
Una deuda injusta en el Reino del Revés
Es sabido que si algo perdura en la memoria tras los eventos académicos, son los chistes y las anécdotas; por ello, un relato que, aunque suena a chascarrillo tragicómico, ilustra nuestra cruda realidad. Durante el debate por la ley de víctimas en el invierno de 2017, una alta funcionaria del Ministerio Público de la Defensa rememoraba con inquietante candidez que, tras décadas en la función, solo recordaba haber atendido un único caso de homicidio; se trataba de una familia de Tigre, una singularidad que recordaba precisamente por su rareza, pues no sabía cómo habían logrado franquear las puertas de la Defensoría. Por supuesto, recibían algunas víctimas de trata y violencia doméstica, pero la verdad de Perogrullo es que la asistencia que el Estado brinda se destina de forma casi exclusiva a la defensa de los imputados.
Desde el instante en que a un ser querido le es arrebatada la vida, la víctima se adentra en un laberinto judicial que suma al dolor de la pérdida la rabia e impotencia ante un sistema al que le es, a todas luces, indiferente. Si bien LA NACION editorializaba recientemente sobre el panorama desértico del Poder Judicial –destacando la falta de designación de jueces en dos años y más de 600 vacantes–, observamos que esta sequía institucional alcanza niveles alarmantes en la Defensoría. Este desequilibrio contraviene abiertamente el espíritu de la ley 27.372 y la ley orgánica del Ministerio Público de la Defensa, que establecen la asistencia a víctimas como una función esencial y garantizan el patrocinio jurídico gratuito. Sin embargo, la evidencia demuestra una asimetría estructural y presupuestaria tan flagrante que vulnera el mandato legal y el principio de igualdad ante la ley.
Vayamos a los números, que tienen la descortés costumbre de no mentir y atestiguan la asimetría del servicio según el propio Informe Anual 2024 del organismo. Mientras el área de recursos humanos dedicada a la defensa de imputados ostenta un plantel de 3.090 agentes a nivel nacional (el 69,28% de ellos abogados), para las víctimas solo existen nueve defensorías operativas en todo el vasto territorio nacional, con designaciones pendientes en la mayoría de las jurisdicciones. La disparidad operativa es igual de grotesca: en CABA se registraron 202 visitas a cárceles y comisarías para asistir a detenidos, mientras que el Programa de Víctimas recibió apenas 59 solicitudes formales de patrocinio en todo el año, de las cuales –y aquí radica el sarcasmo burocrático– solo 19 fueron admitidas. En cuanto a la carga de trabajo, mientras la defensa penal gestiona miles de causas anualmente y el programa civil de violencia de género mantiene 1.294 expedientes, el Programa de Víctimas apenas cuenta con 396 casos judicializados.
Si atendemos a la cobertura territorial, la defensa de imputados posee una estructura consolidada en todos los fueros del país, mientras que la cobertura para las víctimas es tan fragmentaria que miles descubren, con estupor, que no tienen acceso al patrocinio que la ley les promete. No se trata de disminuir los recursos para la defensa penal –garantía fundamental del Estado de Derecho–, sino de reasignarlos equitativamente para que la víctima tenga igualdad de armas y oportunidades. Por estas razones, desde Usina de Justicia, supliendo la responsabilidad del Estado en nombre de las cientos de víctimas que acompañamos, exigimos que el próximo defensor público de la Nación cumpla con el mandato de la ley y haga justicia.
Es necesario que el perfil personal y de gestión del nuevo defensor público de la Nación que deberá ser propuesto por el Poder Ejecutivo al Senado de la Nación para ocupar el cargo desde el 1° de febrero de 2026 cumpla con el mandato de la ley y haga justicia con las víctimas.
Asimismo, resulta imperiosa la inmediata designación de defensores públicos de víctimas en todas las jurisdicciones pendientes hasta equiparar la cobertura de las defensorías penales, así como una reasignación presupuestaria urgente que refleje el mandato legal. También es necesario un plan de fortalecimiento institucional que incluya la creación de unidades especializadas y la contratación de personal idóneo hasta alcanzar una planta equivalente a la de la defensa penal, junto con un informe que transparente la ejecución de los fondos. Porque la justicia no puede reducirse a una aristocracia procesal donde una parte lo tiene todo y la otra mendiga atención. Si el principio rector es “dar a cada uno lo suyo”, resulta intolerable que el sistema siga financiando la impunidad mientras condena a la víctima al destierro institucional. No se trata meramente de equilibrar planillas de Excel, sino de restaurar la ética pública: mientras el Estado blinde al victimario y abandone al doliente, seguiremos atrapados en la lógica perversa de un Reino del Revés. Es hora de que la balanza, oxidada por la desidia, vuelva, por fin, a pesar igual para todos.





