Un réquiem para Antonio Dal Masetto
Réquiem, despedida y gratitud. Con estas palabras describió Guillermo Saccomanno el sentido de su último libro, Antonio. Lo hizo en respuesta a un mail mío en el que le contaba en caliente el efecto que me había producido la lectura de este texto inclasificable que parte de una ausencia, de un vacío, para acabar conjurando una presencia: la de un amigo que murió en noviembre de 2015, hace casi dos años: el escritor Antonio Dal Masetto.
Le decía en mi mensaje que lo había visto a Antonio en cada una de las escenas que él había rescatado no como un biógrafo, sino como un perseguidor que intuye que su personaje se esconde, o vive aún, en los hechos pequeños que se resisten a ser olvido, en las charlas cotidianas, en las horas muertas. Pienso ahora que, como siempre, hay algo más allá de las escenas. Porque el libro parte de una necesidad esencial: estar otra vez con el amigo antes de que su figura se esfume en la bruma de los días. No se trata de una reconstrucción. En verdad, Saccomanno invoca la presencia de Dal Masetto no desde la memoria, sino desde el hilo de la voz. No podría haber sido de otro modo, porque se trata de dos escritores. En la voz está el ser. Guillermo narra en segunda persona, dirigiéndose al amigo, pero en el trance de encontrarlo en los pliegues de viejas conversaciones encabalga su voz con la de Dal Masetto casi sin transición. El efecto resulta tan natural como potente: es como si Antonio, adondequiera que se haya ido, se hubiera sumado a esta despedida y estuviera de vuelta entre nosotros. "Tu voz me escribe", advierte de pronto Saccomanno.
El libro me dio una doble felicidad que, en realidad, es una sola: poder ver de nuevo a Dal Masetto a través de un texto que es también, por todo lo anterior, un logro literario. Pero hay más: a su modo, y aunque no haya sido su objetivo principal, Saccomanno también trazó una suerte de reparación, un acto de justicia. Porque Dal Masetto, a pesar de haber sido uno de los mayores escritores argentinos de las últimas décadas, mantuvo siempre un obstinado perfil bajo. Y es de los que merecen ser recordados.
Lo conocí a mediados de los años 80, cuando entré a su taller de escritura. Me había deslumbrado su primera novela, Siete de oro, en la que encontré un tono que no se parecía al de ningún escritor de los nuestros. Respiraba como Pavese. Cuando dejé su taller nos seguimos viendo, muy de tanto en tanto, aquí y allá. Era solitario, de poco hablar, de carácter más bien taciturno, aunque con un lúcido sentido del humor. Antonio, el libro de Saccomanno, me permitió entender mejor dos pulsiones esenciales que marcaron su vida.
La primera es su condición de extranjero. Había nacido en Intra, Italia, y había llegado a la Argentina a los 12 años. Pero su extranjería iba más allá: en su vida y en su obra, el desarraigo fue una constante. "Daría la impresión de que caminás hacia una tierra perdida -escribe Saccomanno-. Ser extranjero en todas partes, imposible aferrarse. Ni amores ni lugares, uno se debate en la nada y entonces deviene esa conciencia del tránsito."
La segunda pulsión es la entrega a la escritura, a la que consagró su vida, y el costo que eso implicó. "Mirá qué paradoja, buscamos la soledad para comunicarnos con los otros. Y nos vamos encerrando", escribe Guillermo, en la voz de Antonio. "La soledad que era mi coraza después fue mi debilidad. En la soledad se dejan a un lado seres queridos. De los hijos hablo. Cuántas veces uno eligió el oficio eludiendo las responsabilidades familiares." Aparece en escena Soriano: "Me quedé pensando mucho en lo que decía Osvaldo esa noche, que ser padre es estar siempre en falta. Nadie te va a devolver el tiempo que el oficio les robó a los hijos".
La última vez que nos vimos, Dal Masetto me contó que estaba por viajar a Palma de Mallorca a conocer a un nieto. Me acordé de Daniela, la niña que en las tardes de taller hacía la tarea en una mesa vecina. "Viajás a Palma. Me llamás desde allá. Tu voz tiene ahora un énfasis. Conversamos un rato, estás contento, te reís. Me describís las caminatas junto al mar. Encontraste un bar donde, con un café, te sentás a mirar el mundo", escribe Guillermo. "Tu hija y tu nieto te devuelven a vos."
Son momentos de plenitud. Pero fugaces, como todo. Otro pasaje: "Me contás que Monet, a los sesenta, se encontraba una mañana de campo pintando unos molinos. Se dio cuenta, ahora le resultaba evidente: el cambio de luz. Llamó a su nuera. Andá a casa y traeme otra tela, le pidió. La mujer obedeció. Y al rato, de nuevo: otra tela, le pidió. Y así. Otra más". Por esa luz vivió y escribió Dal Masetto. Y por ella Saccomanno, otro escritor de raza, hace este libro.