Una dilatada y destacada trayectoria pública
Luego de una dilatada y destacada trayectoria pública, el pasado 8 de abril falleció en Buenos Aires Santiago Manuel de Estrada. El mundo político lo llora. La Iglesia agradece todos sus desvelos. Aquellos que lo han conocido atesoran su testimonio de integridad, hombría de bien y honestidad. Nació en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1935, en el seno de una familia de sólida raíces cristianas y tradición argentina. Llevaba en los íntimos hábitos de la sangre el germen que marcaría su vida de político y dirigente católico amante de “nuestro” país, como le gustaba decir.
Cursó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio Champagnat de los Hermanos Maristas, se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires y luego ejerció diversos cargos durante su extensa vida pública, en diferentes gobiernos que siempre lo convocaron para contar con su capacidad, su criterio y su experiencia. Cargos que nunca buscó, sino que le fueron ofrecidos en mérito a sus valores. Era un verdadero “hombre de Estado”, que ocupó funciones en los tres poderes de gobierno, y que transmitía un profundo conocimiento y experiencia sobre el funcionamiento de la cosa pública.
Entre otros cargos, fue secretario del fuero penal de la Capital Federal, subsecretario y secretario en materia de Seguridad Social, subsecretario de Desarrollo Social, titular de PAMI, embajador ante la Santa Sede durante el Pontificado de Juan Pablo II; fue electo diputado nacional, legislador, vicepresidente primero de la Legislatura Porteña, miembro de la Auditoría General de la Ciudad de Buenos Aires, y fue secretario de Culto de la Nación.
Como lo destacó en sus emotivas palabras el Cardenal Mario Poli en la misa de cuerpo presente que se celebró en la Iglesia del Pilar, Santiago de Estrada fue un hombre de la verdadera política, comprometida con el bien común y el servicio auténtico a los demás; con una sensibilidad y preocupación especial por los pobres, los enfermos y los vulnerables. Un hombre de escucha, de diálogo y de construcción de puentes. Una persona de consejo.
Y fue además un hombre de profunda fe, una persona cercana a la Iglesia, un caballero cristiano de arraigada coherencia que transmitió –con el ejemplo elocuente de su conducta– la difusión de las verdades evangélicas, y que prodigaba su caridad para la ayuda concreta de los demás. Era un hombre noble, sereno, de riqueza interior, con la capacidad de escuchar a todos quienes se acercaban en busca de criterio y auxilio, y con la mirada comprensiva de quien acoge la necesidad del otro y procura paliarla.
Hizo suyas las palabras de Pablo VI: “[e[l hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan; o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio.” Y ese testimonio se veía enriquecido e iluminado aún más por la luz de su humildad, pues actuaba en silencio y sin alardes, con la naturalidad y sencillez de quien se sabe portador de una misión, y con la íntima convicción de que ésta se cumple en mayor medida si se ejecuta sin estridencias.
Era consciente de que quien ha recibido más, debe dar más. De que el legado patriótico y cristiano es un don, pero también una tarea responsable. De que la autoridad debe dar vida a los demás a través del servicio verdadero y comprometido. Como decía Saint Exupéry, parecerá que ha muerto, pero no será verdad. Tal como transmiten las palabras del poeta latino Horacio que pueden leerse en la pared de entrada de la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro de la Ciudad de Buenos, en la placa recordatoria de su bisabuelo José Manuel de Estrada: “non omnis moriar” (“no moriré del todo”), Santiago vive y vivirá siempre. No sólo porque ya vive la vida del Padre en Cristo, sino porque jamás la patria dejará que su recuerdo perezca.