
Tangos uruguayos
Por Albino Gómez Para LA NACION
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El reciente campeonato mundial del tango bailable, realizado en nuestra ciudad, ratificó una vez más no sólo que el tango constituye nuestra más notoria e indiscutida marca internacional, sino también que Buenos Aires se ha transformado en su capital mundial.
Sin embargo, no debemos olvidar que nuestra querida música ciudadana es música de doble orilla, porque nació al mismo tiempo en Buenos Aires y en Montevideo. Que luego, y hasta hoy, haya habido un mayor desarrollo del tango en nuestro país que en Uruguay no modifica en absoluto lo que acabamos de señalar.
Hablar del tango y considerarlo como una exclusividad argentina constituye un grosero error, que ha producido -como veremos- situaciones absurdas o enojosas, cuando no hilarantes. Para citar un episodio menor, quisiera recordarles a los lectores que en uno de los últimos Juegos Olímpicos, cuando desfiló la delegación deportiva de nuestro país, los organizadores no tuvieron mejor idea que acompañar su marcha con los compases y acordes de La cumparsita , con el consiguiente malestar inmediatamente expresado por la delegación uruguaya, ya que su autor, Gerardo Matos Rodríguez, era uruguayo, y compuso la canción en un centro estudiantil de Montevideo para los carnavales de ese momento.
Claro está: no faltarán personas, tal vez las más jóvenes, que aun siendo aficionadas al tango, no lo sepan todavía. Pero ahora quisiera referirme a un episodio bastante más importante que el antes mencionado.
Corría el año 1948. Primera presidencia de Juan Domingo Perón, con el país enriquecido después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. Se decía entonces que el oro impedía circular libremente por los pasillos del Banco Central, tanta era la divisa acumulada.
Dirigentes políticos, sindicales y estudiantiles latinoamericanos veían con interés, y en muchos casos con gran simpatía, este nuevo liderazgo argentino que hablaba de una tercera posición: ni yankees ni marxistas... La Argentina no sólo exportaba trigo y carne, sino también libros, revistas, cine y cultura a todo el continente. Frecuentemente partían delegaciones gubernamentales a predicar la buena nueva.
Entre tantas, una presidida por el historiador y senador peronista Diego Luis Molinari -hombre talentoso y muy controvertido- visitaba Cuba y otros países del área.
Juan Atilio Bramuglia era el canciller de Perón y le tocaba entonces participar -con mucho éxito- en la famosa crisis internacional producida por el bloqueo de Berlín, ya que la Argentina presidía en ese momento el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El subsecretario de nuestra Cancillería, un hombre de origen conservador, muy formalista, un tanto engolado y retórico, encabezaba en ausencia de Bramuglia la delegación argentina que concurrió a Bogotá para la IX Conferencia Interamericana y la firma de la Carta Constitutiva de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Numerosa fue la delegación y grandes las esperanzas que se depositaban en el nacimiento jurídico de la entidad, con su flamante Carta. El gobierno de Perón había costeado la concurrencia de personalidades latinoamericanas no gubernamentales y hasta la de estudiantes, entre ellos la del entonces muy joven Fidel Castro, alumno de segundo año de la carrera de abogacía en la Universidad de La Habana, invitado personalmente por el senador Molinari.
Lamentablemente, las ceremonias coincidieron en Bogotá con una muy grave crisis de carácter político-social que culminó con el asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, desencadenante del histórico Bogotazo.
Los hechos se desarrollaron con la violencia que es de imaginar, y coincidieron en un momento dado con la celebración de un muy formal banquete para más de cuatrocientos comensales, elegantemente trajeados. Un barroquísimo y adecuado salón constituía el escenario de esa reunión. Las puertas de espejos no hacían más que reflejar y multiplicar narcisístamente el lujo del lugar y de los invitados. Vitrales de la mejor calidad y finísimas arañas que colgaban de un techo poblado por rubicundos angelotes hacían el resto, para no mencionar la maravillosa mantelería, la platería y vajilla coloniales, más los estupendos candelabros que daban el último toque a la requerida luz.
El banquete había alcanzado todo su esplendor y el único ruido que se percibía era el murmullo de las voces masculinas con su contracanto de voces femeninas, más la percusión de los cubiertos y el suave tintineo de las copas de cristal. Fue entonces cuando un pavoroso estruendo de bombas en las cercanías y el tableteo de ametralladoras cuyos impactos destrozaban los hermosos vitrales terminaron con la paz, la felicidad, la armonía y toda elegancia. Como si esto fuera poco, se produjo un total apagón de luces, en la ciudad y en el salón. Parte de los vitrales rotos caían muy cerca de los comensales que ya, a esta altura y, sin distinción de sexo, habían tirado al piso sus respectivas sillas, tratando de huir hacia no se sabía dónde.
Las puertas-espejos, en lugar de allanar el paso, ofrecían resistencia y el reflejo de las propias y apagadas imágenes de la desesperación. Ya muchos, en su loca carrera, habían caído al suelo y gateaban infantilmente debajo de las mesas. Algunos candelabros, también caídos sobre los manteles, habían iniciado sus propios incendios. Gritos e histeria colectiva era todo lo demás.
De pronto, se hizo el silencio afuera; una suerte de cese momentáneo del fuego. Eso trajo un poco de paz a los espíritus y de esperanza a los ánimos que, como ya dijimos, tenían sus encarnaduras por el suelo. Un silencio audible y total después de todo aquel pandemónium que, habiendo durado sólo menos de cinco minutos, daba la sensación de haberse prolongado por un plan quinquenal entero.
De inmediato, el benévolo silencio fue nuevamente roto, pero esta vez por una muy juvenil y no desagradable voz que, desde un extremo del salón -seguramente tapada por alguna mesa o mantel, dado el notorio sofoco en su emisión- entonaba los primeros versos de un conocido tango grabado años atrás por Carlos Gardel: "Si se salva el pibe, si el pibe se salva, vas a ver la fiesta que vamos a armar..."
Los ex comensales, desde sus situaciones y posturas, nada airosas, escuchaban con sorpresa esta especie de oración laica, cuando el canto fue a su vez interrumpido por otra voz menos juvenil -la de un alto funcionario argentino- que, sofocada también por la mesa y el mantel que la cubría, sentenciaba: "El irrespetuoso funcionario que se ha puesto a cantar un tango en horas tan dramáticas para América latina y para todos nosotros queda desde este mismo momento exonerado". Estas punitivas palabras fueron seguidas por otro profundo silencio, sólo quebrado por algunos balbuceos y algún llanto. Pero de inmediato la misma voz juvenil que había comenzado a entonar el conocido tango interrumpido por el empinado diplomático argentino gritó esta vez -a pesar de las circunstancias- a todo pulmón: "Al funcionario exonerado le chupás un huevo, porque es uruguayo".
"El pibe" del tango era en aquella ocasión un joven diplomático uruguayo que hacía sus primeras armas en la carrera. Tal vez aquélla haya sido su primera salida al exterior. Adscripto al laicismo y al agnosticismo uruguayos de esos años, ante una situación catastrófica como la que había estado viviendo, había apelado a una oración laica que sólo podía darle el tango.
No puedo finalizar esta nota sin agregar, para conocimiento de los lectores, que dicho joven continuó luego con una brillante carrera, que lo llevó -entre otros puestos de alto rango- a ser embajador precisamente ante la OEA, o sea, ante el organismo promotor de la famosa conferencia mencionada en esta nota.
Lamentablemente, ya no está entre nosotros, pero dejó un hijo que siguió sus pasos en la diplomacia uruguaya y que es actualmente un brillante embajador, como oportunamente lo fue su padre.
Como se comprenderá, el alto funcionario que intentó sancionar a aquel joven era de aquellos argentinos que, incurriendo en una errónea interpretación exclusivista del tango, ignoraba su condición rioplatense y su pertenencia a las dos orillas.



