Vicios y trampas del Código Procesal Penal
Los cambios en la Justicia, sin debate ni justificaciones creíbles, tienen el sello de las iniciativas que el oficialismo impulsa para beneficio propio
La abrupta sanción de un nuevo código de procedimientos penales para la Justicia Federal me lleva a las siguientes reflexiones.
Los juristas, especialmente en las últimas décadas, suelen distinguir entre legitimidad y legalidad. Esta última resulta de la mera observancia de las formalidades que exige la creación del derecho; la legitimidad, en cambio, se asocia con las razones sustanciales que justifican su obediencia, sin atender a las consecuencias lesivas que pueda acarrear el incumplimiento. Así las cosas, la relación entre legitimidad y cumplimiento se hace evidente, y no resulta desacertado sostener que la crisis de obediencia que se observa en nuestro tiempo es, en rigor, una crisis de legitimidad.
En el mundo medieval, la legitimidad era suministrada por el derecho sacro y la cosmovisión teológica imperante. Su fin, que se suele situar en la Francia de la Revolución y su emblemática toma de la Bastilla, implicó también el fin de esa forma de legitimidad. El movimiento que motorizó el proceso que terminó con la cosmovisión teologal, exalta al hombre y erige a la razón –en cuyo nombre se produjeron esos cambios – en el nuevo fundamento de la legitimidad. Sin embargo, lograr que la razón impere se ha mostrado una empresa difícil: intentos de restaurar el viejo orden bajo nuevas formas, utilización deleznable de la razón para imponer formas coloniales o para perfeccionar sistemas de destrucción masiva, guerras y dictaduras, jalonan con crueldad el camino a un mundo más racional.
No obstante, la búsqueda no cesa y hoy impera en las mentes esclarecidas de nuestro tiempo la convicción de que las utopías son irrealizables, que la razón necesita auxilios y que sólo el diálogo y el entendimiento intersubjetivo permitirán construir un mejor mundo cada día. Así como el acuerdo para la subsistencia en la horda primitiva permitió la pervivencia de la especie humana, el progreso científico y tecnológico que hoy enorgullece a la especie es fruto de propuestas escuchadas y debatidas, en las que la razón se impuso bajo la forma de la coerción, sin coacción, de los mejores argumentos. En efecto, el progreso científico fue plasmando merced a un proceso que incluye sucesivas y correctas lecturas de la realidad, imaginación e inteligencia para formular y reformular hipótesis y debates amplios y abiertos donde se examina todo lo necesario para confirmar o rechazar descripciones e hipótesis. Del mismo modo, la legitimidad de las normas morales y jurídicas que sirven a la convivencia entre las personas debe observar esta misma secuencia, en la que no caben los dogmatismos y sí el respeto por el otro: en definitiva, la verdad fáctica y la validez normativa responden a idéntica metodología, pues no son más que variantes del tronco común del conocimiento. Jürgen Habermas expone este fundamento de la legitimidad con estas palabras: "La fuerza legitimadora la tienen los procedimientos que institucionalizan exigencias y requisitos de fundamentación y justificación y la vía por la que se procede al desempeño argumentativo de tales exigencias y requisitos".
El procedimiento parlamentario legislativo está constitucionalmente diseñado para promover el debate, no para simular aprobaciones regimentadas. Responde a la idea democrática de respetar y considerar las razones de los otros, porque en ellas anida también una parte de verdad, siquiera sea en el contraste con las ideas propias. A cualquier decisión que se tome sin respetar lo sustancial de ese procedimiento, no es desacertado pronosticarle una vigencia efímera o condicionada por su inaplicabilidad jurídica o fáctica, o que se verá sometida a sucesivos cambios que oscurecen en lugar de aclarar. Ello, además de ser un flaco favor que se le hace a la democracia, al Estado de derecho y a la legitimidad del poder, pues escamotea, en la toma de decisiones, la búsqueda cooperativa de las mejores razones. Nuestros repertorios de leyes son un elocuente ejemplo de normas diluidas, ignoradas o transformadas en tigres de papel.
Lo ilustraré con un ejemplo que puede fácilmente multiplicarse: en mayo de 2008, la ley 26.764 introdujo modificaciones en el Código de Procedimientos Penales federal, tendientes a limitar el tiempo de resolución de los recursos, en especial, las apelaciones, buscando acortar la duración de los juicios. Pero una deficiente lectura de la realidad las está transformando en letra muerta: hasta los tribunales que pusieron mayor empeño en llevarlas a la práctica, como la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital, terminaron cediendo, ante la imposibilidad de hecho de cumplir sus exiguos plazos. El mandato legal según el cual, finalizada la audiencia de debate, el tribunal debía deliberar y resolver en la misma audiencia ya no se cumple, según la experiencia generalizada. Otro tanto ocurre con lo estatuido para los casos considerados y declarados "complejos" (que se resolvieran luego de dictado "un intervalo de hasta cinco días para continuar la deliberación y resolver"). Para facilitar la tarea, la ley exime del deber de fundamentar las decisiones que confirman lo dispuesto por el inferior, pues sólo obliga a dar razones si se revoca el fallo; se confirma recurriendo a criterios que no habían sido considerados antes, o hubiera habido alguna disidencia al tomar la decisión. No obstante estas reglas permisivas, primó también en los jueces el sentido republicano que impone suministrar los fundamentos de las resoluciones y no he conocido fallos, aun de los que la ley exceptúa, que omitieran dar razones. Otros tribunales advirtieron desde el principio que esas normas eran incumplibles y las sortearon, dictando acordadas que haciendo mérito de dificultades materiales, implicaban una virtual abrogación. Consecuentemente, más temprano que tarde, pasaron a formar parte de la vasta legión de normas de papel mojado, en este caso cumplibles "a mejor fortuna", esto es, cuando se proveyeran los medios para poder hacerlo.
Esta concreta experiencia –que lamentablemente, es una más en un vasto panorama de normas no cumplidas– me lleva a ser extremadamente escéptico sobre la eficacia que se declama como fin para el anteproyecto de Código Procesal Penal que se acaba de sancionar con un remedo de debate. Una vez más, lo que se advierte es una decisión política irrevisable, sólo dispuesta a considerar aspectos que, frente al cambio que se impulsa, aparecen como intrascendentes o distractoras. Esto confirma que el designio que subyace a esta sanción es muy distinto al de dotar a la justicia federal de un instrumento eficaz en su ya desigual lucha por restaurar, siquiera sea comunicativamente, la vigencia de normas violadas, que es el fin que hoy se le asigna al derecho penal.
No hace falta apelar a estadísticas para sostener que quienes deberían funcionar como auxiliares de fiscales y jueces tienen su credibilidad sensiblemente mellada. Esta circunstancia crucial tiene como consecuencia que el peso de la investigación criminal recaiga en la estructura judicial. Actualmente, ese peso se encuentra repartido entre el Ministerio Público Fiscal y el juez de instrucción, pues éste dirige la pesquisa y se halla legalmente facultado para retenerla, aunque puede delegarla en la fiscalía. La reforma sancionada, al quitar a los jueces el deber de regir la investigación, resta a esa actividad una estructura afianzada de antiguo en esa tarea. Un cambio de esa magnitud sin que se pueda contar con la colaboración confiable de organismos de seguridad auxiliares no parece la mejor manera de acortar los tiempos y aliviar la carga investigativa, aunque sí sirve al acusado designio de multiplicar organismos judiciales adictos al poder.
Pero ésta, con todo, no es la objeción principal. En el régimen actual los jueces mantienen siempre el control de la investigación y cuentan con la posibilidad de reasumirla si se le solicita, el fiscal la considera finalizada prematuramente o el juez así lo decide. La norma proyectada, en cambio, le quita al juez la posibilidad de ordenar investigaciones, de controlarlas y, eventualmente, de completarlas, asignándole sólo facultades vinculadas con la observancia de las garantías constitucionales. Se invoca para ello el apego a una teoría a la que se pretende consagrar legislativamente y que por muy coherente y moderna que aparezca en su formulación, siempre será gris, como toda teoría, como lo dijo poéticamente Goethe. Ello, además de suprimir de cuajo una estructura afianzada que necesariamente va a resentir la actividad investigativa, le resta al juez la trascendente tarea de intervenir en las investigaciones, tanto para orientarlas como para controlarlas y completarlas, en un contexto que adolece de falta de controles efectivos en todos los órdenes. Visto así, no parece una decisión acertada. Todo lo contrario, parece una decisión que contribuirá a agudizar la progresiva pérdida de fe del ciudadano en sus instituciones.
Llevado por otras necesidades, no se ponderó la nefasta consecuencia de debilitar o suprimir controles externos independientes que provienen, nada menos, que de jueces. Sancionar leyes y códigos enteros a las apuradas y eludiendo debates imprescindibles, parece destinado a conjurar espurias situaciones personales, no a resolver legítimas demandas. Porque en el contexto de nuestra realidad plagada de dudas, debilitar o suprimir controles no es la manera de contribuir al mandato de afianzar la justicia que consagra la Constitución Nacional.