Solidaridad o solución de mercado en las crisis empresarias
El pasado 31 de julio la Cámara de Diputados a través de una inusual unanimidad (digna de repetirse en temas cruciales que agobian al país), dio media sanción a un proyecto destinado a morigerar la emergencia de diversos sujetos empresarios en tanto hayan debido acudir a las situaciones de concurso preventivo o acuerdo preventivo extrajudicial (o se les pida la quiebra), por razón de la crisis económica que se desató como producto de la pandemia y ulterior parálisis de la economía, del consumo y de los negocios.
El Senado le hizo a ese proyecto destinado a elastizar la Ley de Concursos y Quiebras, consensuado a la sazón con todas las fuerzas políticas, modificaciones para centrarlo en los casos en que esa debacle empresaria haya sido consecuencia de esa parálisis (algunos sostienen que se ha querido evitar una ayuda a la situación del Correo e incluso a la de Vicentin, ambas en crisis por razones previas y ajenas a la pandemia).
Existen en los proyectos de las cámaras legislativas ausencias asombrosas, no solo de técnica legislativa y de conceptos de la disciplina jurídico-concursal (me refiero a los procesos por insolvencia y a sus bases tradicionales, lo cual es también deplorable), sino – y he aquí mi reflexión- las que me parecen centrales para poder salir del abismo económico al que ha sido lanzada la sociedad y, al escalar desde el fondo, hacerlo como sujetos mejores: me refiero al desprecio de un accionar colectivo impregnado de solidaridad.
El camino seleccionado por los legisladores es objetable porque, incluso pienso que inadvertidamente (lo cual vuelve a mostrar su inidoneidad), ha abandonado a las empresas a lo que a los acreedores financieros y comerciales estén dispuestos a concederles, empoderando así a ese sector para decidir la suerte del empleo y la continuidad de las actividades de diversas empresas.
Ese criterio parece vinculado con la ideología reinante en 1995 cuando por designio de las autoridades económicas se impuso una ley (la 24.522) que solo atendía a la eficiencia de la empresa. La que no lo era debía quebrar y sus activos se vendían con premura y sin consideración del precio, con el objetivo – casi candoroso en nuestro país – de que esos activos se reconvirtieran en el proceso productivo bajo otro formato, con desprecio del empleo (es inolvidable la inefable respuesta del ministro de entonces que, frente a las inundaciones que sufrieron los productores agropecuarios del sur de Córdoba, les sugirió que sembraran pejerreyes para fomentar la pesca y el turismo).
La legislación en ciernes, nacida quizás de "almas bellas" (o bienintencionadas), deja de nuevo al mercado, como con la tesis de Cavallo, la decisión de la continuidad de las empresas que son hoy las únicas que dan vida a fuentes de trabajo genuinas. Le da tiempo al empresario, eso no es reprochable, pero nada más. De nada valdrá el esfuerzo, ni los créditos que se obtengan incluso de los propios accionistas (que es menester inducir a través de incentivos que ofrece la técnica concursal ya puesta en práctica en países centrales), ni las planificaciones más eficientes para revivir la empresa, si los acreedores deciden no dar su voto a las esperas, las quitas o restructuraciones propuestas, por más sustentables que sean.
La iniciativa legal arroja así al enorme conjunto de empresas en crisis, inermes, a los mercaderes que ya están a la espera de "oportunidades de negocio" para hacerse de activos por precios propios de la crisis, a costa de la producción y el empleo.
Es imperioso generar, en cambio, y a la par del tiempo que permite ganar la legislación que seguramente se promulgará, una salida solidaria que – excepcionalmente, debe enfatizarse – postergue intereses individuales y que, en vez, contemple los de una comunidad que necesita volver a vertebrarse en la fuerza del trabajo y la iniciativa privada. Es imperioso en este tiempo salvar la mayor cantidad de empleos. Debemos evitar un daño generalizado que surja de una especulación que medra en el marco de la desesperanza.
Albert Camus, en 1947, en "La Peste" decía que el mal y el dolor no pueden explicarse teóricamente, y deben ser enfrentados con la ética laica de la honestidad individual y del compromiso colectivo de la solidaridad. Ese es el imperativo actual.
Vicedecano de la Facultad de Derecho de la UBA y profesor de Derecho Empresario