Una oportunidad que la Argentina no puede perder
La nueva generación política que hoy da impulso al país quiere asumir el legado de grandeza que quedó trunco hace años y aprovechar este momento en que el mundo nos invita a desarrollar nuestro potencial
Cuando en 1872 los Estados Unidos superaron al imperio británico para transformarse en la primera economía mundial, en nuestro país gobernaba Domingo Faustino Sarmiento. Este diario tenía apenas dos años de vida. Desde entonces se sucedieron guerras mundiales, revoluciones, la emancipación de continentes enteros e invenciones como el avión, la bomba atómica o Internet. Mucho cambió, por supuesto, pero la supremacía norteamericana conservó su invulnerabilidad. Hasta ahora.
En diciembre de 2014, por primera vez en 150 años, el PBI de los Estados Unidos fue superado por el de China. Ese dato es mucho más que una referencia estadística: cristaliza una dinámica geopolítica que se fue arraigando desde el comienzo de este siglo. La controvertida guerra de Irak y la impotencia frente a la barbarie en Siria son grandes símbolos de la pérdida de credibilidad diplomática de los Estados Unidos como hiperpotencia mundial. Al mismo tiempo, la crisis de 2008 -que nació en las entrañas de su sistema financiero, pero contamina las economías reales de todo el planeta- constituye lo que podríamos describir como su paralelo económico.
Hemos ingresado en una nueva era que se caracteriza por el declive de la preponderancia estadounidense y representa, a su vez, el contexto multilateral en el que la Argentina deberá desempeñarse durante las próximas décadas. Quizás el mayor emblema de este orden naciente fue la respuesta que se le dio a la crisis financiera. Nos referimos al encuentro del G-20, reunido en Londres en 2009, que materializó la posición de las grandes naciones emergentes en la mesa de negociación e impuso, a su vez, una nueva dinámica entre el Norte y el Sur.
Así, una década que había visto a los referentes de las periferias crecer exponencialmente en términos económicos se tradujo en una nueva relación de fuerzas. Con ella, los grandes líderes de cada continente serían llamados a adquirir un estatus de relevancia global. En el caso de América del Sur, los ojos del mundo no dudaron en mirar a Brasil. Con tasas de crecimiento anuales que alcanzaron el 7,5%, sumadas a victorias culturales como la de ser anfitriones de la Copa del Mundo 2014 y de los Juegos Olímpicos 2016, no parecían existir demasiadas dudas acerca de a quién le correspondía el liderazgo. Hasta que quedó expuesto un sistema estructuralmente corrupto y la escandalosa clase política brasileña se desmoronó por sus propios excesos. Ya nadie concibe la idea de que Brasil, debido a la crisis en la que se encuentra, pueda convertirse en la gran potencia capaz de encarrilar a la región.
El mundo, comenzando por el bloque occidental que encabezan los Estados Unidos, cada vez más necesitados de grandes aliados, necesita, sin embargo, un referente de relevancia mundial en América del Sur. Es la lógica estructural de este nuevo siglo. También, la razón por la cual ante la señal de cambio y de renovación del aire democrático que representó la elección de Macri, los aviones presidenciales y las expectativas de dólares e inversiones apuntaron al Sur. No sólo Obama, Hollande y Renzi pisaron Buenos Aires en un lapso de semanas. Arthur Sulzberger Jr., presidente de The New York Times, invitó a Macri a encabezar el Foro Democrático que el prestigioso diario organiza en el Ágora de Atenas. Estos gestos de la comunidad internacional para con el país nos impulsan a tener en los próximos años un protagonismo quizás inédito en el último siglo.
El verdadero desafío es edificar puertas adentro un país diferente. Recordemos que desde principios del siglo XX -la última vez que creímos que seríamos una potencia- estas fértiles tierras vieron desfilar la Argentina arbitraria de los gobiernos militares, la Argentina autoritaria de Perón, la Argentina sanguinaria de la dictadura, la Argentina arrendataria de Menem y la Argentina mercenaria de los Kirchner. Es hora de construir la Argentina visionaria.
Hay que consolidar un modelo que priorice el largo plazo y un Estado que, bajo el liderazgo del Ministerio de Modernización, pueda devolver el prestigio a la administración pública, formar funcionarios idóneos y constituir una verdadera élite meritocrática que garantice políticas estratégicas a futuro. Un país que entienda que Perón, como otros líderes del populismo-corporativismo surgidos en el mismo período -de Vargas en Brasil a Cárdenas en México-, emergió en un momento específico de la historia en el que todos sus rasgos tenían una razón de ser. Un país que le exija al peronismo dejar de ser clientelista, verticalista y demagógico, para recuperar su origen progresista. O que lo deje morir en el olvido. De lo contrario, deberemos aceptar que los Kirchner habrán sido al peronismo lo que Luis XIV a la monarquía francesa: el exceso burdo que desencadenó el principio del fin.
Es importante comprender esta lógica política en el sentido sustancial y práctico del término: una relación de fuerzas diferente, un balance de poder evolucionado a favor de la ciudadanía amplia y un cuerpo gobernante más enfocado en cambiar la vida de los ciudadanos que la propia. Que se logre asimilar, por ejemplo, que Marcos Peña encarna el futuro, pero lo están midiendo con una vara del pasado.
Pretendemos una sociedad que abrace el sentido profundo de la unidad nacional. Que no olvide la monumental entrega de Urquiza y de Mitre en aquel que fue, tal vez, el momento más trascendental de la historia argentina. Es oportuno recordar que durante la Batalla de Pavón, en 1861, dejaron de lado sus intereses personales y llegaron a un acuerdo que pondría fin a la guerra civil, salvaría miles de vidas y marcaría el comienzo de la Argentina moderna.
Hay una nueva generación (de la que forma parte quien escribe) dispuesta a asumir ese legado de grandeza suspendido desde hace ya demasiado tiempo. La verdadera unión nacional solamente puede darse cuando prima el largo plazo, porque es allí donde convergen los intereses de los auténticos patriotas. En un mundo nuevo que nos invita a ser grandes, serlo depende de nosotros.
Para quienes gozamos de juventud y vivimos la zozobra de 2001, sería un verdadero logro saber que este país que empezó el siglo en ruinas pueda terminarlo no sólo sin hambre ni pobreza, sino también como un faro que les recuerde a los libres del planeta que la superación es posible cuando un pueblo toma conciencia de su potencial.
Presidente de la Asociación Transatlántica de Debate y miembro del Board/Directorio del Foro Democrático de The New York Times