Una operación de urgencia, sin anestesia
La función en continuado del domingo pasado ofreció las últimas imágenes del gobierno que se iba y las primeras del que llegaba. Unas confirmaron, a modo de broche final, la naturaleza de quienes nos gobernaron durante los últimos cuatro años; otras, aunque elocuentes, no bastan para dilucidar el perfil del gobierno que acabamos de estrenar.
El fuck you que Cristina Kirchner le dedicó a una plaza que la rechazaba resumió en un gesto el lugar que le dio a la gente durante su reinado. Los Kirchner, en su alienada megalomanía, gobernaron para ellos. La sociedad, a la que manipularon en favor de sus ambiciones, no fue el fin de su acción pública sino el medio para mantenerse en el poder y beneficiarse de él, y así la han dejado. Tras años de simulación, la obscenidad que la exvicepresidenta le dedicó a la plaza, de espaldas y sin detener su paso, fue una expresión espontánea y sin filtro que lo dice todo.
Como durante su presidencia, Alberto Fernández fue un fantasma. Aunque estaba allí, nadie lo vio durante la ceremonia de traspaso de mando. Resultó penoso el modo en que se escabulló por entre los pliegues del telón, ante la indiferencia de todos. “Bueno, me voy”, dijo antes, y sonó como parte del soliloquio alucinado en el que está enfrascado desde hace mucho. Un presidente ausente hasta el último minuto.
Entre los que llegaban, imposible soslayar la omnipresencia de Karina Milei. El país ha visto el encumbramiento de matrimonios, pero el acceso al poder de dos hermanos que mantienen un vínculo simbiótico fraguado en la infancia es algo inédito. El propio Presidente contó hasta qué punto depende de su hermana, lo que le confiere a la esquiva Karina, a quien aún no conocemos, un poder que se proyecta sobre todos los ministros. Una observación: derogar un decreto bien fundado para que ella pudiera ser nombrada secretaria general de la Presidencia parece cosa de la casta. Cuidado, el éxito del ajuste que el Gobierno puso en marcha depende en gran medida de evitar que la ciudadanía haga este tipo de identificaciones.
A Javier Milei se lo vio emocionado, sobre todo en la ceremonia religiosa. También, un poquito incómodo en el papel protagónico que le tocó ocupar. Ha dicho que se toma la presidencia como un trabajo. Todo lo que evite que el poder se le suba a la cabeza, bienvenido. En su discurso en el Congreso, plantó la bandera de la batalla cultural. Está bien, si apunta a la deconstrucción del sentido común ideologizado y ajeno a la realidad por el que los argentinos tenemos debilidad y que cristalizó en el relato K. También, si busca crear una mística que confiera sentido al sufrimiento social que traerá el ajuste. ¿No es eso acaso lo que le faltó a Macri? Pero estaría mal si se trata de una cruzada para cambiar un viejo dogma por otro nuevo de signo contrario. Nadie es dueño de la verdad en una democracia liberal. Crear nuevas categorías de creyentes y herejes sería profundizar uno de los males más nocivos que extremó el kirchnerismo.
Mientras los mandatarios extranjeros se calcinaban al sol, Milei hizo un buen discurso en el que describió, como se esperaba, el estado ruinoso en que recibió el país. Hubo, eso sí, una desafinación preocupante: “No venimos a perseguir a nadie”. Eso está muy bien, pero habiendo tantos que se sienten perseguidos e invocan el lawfare, el Presidente podría haber avalado la acción de la Justicia, cuya función, precisamente, es perseguir el delito. Habría disipado cualquier suspicacia. Luego invitó a sumarse a la “nueva Argentina” y complementó la idea con otra frase poco feliz: “No importa de dónde vienen y lo que han hecho”. ¿La adscripción al Gobierno lava el pecado cometido? Así es como actúa la casta. Lo que han hecho algunos importa y mucho, ese es el problema. Quienes votaron a Milei esperan que se juzgue y condene la corrupción kirchnerista. Sin esto, difícil que el país cambie y revierta su caída.
El martes llegó el anuncio del ministro de Economía. Es cierto que faltaron precisiones y que las medidas representan un peso grande para las espaldas de la gente. Sin embargo, los palos que recibió Caputo me parecieron excesivos. El síndrome de la crítica como deporte nacional favorece el boicot contra el desafío descomunal de equilibrar las cuentas. Tal como ocurrió durante el gobierno de Macri. Habrá que tener cuidado de no matar el brote antes de que despunte. Sería darles pasto a quienes saldrán a pisarlo para imponer la vuelta al yuyo del privilegio corporativo.
Imaginemos un médico que, en plena guerra, se dispone a cerrar una herida de urgencia, sin anestesia. Aunque la dramática pérdida de sangre se deba a la agresión de un tercero, el insulto del paciente irá dirigido contra quien clava la aguja con intención de curar. ¿Hasta qué punto se entregará el convaleciente, a pesar del dolor, a las manos del médico? ¿En qué punto sacará el cuerpo, aun a riesgo de su propia vida? Depende de la conciencia que tenga de la gravedad de su herida, pero más aún de la confianza que le inspire el cirujano. Por eso Milei está obligado a cumplir su promesa de ir contra la casta.