones de dólares en consumo e inversión. No hacen falta demasiados conocimientos técnicos para advertir por qué cada uno de los habitantes del país es, en promedio, más pobre que hace cinco años.
Según la mayoría de los analistas privados, este año cerrará con otro retroceso del PBI del orden de 3 por ciento (se suma al -0,5 del 2000 y al -3,4 de 1999). Pero como la velocidad de la caída en los últimos meses ha sido cada vez mayor (al ritmo del último trimestre, la baja anualizada no sería de aquella magnitud, sino del 15 por ciento), el 2002 arranca con un efecto de arrastre estadístico negativo de casi -3%. Esto quiere decir que una eventual recuperación de la economía debería ser de magnitud equivalente para cerrar el año que viene sólo con una variación cero.
Si esto no ocurre, (en caso de que el nuevo gobierno no logre transmitir confianza en el futuro económico), una caída de dos dígitos en el PBI no debería ser un escenario descabellado; aunque ello signifique, tal vez bajo otras condiciones, prolongar la pesadilla que se vivió en las últimas semanas. Aunque resulte obvio señalarlo, siempre se puede estar peor.
La prioridad, entonces, pasa más que nada por detener cuanto antes esta caída libre por el tobogán productivo, que se traduce en aumento de desempleo, quiebras de empresas, dificultades en los bancos y creciente deterioro social. Sólo después, con un gobierno más legitimado que pueda inspirar confianza, podrá pensarse en una necesaria estrategia de reactivación y crecimiento a mediano plazo.
La salida de la convertibilidad, que hoy parece irremediable con la única duda de si será ordenada o no, sólo servirá para sacarle un corsé a la economía y darle mayor flexibilidad para enfrentar la crisis. Será reconocer formalmente el fin de una utopía: que la Argentina no podía atarse a la moneda más fuerte del mundo sin mejorar su propia competitividad, un objetivo que fue haciéndose imposible en la medida en que se aplicó la receta equivocada (aumentar el gasto público y el endeudamiento) para enfrentar los sucesivos shocks externos de los últimos años (las crisis rusa y asiática, la caída de los precios agrícolas, la revaluación del dólar frente al euro y la devaluación brasileña). Sin embargo, una cosa es modificar racionalmente la política cambiaria y otra “destapar la olla”, a la manera de 1975, 1981 o 1989, devaluando sin un plan económico detrás y tratando de financiar, a través del hasta ahora extinto impuesto inflacionario, un jubileo de salvamentos corporativos o de subsidios discrecionales.
La alternativa de empapelar el país con la emisión de bonos o monedas no convertibles directamente en dólares sólo puede servir para atemperar la crisis y como lubricación para evitar una mayor caída del consumo, pero será ineficaz si no existe austeridad fiscal.
Creer que la Argentina saldrá de la crisis por arte de magia (sin sacrificios, ni trabajo con mayor valor agregado, exportaciones e inversiones), forma parte del folklore de esa peculiar dirigencia corporativa que tiene el país , integrada por políticos desprestigiados, empresarios sin empresas y gremialistas ricos).
El problema no es tanto el “modelo”, sino definir un rumbo sustentable y mantenerlo con reglas de juego claras. La Argentina ya agotó el modelo hiperinflacionario y también el del hiperendeudamiento para financiar el aumento del gasto público en dólares. Ahora debe reducirlo por las malas y darle aire al sector privado.
Por eso, no se debe dejar flotar el peso sin antes fijar metas estrictas de expansión monetaria o de contención fiscal. Si la Argentina aspira a ser creíble y generar confianza tras el caos de los últimos días, deberá aprobar un presupuesto 2002 financiable. Pero no con nuevos aumentos de impuestos o ajustes arbitrarios, sino gastando distinto, revisando el destino de cada partida y la prioridad de cada erogación. Hoy la demanda de la sociedad es que la corporación política dé el ejemplo reduciendo el costo que les demanda a los contribuyentes. No sólo en dietas, sino fundamentalmente en cantidad de cargos, clientelismo, reparto de beneficios, subsidios, exenciones impositivas y sistemas que amparan la corrupción.
También será necesario revisar los convenios laborales del Estado y determinar dónde falta gente y dónde sobra, para lograr una mejor asignación de recursos. A partir de ahí se puede pensar en una política tributaria racional, que estimule la inversión y haga que valga la pena trabajar, exportar, equiparse y capacitarse. Para crecer al 6 por ciento en los próximos años, la Argentina debería generar inversiones por 70.000 millones de dólares anuales, más del doble que en la actualidad. Y creer que, en materia económica, los milagros dependen tanto de la voluntad de producirlos como de la capacidad de trabajar para lograrlos.