Sucesiones políticas a medio hacer
Al mediodía de una elección presidencial sigue de inmediato la oscuridad: la autoridad ganada con votos cae al día siguiente
EL panorama de América del Sur es un caleidoscopio de crisis. Y no sólo por el flagelo que azota a nuestro país. Parafraseando a Koestler, al mediodía de una elección presidencial sigue de inmediato la oscuridad: la autoridad ganada a fuerza de votos cae a pique al día siguiente por acciones y decisiones que no responden a las expectativas de una ciudadanía ávida de respuestas.
La abrupta caída en la popularidad de Alejandro Toledo, el presidente que hace apenas once meses asumió ese cargo en Perú dejando atrás la experiencia autoritaria de Alberto Fujimori, es un triste testimonio del modo como esas esperanzas se desmoronan con rapidez fulminante. La sucesión política sirvió en Perú para destronar una democracia desfigurada por la hegemonía, pero no ha logrado, por ahora, profundizar el camino de las reformas económicas: en Perú, al igual que en otros países sudamericanos, cunde el rechazo a la privatización de empresas públicas. La corrupción que rodeó a muchas de esas licitaciones y el costo de las tarifas, junto con la tenaz sobrevivencia de las tradiciones populistas, explican en parte este descontento que estalla en Cochabamba o en Arequipa.
Salvo alguna excepción solitaria como la de Chile (no está para nada claro aún qué efectos de mediano plazo tendrá la dolarización en Ecuador), el populismo ha vuelto por sus fueros en nuestra región. Este domingo el electorado boliviano concurrirá a las urnas para elegir al sucesor del presidente Jorge Quiroga. La política boliviana se ha desenvuelto durante estos años con relativa estabilidad, merced a un sistema electoral que deposita en el Congreso la designación definitiva del presidente, si ninguno de los candidatos ha obtenido en las urnas la mitad más uno de los sufragios escrutados.
Dado que la mayoría absoluta suele ser esquiva, este régimen ha alentado la formación de coaliciones para designar al presidente en el Congreso. En estos acuerdos participaron principalmente el movimiento que condujo el general Banzer, el Movimiento Nacionalista Revolucionario y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (cuyos candidatos en estos comicios son, respectivamente, los ex presidentes G. Sánchez de Lozada y J. Paz Zamora).
Este esquema tendría su atractivo si no fuera por el hecho de que está seriamente cuestionado por dos candidaturas populistas: la de M. Reyes Villa, que encabeza las encuestas con algo menos de un tercio de las preferencias, y la del radical de izquierda Evo Morales (con un porcentaje situado en torno del 12-13%) que representa a los productores de coca, desplazados por un programa de erradicación de los cultivos financiado por el gobierno norteamericano. La popularidad de este candidato provocó hace un par de días una torpe intervención del embajador de los Estados Unidos que, en contra de las intenciones que lo guiaban, puede aumentar la fiebre nacionalista y las reacciones antiimperialistas.
El cuadro que presenta Bolivia es congruente con el clima de malestar que se difunde en América del Sur con las políticas típicas de los años noventa: los resultados positivos para la mayoría de la población tardan en llegar, el capitalismo sufre toda clase de impugnaciones, los partidos tradicionales se debilitan y, lo que todavía es más grave, la retórica populista vuelve a hacer de las suyas al proponer un atajo fácil -sin duda inconducente- para lograr un pronto restablecimiento.
Entre la erosión de aquel pretendido consenso, que brilló hace una década, y la fuga colectiva hacia ilusiones populistas, la racionalidad reformista está ausente y, de existir, no concita adhesiones. Motivo de satisfacción para Fidel Castro, que acaba de convocar a un plebiscito, debidamente regimentado, con el objeto de consagrar el perenne imperio de un orden socialista de partido único (tal vez, más que eso, habría que llamarlo de caudillaje único).
Está creciendo, pues, por estos lares una suerte de apetito empeñado en desempolvar soluciones anacrónicas. En cualquier proceso electoral que se analice en América del Sur, el cruce con la retórica populista (y, en varios casos, con la acción directa de esos movimientos) es inevitable. Esta confrontación no sólo se debe al arrastre histórico de un conjunto de ideas y actitudes frente a lo público: también ese repliegue hacia un pasado idealizado por el discurso populista obedece al penoso estado de nuestras sociedades. Los destellos de modernización del último tramo del siglo XX poco hicieron para sortear definitivamente el pantano del atraso.
Si este fenómeno se reproduce en las naciones más pequeñas en términos geográficos y demográficos, no es menos cierto que la prueba decisiva acerca de ese litigio con el populismo habrá de dirimirse entre octubre y diciembre en Brasil, la única nación-continente del hemisferio sur. ¿Dispone acaso la crisis argentina de una fuerza depredadora capaz de contagiar a esa economía? En realidad, si bien nuestro vendaval está soplando fuerte sobre Uruguay, el problema que hoy aqueja al Brasil no es tanto el contagio derivado de nuestras tribulaciones, sino la incertidumbre proveniente de un sistema de partidos que aún no ha rotado hacia la izquierda.
En escala reducida, la misma cuestión sobrevuela en Uruguay: dos grandes formaciones de izquierda que no han franqueado aún el umbral de admisión a la presidencia de la república. Hasta el momento, ni el partido que encabeza Ignacio Lula da Silva ni las agrupaciones que giran alrededor del Frente Amplio en Uruguay han obtenido la victoria en las elecciones presidenciales.
Por otra parte, esta situación adopta, en Brasil, la característica de una carrera en la cual el candidato de izquierda pica en punta y la coalición de partidos opositores le muerde progresivamente los talones hasta llegar a un tenso final. ¿Se mantendrá esta pauta de comportamiento electoral que, al cabo, concluye derrotando a Lula? La respuesta urge porque el rasgo saliente de estas elecciones lo configura el extraordinario volumen de la deuda pública que vence en los próximos meses (aunque, en favor de la economía brasileña, sólo un cuarto de la misma está nominada en dólares).
Por consiguiente, parecería que el juego entre, por un lado, los votos potenciales registrados en las encuestas y, por otro, los mercados que influyen diariamente a través de la fatídica cifra del riesgo país tiene por ahora el objetivo de reforzar la candidatura oficialista de José Serra sobre otros pretendientes y de acantonar a Lula en un porcentaje electoral inferior a la mayoría. De ser esto posible, el gran desafío que plantean las elecciones brasileñas es el de la transformación del populismo en un proyecto reformista viable que no convierta las campañas electorales en un campo de batalla. De lo contrario, nuestras democracias seguirán cabalgando sobre sucesiones políticas a medio hacer.