Vaticinios diríase que siniestros
El apocalipsis queda a un tranco de pollo de la Argentina, según dos figuras estelares de la política latinoamericana. El domingo 9, desde Washington, cuando todavía tenía esperanzas de que le sacaran una foto junto a George W. Bush, Carlos Menem dijo que las calles de Buenos Aires, "no todas, están tomadas por marxistas y por delincuentes", y que esta desdicha tiende a agravarse. En La Habana, desde las antípodas ideológicas, Fidel Castro dijo que la Argentina y algunos otros países del continente "nunca más" lograrán remontar la crisis económica y social que hoy los agobia. Días después, algunos consejeros de Castro le hicieron saber que la eternidad del vaticinio les había parecido bastante exagerada, equivalente a la suposición de que "nunca más" Cuba será un país democrático.
Como si no bastaran las truculentas mortificaciones que el Fondo Monetario Internacional le asesta a la Casa Rosada, y como si altos dirigentes nativos y extranjeros no hubiesen ya toqueteado de sobra el trigémino de la sensibilidad nacional, Menem y Castro libran una payada de siniestras agorerías, a cual más estremecedora, sobre el destino de la Argentina.
Estadista visionario y pensador profundo, que nutre su sabiduría en la rerrelectura de las obras completas de Sócrates, Menem advirtió cuál es el modus operandi de las hordas bolcheviques: invaden casi a diario la City porteña, arman feroces trifulcas y así satisfacen su pérfido designio, el de perturbar la serena majestad de la patria financiera. Curiosamente, esos temibles extremistas obedecen al burgués propósito de recuperar sus dólares atrapados en el corralito bancario, como se dio en llamar a una pintoresca institución que vulnera principios básicos del liberalismo económico y que más bien parece inspirada en conceptos del viejo Kremlin.
Profetas y barbas
Hechos posteriores revelan que los marxistas sudacasextienden rápidamente sus tentáculos y que ya inauguraron una filial en Nueva York. De ninguna otra manera puede explicarse el patético acoso que se tributó a Menem la semana pasada, primero en la Universidad de Fordham y luego en la puerta del hotel Waldorf Astoria, mientras allí se alojaba. Apenas las cacerolas subversivas volvieron a meter bulla, astutos agentes de la CIA y del FBI se reconocieron convencidos de que el corralito de los argentinos fomenta el rebrote de prosélitos de la hoz y el martillo, acaso con el auspicio de Fidel Castro.
Pero, de inmediato, los más serios analistas políticos opusieron dos razones para desechar esa posibilidad. La primera: el propio Menem rectificó su anterior diagnóstico y el domingo 23 dijo que esos agravios obedecían a una estrategia "netamente nazista". La segunda: Castro sabe que el tiempo de exportar su revolución se ha extinguido y, si cada tanto desliza alguna bravuconada, algún vituperio, es simplemente para no perder espacio en la prensa internacional. Si no tolera la disidencia doméstica y si posterga indefinidamente la inserción de Cuba en el mapa democrático es porque nada anhela tanto como celebrar, de aquí a siete años, su jubileo en el trono, como Isabel de Inglaterra. Las barbas de Castro han encanecido al remojo de esa ilusión.