
Serio, burlón y escritor notable
Clemente Onelli fue director del Jardín Zoológico. Un personaje de Buenos Aires, conocido, querido, admirado y también popular LA ciudad es otra, la gente es distinta, el mundo ha cambiado. Clemente Onelli fue, en plenitud total y arquetípica, un hombre de este siglo: alguien seguro, emprendedor, optimista, universal, "muy moderno y muy antiguo", y con carácter suficiente como para que su rostro, al rescatarlo del sepia fotográfico, represente, de modo casi conmovedor, algo que ya está siendo el siglo pasado, un pretérito que pronto sólo sabrán descifrar agobiados eruditos.
¿Quién era? Ante todo, un personaje de Buenos Aires, conocido, querido, admirado, en algún sentido hasta popular. Lo curioso es que llegó esa situación preeminente en calidad de director del Jardín Zoológico, circunstancia que basta para ponernos ante un trance apenas comprensible, si no hacemos un esfuerzo para recordar que en aquel tiempo el jefe de una terminal ferroviaria, el gerente de la sucursal de un banco, una directora de escuela o un "coronel de la Nación" eran señores importantes.
Humorista ocurrente
Pero, aparte, merecía largamente ser considerado personaje ese italiano de mostachos que los años fueron reduciendo, naturalista, escritor, explorador, diletante que pasaba con agilidad circense de la geología a la zoología, de los estudios étnicos al coleccionismo científico, del incipiente proteccionismo interesado por los pájaros a la clasificación de yuyos medicinales.
Cuando murió, los diarios añadieron el adjetivo de "humorista"; en realidad, no son sus escritos, tersos, precisos, a menudo irónicos, los que le crearon fama de chistoso, aunque en modo alguno la negasen. En verdad, don Clemente era siempre ocurrente y, a veces, corrosivo; asimismo, afecto a eso tan característico y distante como la cruel práctica del titeo. Tal como sucedía con José Ingenieros, tenía su costado de fumista y en sus frecuentísimas conferencias y colaboraciones periodísticas aparecían temas que, lo que menos, resultaban sospechosos, por ejemplo "el eterno femenino semita", "la arquitectura de la Atlántida", "los marcianos", junto con frases para desconfiar como "el football, esa estética ajena a la raza latina", mala espina que reitera el título de su obra póstuma: "Un pobre gato y otros ensayos".
Al punto de haberse dicho que su aventura con el plesiosaurio había sido una travesura final, la coronación vital y el prólogo jocundo de su adiós. La historia es así: en 1922, un poblador de la zona del lago Puelo (o por ahí) aseveró haber visto por las noches asomar a la superficie un animal de lomo grueso, largo cuello y cabeza de cocodrilo; se encontraron, a continuación, en márgenes arenosas, huellas grandes "como las dejadas por un lanchón" y por unas semanas fue ésa la gran noticia y el motivo de innumerables comentarios descabellados.
En tanto, los hombres de gabinete aventuraban la hipótesis de que se trataba del tronco de un alerce, Onelli, desde el pedestal de su renombre científico, hizo suyo el tema y, ni lerdo ni perezoso, despachó al Sur una comisión con el cometido de atrapar a la bestia, "o hacer lo que se pudiera". Como entre los enviados iban un cazador y un taxidermista, el destino del monstruo mesozoico no se presentaba muy promisorio y la Sociedad Protectora de Animales hizo una gestión para evitar su sacrificio.
No todo era broma
En nombre de la ciencia, Onelli contestó indignado y consiguió que la gobernación de Río Negro le diese una autorización amplia para cualquier cosa, pese a que la zona en cuestión posiblemente estuviese en Chubut. Bramó la Sociedad Protectora y, tras fiera disputa, el gobierno nacional proscribió la insensibilidad científica, todo esto en medio de una extendida jarana, porque a esa altura ya nadie creía en la existencia del bicho. Pero no todo era broma.
Esa incredulidad pública pesó en el balance de su vida e hizo creer a muchos que ese caballero romano, lleno de sapiencia, finezas y latines, había gastado una broma descomunal, en consonancia con su índole notoriamente juguetona y cáustica Acaso. Pero Onelli no podía pasar nunca por un mero bromista, y la variedad y enjundia de sus trabajos acreditaban también como plausible que realmente lo hubiera enceguecido el afán paleontológico. Datos acerca de su contracción y seriedad existen a montones: colaborador estrecho y patriótico del perito Moreno en la demarcación de límites con Chile, fundó la Escuela de Avicultura y un tambo modelo, rescató del olvido el telar de tradición aborigen y creó talleres en Tucumán y en Córdoba en los que volvieron a elaborarse tejidos de la tierra. En los diarios y en conferencias trató sesudamente multitud de temas políticos y educativos y se ocupó, quizás el primero entre nosotros, de la polución ambiental. Combatió con inteligencia al comunismo y rechazó indignado la pretensión mussoliniana de que los hijos de italianos nacidos en el extranjero seguían siendo italianos.
En 1888, joven de 24 años, llegó a nuestro país y marchó directamente a explorar la Patagonia; se cuenta de él -tal vez exagerando- que aprendió antes el tehuelche y el mapuche que el castellano. Buscó fósiles, trazó mapas y recorrió los lagos Belgrano y Pueyrredón. Años después realizó un viaje memorable a todo lo largo de la cordillera patagónica hasta Punta Arenas, desde donde inició otro por los fiordos chilenos hasta Puerto Montt. El relato aparecido en 1904 con el título de "Trepando los Andes" constituye un libro impar, uno de los mejores de viajes escrito en la Argentina, con parejos valores en cuanto a riqueza testimonial y a expresión literaria.
La cortesía del sabio
Su reedición reciente (*) sirvió para descubrir a un notable escritor olvidado. Es, en rigor, su único libro cabal, porque Onelli, fragmentario incorregible, al modo de la generación del 80, se sentía sin duda más cómodo discurriendo livianamente y rondando apenas la profundidad, con la cortesía del sabio que se presta a una conversación de sobremesa. Entre 1905 y 1922 publicó en la revista del Jardín Zoológico, unas idiosincrasias sobre los pensionistas de este establecimiento, apuntes brillantes y eruditos sobre curiosidades, hábitos y melancolías de esos seres enjaulados, de las que en dos tomos se acaba de publicar una selección de las aparecidas hasta 1910 (**).
Etólogo avant la lettre, habla estrictamente de la torcacita y del chimpancé, del camello y del cinocéfalo, pero en realidad lo hace de la ciencia en un sentido amplio y de la cultura en uno mayor todavía, un poco como más tarde, en pequeño, Martín Gil hablaría de astronomía y antes, y en grande, Maurice Maeterlinck forjase literatura a partir de hormigas y de termitas. En este caso, la reflexión sobre los usos animalescos es una introducción a la vida en general, según las pautas confiadas, refinadas y no poco arrogantes que presidieron el nacimiento de la centuria.
Sucedía esto, además, en el Zoológico de la avenida Las Heras y es ése otro dato digno de atención e inquietud: en el Buenos Aires de entonces podía hacerse semejante alarde iluminista como si se estuviese en el ombligo del mundo y lo que alguno de nosotros le pasara por las mientes a propósito de la gallineta de Numidia pudiese tener validez universal. Ahora, sumidos en la opacidad pueblerina, todo eso parece un cuento de hadas.
(c) La Nación (*) Ed. El Elefante Blanco, 1997 (**) Ed. El Efante Blanco, dos tomos, 1999.




