
Trafalgar: la batalla que cambió la historia
Hace 200 años, frente a un cabo junto a Cádiz, Inglaterra se convertía definitivamente en la dueña de los mares y Napoleón veía acabar su suerte para siempre
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CABO TRAFALGAR, España.- Una playa con arena fina; un cielo que en verano da vértigo de azul pero que ahora es pálido; rocas y allí arriba, el Faro. Este escenario atestiguó hace 200 años una de las batallas navales más míticas de la Historia: la de Trafalgar, que marcó el comienzo del declive napoleónico, el poderío británico por mar que llegó hasta el Río de la Plata, y la pérdida de España de sus colonias en América. Sin embargo, en esta playa hoy no hay casi nadie.
El lugar es árido y deshabitado, entre Zahora y Caños de Meca, a 2 kilómetros de cualquier ruta. Un poco más al sur está Gibraltar; y nadie diría que en verano se llena de bikinis y heladeros, porque ahora hay viento de Levante, y cuando éste sopla, nadie se acerca "porque te enloquece". Durante la ocupación romana, este punto exacto era un templo de sacrificios dedicado a Juno; durante la árabe, una torre de vigilancia. "Lo peor -se ha quejado repetidamente el escritor Arturo Pérez Reverte- es que hace 200 años yacían aquí más de 3000 muertos, pero no hay ni una mísera piedra que los recuerde".
Aquella batalla duró apenas cinco horas, dicen, pero se convirtió en leyenda. Quizás por el trasfondo romántico de barcos y piratas en que se enfrentaron tres grandes naciones por la soberanía del mar: Gran Bretaña, Francia y España. O porque entre sus protagonistas figuran nombres gloriosos: Napoleón Bonaparte, que impartía órdenes desde París mientras la flota inglesa era comandada por el almirante Horacio Nelson, y la escuadra española por marinos como Cosme Damián Churruca, Dionisio de Alcalá Galiano y hasta Baltasar Hidalgo de Cisneros, último virrey de Buenos Aires.
A grandes rasgos, los eternos enemigos, Gran Bretaña y Francia cumplieron con su hábito de pelear en patio ajeno, y cada cual, a su manera empujó a España a la contienda. Con tan mal resultado, que fue la última vez que Madrid y París contaron con un ejército naval poderoso y ya ninguna volvió a recuperarlo. Tras su victoria en Trafalgar, Inglaterra fomentó el mito, mientras Francia intentó disimular la gaffe, y España aceptó calladamente la derrota.
Desigualdad
En 200 años han surgido contradicciones sobre la batalla, como la hora de inicio, el número de muertos (4500 o 7000) y las tácticas empleadas. Lo que nadie discute es el contexto: Napoleón era Emperador y su ambición lo llevaba a expandirse por el continente hacia Austria y Rusia, y por mar, a Gran Bretaña. Su plan era alejar a la temible armada británica de sus costas y para eso iba a utilizar a España, que estaba en sus manos. Es que el infante Carlos IV había dejado virtualmente el mando en manos de su primer ministro y favorito Manuel Godoy, cuyo mérito era ser amante de la reina. "Por su linda cara le han hecho ministro", se burla un personaje de Trafalgar, la clásica novela de Benito Pérez Galdós. Godoy, el Príncipe de la Paz, había firmado en 1796 la Paz de Basilea con Francia y el desgraciado acuerdo de San Ildefonso, que ponía a la flota española a disposición de Francia.
En 1803 firmó algo peor: el Tratado de Subsidios, según el cual España pagaba a Francia a cambio de permanecer neutral ante Inglaterra. Pero éste no satisfizo a París, que lo que quería era usar la flota española; e indignó a Londres, que presionó a España asaltando los barcos que llegaban de Lima y Buenos Aires cargados de riquezas para Francia. De manera que hubo que ir a la guerra.
La flota española, empero, ya no era aquella Invencible, como recuerda el protagonista de la novela Cabo Trafalgar de Arturo Pérez-Reverte, de rigurosa documentación: "Hace seis años éramos los mejores del mundo... ahora la mitad de esos navíos se pudre en los muelles por falta de recursos"... con la tripulación "mal pagada y escasa de motivaciones", era una armada "en estado comatoso". Y mientras los ingleses contaban con una soberbia artillería y expertos marinos, la cuadrilla española tenía la "leva", es decir, enrolaba a cuanto varón viera por la calle. Sólo quedaban, eso sí, comandantes valientes a la altura de Nelson, como Churruca o Alcalá, dispuestos a morir por su cuestionable rey.
El problema era que debían obedecer al comandante francés Pierre Villeneuve, indeciso e inseguro, que había mostrado ya cobardía y que hasta había arruinado los planes de Napoleón de invadir la costa británica. Ahora quería reivindicarse llevando a la armada francoespañola desde la bahía de Cádiz al Mediterráneo y sabía que Nelson iba a cortarle el paso. La escuadrilla española, al mando de Federico Gravina, le aconsejó no salir de la bahía porque en mar abierto no podrían vencer, pero Villeneuve se obstinó en salir y fue el principio del fin.
La batalla
El 21 de octubre, el puerto de Cádiz era un hervidero, como describe el pequeño Gabriel, personaje de Pérez Galdós que se sube al Santísima Trinidad, un barco colosal (donde combatió Cisneros) y describe cómo entre el chirrido de las anclas, marineros que corrían, el contramaestre dando órdenes y "todas las voces que llenaban el aire con espantosa algarabía, la mole majestuosa comenzó a deslizarse por la bahía" junto a 30 navíos más.
Una vez fuera, la escuadra francoespañola formó una línea. Los británicos Nelson y Cuthbert Collingwood avanzaron en dos columnas a bordo del Victory y el Royal Sovereing. Entonces, Villeneuve cometió el error final: ordenó virar en redondo, de tal modo que los barcos que iban a la cabeza quedaron a la cola y no podían ayudarse; los españoles vieron que Nelson los envolvería, dividiría, e iría rematando barco a barco, mientras el viento empujaba hacia ellos el humo y el fuego.
Era una guerra perdida de antemano. Y lo que sigue es lo que hace el mito. Cañonazos y barcos que volaban en pedazos; las crónicas hablan de una carnicería, pero también del inmenso valor de marinos ingleses y españoles; de heridos que seguían batallando como Alcalá Galiano, a bordo del Bahama, que continuó con una pierna deshecha hasta morir. Villeneuve fue hecho prisionero pero liberado más tarde y se suicidó en Rennes, antes de llegar a entrevistarse con Napoleón. Con otro espíritu, Churruca había escrito a un familiar: "Si llegas a saber que mi navío fue hecho prisionero, di que he muerto" (documentación archivada en el Museo Naval de Madrid). De hecho, casi todos los grandes de la marina española cayeron; Gravina perdió un brazo y murió meses después.
Resultados
Las crónicas destacan la caballerosidad de los ingleses con los aliados prisioneros; y del pueblo de Cádiz para con los ingleses heridos.
Por lo demás, el desastre de Trafalgar estaba cantado. Pero cada uno los asumió diferente. Napoleón se encogió de hombros. "Yo no puedo estar en todas partes", dijo; sus triunfos en Rusia y Austria atenuaban la derrota aunque, por las dudas, prohibió que la prensa hablara del asunto.
"Gran Bretaña mitificó la batalla y a Nelson hasta extremos nunca vistos", señala Hugo O´Donnell, autor de La campaña de Trafalgar. El cuerpo del almirante fue llevado a Gibraltar y de allí a Londres conservado en brandy. La consternación en su entierro fue grande. Hoy, la plaza más importante de Londres lleva el nombre de Trafalgar Square; el Victory fue restaurado y convertido en un museo. Junto a la plaza, las campanadas de la iglesia Saint Martin-in-the-Fields que tañeron hace 200 años anunciando su muerte repicaban ayer recordando al héroe, simultáneamente con campanarios de todo el Commonwealth; entre ellos el de St. Paul´s Catedral, bajo cuya cúpula Nelson descansa en un lujoso sarcófago de piedra, elevado a la categoría de héroe nacional. A medio metro, una tienda de recuerdos permite inmortalizarlo con llaveros y tazas con el logo del bicentenario.
Visto su poderío en el mar, Inglaterra quiso explotar la victoria y hacerse con el Río de la Plata. Llegó a Montevideo y Buenos Aires en 1806 y 1807, sin embargo fue repelido por las tropas de Santiago de Liniers: Buenos Aires prefería permanecer leal a España un tiempo más. De eso, los británicos no han dicho mucho. "Ensalzan triunfos como Waterloo o Egipto -dice el historiador Agustín Rodríguez González, autor de Trafalgar y el conflicto naval angloespañol del XVIII- pero callan como tumbas su estrepitosa derrota en el Plata; y en realidad, la defensa de Buenos Aires fue la última batalla de aquella guerra, no Trafalgar. Y la perdieron".
En cuanto a Carlos IV y su favorito, fueron depuestos en el Motín de Aranjuez y Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII, aunque luego ambos renunciaron a la corona y Napoleón instaló a su hermano José en Madrid, precipitando una guerra por la independencia en la que la flota española fue descuidada y no se pudo asegurar la continuidad de las colonias de América, que cayeron pronto.
España aceptó esa derrota. Quizás por eso, en Madrid salvo una muestra sobre Churruca en el Museo Naval, Trafalgar pasó tan inadvertido como en Cádiz, donde el tejado de la casa de Gravina se cae a pedazos, y la gente asistía anteayer a una parada náutica sin saber muy bien el significado. Y frente las aguas de Cabo Trafalgar, apenas una lápida y un monolito recuerdan el hecho. Allí, uno agudiza la vista con la esperanza de ver bergantines dando cañonazos en el horizonte, pero tras la bruma sólo se adivina la silueta lejana de Africa, desde donde llegan otros problemas.



