
También algunas verdades molestas
MONTEVIDEO.- Vivo unos días extraños. Estamos disfrutando llegar a los 90 años y poder celebrarlo en la histórica casa de nuestro Partido Colorado, con la presencia del Presidente de la República Yamandú Orsi y de la vicepresidenta Carolina Cosse, ambos frentistas, y de los expresidentes Lacalle Herrera y Lacalle Pou, nacionalistas. También con la de los presidentes de todos los partidos políticos y nuestro amigo Natalio Botana pronunciando una verdadera oración republicana.
Más no se podría pedir luego de 72 años de actividad política, otros tantos de periodismo y diez de ejercicio de la presidencia de la República en dos períodos separados en el tiempo.
Todo convoca entonces a lindos días, salvo cuando levantamos la vista y observamos este extraño mundo que, luego de la caída del Muro de Berlín, parecía caminar a la Pax Kantiana, vivió tres gloriosas décadas de globalización para hundirse en una caída vertical de todo lo que se venía construyendo.
Si miramos a Europa, una invasión rusa a Ucrania nos dice que el irrespeto a las soberanías nacionales es parte de una caída del derecho que incluye el incumplimiento de los pactos y tratados. Europa ha reiterado la impotencia militar que ya se desnudó en Kosovo en 1999 y que ahora intenta superar ante las intimidantes admoniciones del presidente norteamericano.
Este, a su vez, arrastrando viejas simpatías por el estilo autoritario de Putin, ha intentado la paz sin comprender con quién estaba negociando.
En julio de este año escribimos un artículo en LA NACION en el que decíamos que el presidente Trump no advertía que no estaba solo frente al señor Putin, sino a “los sentimientos históricos de un imperio dominante, zarista o comunista, pero dominante en su región; el orgullo frustrado de que no se reconozca lo que su gigantesco sacrificio para derrotar primero al emperador francés y luego al dictador alemán significó, todo lo cual le daría derecho a reconquistar la influencia territorial que perdió cuando ocurrió la catastrófica explosión de la Unión de las Repúblicas Soviéticas Socialistas”.
Concluíamos que no jugaban simpatías ni ideas políticas, que “el tema es el poder sobre el territorio. Y solo acordará (Putin) si los perjuicios de la guerra le resultan insoportables”.
Nuestra opinión no era ninguna genial ocurrencia personal sino la conclusión inevitable de haber leído el libro de Tony Judt Postguerra, que narra cómo los occidentales no entendían que Stalin, con el territorio más grande del mundo, peleaba por pequeñas parcelas al Oeste.
Allí explica que Pedro el Grande dijo hace tres siglos que “la seguridad de Rusia está en la protección de sus vecinos” y que lo mismo sostuvieron Catalina la Grande, Alejandro I a la caída de Napoleón y, por entonces, Stalin. Lo mismo que ahora Putin.
En todos estos meses, Putin siguió jugando con Trump y ganando tiempo para llevar a Ucrania a la fatiga. No va a pactar nada mientras pueda sobrellevar las penurias humanas y económicas de la guerra. Ya es hora de que se entienda.
Si nos saltamos a Venezuela, nos encontramos también con un mar de incomprensiones. Ante todo de la izquierda latinoamericana, una vez más refugiada en el antiyanquismo para cohonestar una dictadura pura y dura, que encuentra explicables aliados (los adversarios de Estados Unidos) e inexplicables neutralidades, como la de Brasil y Uruguay.
Lo que no se dice es que, luego de que con la mejor intención principista el Tratado de Roma creó la jurisdicción universal para los delitos contra los derechos humanos, ya ningún dictador estará proclive a acordar una salida pacífica, por más “justicia transicional” que le ofrezcan. Sobre todo después que un juez de Londres se llevó preso a Pinochet o de que hoy la Corte Penal Internacional no haya tenido mejor idea que la metafórica de requerir criminalmente a un zar electivo y a un gobernante democrático como Netanyahu.
Dicho esto, lo más molesto: mientras las bayonetas sustenten a Maduro, no habrá solución.
Como se supone que los generales integran el mismo cuadro de autoritarismo y corrupción, la tristísima esperanza estaría depositada en un ignoto coronel que asumiera la representación real del pueblo venezolano que votó un cambio de régimen…
En ese escenario, la presión norteamericana tiene sentido. Si hemos firmado protocolos de todo tipo de adhesión a la democracia, hay una legitimidad sustantiva en esas acciones, aunque no operen a través de la formalidad de las debilitadas instituciones multilaterales.
Una guerra sería una catástrofe humanitaria y política.
La presión, en cambio, puede ser decisiva si se ejerce con coherencia. Y digo coherencia, porque es lo que está faltando también, y digamos otra verdad molesta: Europa se arma para combatir a Putin, pero no se atreve a confiscar sus fondos ni deja de comprarle petróleo; EE. UU. declara el retorno del proteccionismo para defenderse de la invasión china, el gran enemigo, y le termina vendiendo 12 millones de toneladas de soja.
Habiendo observado con asombrados ojos infantiles el Graf Spee en la bahía de Montevideo y visto a mi padre, escribano, desfilar como voluntario del ejército aliado en 1943, son demasiados años e historias para no entender lo que es el conflicto eterno entre la guerra y la paz, la pugna entre principios y realidades y la batalla constante del derecho contra sus agresores.
En el medio de esas tensiones está la política.
La han ejercido grandes, como Franklin Delano Roosevelt, arrastrando a un país aislacionista al compromiso militar más grande de la historia para salvar la libertad del mundo, o su secretario de Estado, el general Marshall, trazando un plan para rescatar a la Europa destruida y mantenerla en el mundo de la democracia.
No se ve en la escena personajes de ese calibre, pero -pese a lo tristón de mis reflexiones. también lucen ramalazos de esperanza, como la tregua que logró Trump en Gaza, que debe reconocérsele y ayudar todos a poner fin a ese conflicto que hace tiempo dejó de ser árabe-israelí para ser hoy lisa y llanamente terrorismo contra Occidente y sus valores.







