Viaje tentativo al interior de la familia Puccio
Es un caso escalofriante. Los Puccio formaban una familia en apariencia igual a cualquier familia. Primera reacción en el contexto donde se desarrollan los hechos: negación y rechazo. "Esto no puede pasar en mi barrio, en mi sociedad, en una familia que parece ser como la mía. ¿Cómo es posible una historia tan macabra? La reacción de familiares y amigos de las víctimas va mucho más allá: ¿cómo soportar un dolor así de lacerante? ¿Cómo encontramos un sentido al mundo despiadado en el que nos toca vivir?
Lo ominoso es lo abominable, lo que merece ser condenado y aborrecido. Sin embargo, en mayor o menor medida, no deja de estar presente en cada uno de nosotros. Freud utiliza el término umheimlich (um, negación; das heim, hogar); literalmente, "lo no familiar", lo extraño-inquietante, lo inhóspito, lo que nos deja al desamparo, a la intemperie moral y espiritual. Lo más tremendo es que el "infierno Puccio" sucedió justamente en el seno de un hogar, el lugar de confianza, seguridad, calidez, el refugio que nos brindan los padres, el espacio hospitalario en que se recibe a los amigos.
Lo que sabemos es que el horror comenzó con los hijos crecidos, jóvenes. Pero no sabemos lo que sucedió en su infancia. ¿A qué aberraciones pudieron llegar a ser sometidos los hijos cuando niños? Lo que tenemos por seguro es un padre psicópata que logró "robar" la mente y voluntad del resto de la familia. El psicópata es afectivamente superficial, pero intuye con agudeza las debilidades del otro para hacerle sentir que está bajo su dominio y que jamás podrá escaparse de él. Cuando logra su cometido, le hace sentir que le pertenece por completo. Nunca más peligroso que cuando ejerce su perversidad desde la función paterna.
Hasta aquí, la historia desde el punto de vista del padre. Pero tenemos que mirar al resto de la familia. Me remito a los hijos varones, claros partícipes en el desarrollo de los hechos.
"Cada uno nace donde puede", dice Borges a través de uno de sus personajes. Es verdad, pero ¿qué hacemos con lo que recibimos en nuestro lugar de nacimiento? Es curioso observar las distintas reacciones de los tres hijos varones. El mayor de ellos, Alejandro, responde con una sumisión absoluta. Un silencio hermético hasta el final. No habla, no dice nada, no encuentra vía de escape para su infierno interior, su tormentoso sentimiento de culpa. Su única posibilidad parece ser el suicidio, que intenta cuatro veces. El segundo, Daniel ("Maguila"), habiendo participado también de los hechos, una vez salido de la prisión logra rearmar de alguna manera su vida partiendo al exterior. El menor, Guillermo, marca una diferencia insoslayable. Desde el principio, huye de las garras del padre instalándose fuera del país, océano de por medio. Curiosamente, es el más chico el que nos muestra que había un grado de libertad, de rebelión posible, de desacato frente a la autoridad establecida.
¿Qué justificación encontramos? En primer lugar, una toma de decisión. Aristóteles dice que lo más importante de los personajes de una historia no es su psicología, sino lo que hacen, lo que eligen hacer. Pero vamos también los posibles condicionamientos psicológicos. Tal vez, los que estuvieron más tiempo bajo el dominio paterno sufrieron un proceso más largo de desestructuración psíquica, que abarcó más etapas de su evolución. Tal vez los que desde más chicos fueron vejados en su conciencia por un padre joven y vigoroso resultaron más desorganizados en su psiquis.
Los chicos ¿eran simples marionetas? Es verdad, eran adultos. ¿Hasta dónde podemos inferir el grado de libertad que los hacía responsables? Difícil contestar a semejantes preguntas. Tremendos interrogantes para los damnificados, cuyo dolor se prolonga a lo largo de su vida.
Por cierto, no se trata de exculpar, sino de comprender lo que pasó. Siempre parece haber una reserva en la subjetividad para rebelarse contra lo infame. En casos de gran debilidad física o psíquica, parece necesario algún auxilio externo.
¿Qué nos enseña el caso Puccio? Algunas tragedias griegas son tan tremendas que se ubican en el límite de las posibilidades humanas, pero buscan aleccionar. Si esta familia pudo vivir todo esto en un secreto tan hermético fue, en parte, por insertarse en una sociedad poco afecta a la comunicación profunda. No podemos juzgar a la sociedad sanisidrense de los años 70 y 80 con los parámetros actuales. Sería injusto. Pero los grupos humanos aprenden también de sus dramas. Una sociedad patriarcal, que de buena fe priorizaba la intimidad en favor de la imagen pública, daba lugar a secretos compartidos en circuitos cerrados que no permitían el intercambio con el exterior. En ese contexto, ¿a quién podían recurrir los niños abusados, las mujeres vejadas o golpeadas, los sometidos a modelos perversos de convivencia, los "colimbas" inducidos a torturar y matar?
No era natural salir a pedir ayuda fuera del contexto jerárquico, familiar, escolar, social, institucional.
La comunicación era hermética fuera de las instituciones, determinadas por fuertes identidades. Difícil rebelarse, por el miedo a la autoridad; difícil exponerse, por la fuerza de la vergüenza, por la incertidumbre de no ser recibido afuera.
Las cosas han cambiado mucho. Estos dramas tan tremendos nos enseñan que lo peor es ocultar, silenciar, enterrar, porque las apariencias se mantienen, pero el veneno nos corroe por dentro. La única forma de purificar es sacar afuera. Ése es el principio de todo proceso terapéutico, personal, familiar, social.
Si con mayor naturalidad dejamos traslucir nuestras verdades, grandezas y miserias, será más difícil que tras los muros de las casas sucedan cosas inimaginables.
Licenciado en psicología y teología
Adrián Salvo