
Sin el gran visir, ¿que hará el sultán?
En 1624, el cardenal Richelieu fue nombrado primer ministro de Francia. Talentoso y autoritario, fue blanco de odios y conspiraciones. El rey Luis XIII sostuvo sin embargo contra viento y marea al cardenal hasta la muerte de éste en 1642. Y así fue como el mediocre Luis XIII, que moriría al año siguiente, terminó sus días con la gloria de un gran rey. En 1888, el kaiser Gulllermo II subió al trono alemán. A su lado encontró al todopoderoso primer ministro Bismarck, que venía gobernando a Prusia desde 1862 y a la Alemania unificada desde 1871. Pero en 1890 el kaiser decidió gobernar él mismo y prescindir de Bismarck. Lo que siguió fue una serie de errores que culminarían en la derrota alemana en la guerra de 1914.
Un rey tuvo éxito por sostener a su primer ministro. El otro, fracasó por emanciparse de él. Pero hay un tercer ejemplo. Luis XIV, hijo de Luis XIII, nació en 1643. Toda su niñez transcurrió al abrigo del poderoso cardenal Mazarino que había sucedido a Richelieu. Cuando Mazarino murió en 1661, el joven rey de 18 años anunció ante una Corte estupefacta que gobernaría él mismo. Lo hizo con brillo hasta su muerte en 1715, dándole a Francia su era más gloriosa.
He aquí los tres caminos que tienen por delante los jefes de Estado. Pueden confiar hasta el fin en un poderoso primer ministro, pueden desprenderse equivocadamente de él y sucumbir en el intento o pueden prescindir de él y sustituirlo con éxito.
Entre 1991 y 1996, la relación entre el presidente Menem y el ministro Cavallo se parecía a la relación entre Luis XIII y Richelieu. Muchos creían que así seguirían hasta el fin del mandato presidencial. Pero hace un mes, el presidente despidió a su primer ministro. Ahora le quedan dos caminos: el de Luis XIV o el del kaiser Guillermo II.
La sensación de crisis que hoy embarga a los argentinos proviene de que no saben cuál de estos dos caminos tomará Menem. Todavía no saben cómo se resolverá, a partir del retiro de Cavallo, la cuestión del mando. Y ya lo dijo Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: "Como ande turbia la cuestión de quién manda en una sociedad, todo lo demás andará impura y torpemente".
El rey, en el Imperio Otomano, se llamaba "sultán". El primer ministro, "gran visir". Mientras tuvo a su gran visir, nuestro sultán se acostumbró a vivir como tal, reservándose sólo las grandes decisiones, viajando y jugando al golf. No estaba mal: era su rol, en tanto Cavallo gobernara. Pero al dejar de lado el ejemplo del humilde Luis XIII y aspirar al egregio ejemplo de Luis XIV, el presidente tendrá que cambiar. Nadie sabe, a esta altura de los acontecimientos, si logrará hacerlo.
La ley de Marcelo
Cuando aplicamos los grandes ejemplos históricos mencionados a la realidad argentina, hacen falta algunas precisiones. Es necesario reconocer, primero, que la posición de nuestro Richelieu se había debilitado en los últimos meses -en parte, es verdad, por la hostilidad de nuestro Luis XIII- a un punto tal que es imposible decir si aún, en julio de este año, conservaba ese mínimo de autoridad sin la cual es imposible gobernar. Menem, en todo caso, no prescindió de él en su apogeo. Se limitó, quizás, a despenarlo. La otra precisión es que nuestros presidentes, a la inversa que los reyes y sultanes, no son vitalicios. Que deben confirmar su imperio en periódicas elecciones. Lo cual agrega un riesgo a su gestión. Ese riesgo se llama, hoy, la elección legislativa de 1997.
Y es así, por la relativa precariedad del mando presidencial si se lo compara con el mando de reyes y sultanes, que nuestros antecedentes históricos se acercan más al caso del kaiser. Esta es la ley que Marcelo Bonelli formuló cuando discutíamos por televisión la inminente caída de Cavallo. Según esta ley, lo habitual en la Argentina ha sido que cada presidente tuviera solo un fuerte ministro de Economía, al que siguieron débiles ministros y la declinación presidencial.
En 1961, el presidente Frondizi se desprendió de su gran visir Alsogaray, que había gobernado por dos años, para enfrentar mejor las elecciones de 1962. Lo que siguió, empero, fue la derrota electoral de Frondizi a manos del peronismo y, acto seguido, su derrocamiento militar. El general Onganía se desprendió de su gran visir Krieger Vasena como consecuencia del Cordobazo en 1969, pero no pudo evitar su propio derrocamiento a manos del recientemente fallecido general Lanusse el año siguiente. En 1981, el general Viola entró en rápida curva descendente después de sustituir al gran visir Martínez de Hoz con Lorenzo Sigaut. En 1989, Alfonsín se precipitó en la hiperinflación y la entrega anticipada del mando después de reemplazar a su gran visir Sourrouille con el ministro Pugliese.
La única excepción en esta desafortunada lista fue el general Videla, quien desde 1976 sostuvo contra viento y marea a Martínez de Hoz, acababando sin temblores su mandato en 1981.
De los cinco ejemplos recordados, cuatro se acercaron al kaiser. El de Videla, a Luis XIII. Nadie emuló, hasta ahora, a Luis XIV. Si Menem lo logra, revertirá la historia.
Tres escenarios
¿Qué puede pasar de ahora en adelante? El primero de los escenarios posibles de aquí a 1999 es que el presidente Menem tenga un éxito total en su tentativa de reemplazar al gran visir Cavallo. Mientras el presidente jugaba al golf en vez de ir al acto de San Martín y viajaba para encontrarse con otro rey, el de Malasia, se sintió un vacío porque, en tanto el gran visir ya no estaba, el sultán seguía actuando como antes y nadie daba por lo tanto la sensación de gobernar. Pero, al volver del viaje, Menem hizo dos cosas. El miércoles, en una conferencia de prensa, salió a debatir mano a mano con la oposición. El jueves, arengando a su gabinete para la batalla política que se avecina, prometió concurrir de ahora en más a los cuatro rincones del país a inaugurar obras y atender reclamos. Esto muestra que Menem ya tomó conciencia de que, ausente el gran visir, debe asaumir el gobierno. Si Menem logra un "éxito total" en este empeño, probablemente desempolvará el dormido proyecto de la re-reelección, en camino a lo que Fujimori ya está pretendiendo: una presidencia muy larga, quizás vitalicia, al estilo de Luis XIV.
Pero también es posible un éxito parcial en la tarea que se ha propuesto Menem. Por "éxito parcial" entendemos que, sin llegar a dominar la vida política argentina como lo hizo el dúo Menem-Cavallo en sus mejores años, el Presidente pueda gobernar al menos con razonable energía de aquí a 1999, retirándose en orden después a cuarteles de invierno. También podría darse el tercer escenario que muchos temen. Que, al igual que en los casos Frondizi, Onganía, Viola y Alfonsín, la autoridad de Menem no sobreviva intacta al desprendimiento de su gran visir. La Argentina entraría en este caso en la curva declinante del presidente. Esta situación, que los norteamericanos llaman del lame duck ("pato rengo"), ocurre cada vez que un presidente marcha hacia el fin de su mandato sin reelección a la vista, en tanto alrededor presionan sus eventuales sucesores.
La distancia que empiezan a marcar con Menem algunos de estos candidatos como el gobernador Duhalde y ancianos de la tribu con prestigio como el senador Cafiero, parecen encaminadas a evitar que la crisis del lame duck, de darse, arrastre consigo al justicialismo.
Al país le convendría el segundo escenario. Un "éxito parcial" aseguraría el gobierno, evitando a la vez el exceso y el vacío de autoridad. Pero ya se sabe: no siempre la historia corre por donde conviene.




