
Fin de semana en Tigre
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"Un fin de semana en Tigre amerita un texto", me dije el viernes.
Solía dedicarle el texto de los lunes a los fines de semana cuando escribía de lunes a viernes.
Se aburrirían, me aburriría si hoy repitiera aquella fórmula. Básicamente porque son sólo 2 textos a la semana los que escribo.
Pero un fin de semana en Tigre, un fin de semana fuera del contexto habitual, no sólo me pareció una buena oportunidad para honrar el presente, para recrearlo en la hoja, sino también una buena excusa (no es una excusa, sino un puente) para hablar de una dinámica vincular en parte novedosa.
Sólo en parte.
Sé de qué se trata estar en pareja, pero... pero ya lo había olvidado. No, no. Quiero decir, me había olvidado cómo era estar sólo en pareja. Sólo dos charlando, sólo dos caminando de la mano, viajando, sólo dos cocinando, durmiendo, sólo dos, sólo dos adultos.
En realidad, lo propiamente novedoso sería estar en pareja con un otro que no es el padre de mis hijas, que a su vez tiene una hija con una otra que no soy yo... Un bolon... Bueno, una circunstancia distinta, nueva.
Fin de semana en Tigre.
"Me olvidé la cámara de fotos", maldije.
Ya estábamos en Retiro, ya no había vuelta atrás. Había fantaseado con retratarlo todo y ahí estaba, sin mi cámara.
"No importa", me dije. Hacé del defecto una virtud, o de la falta una oportunidad. Retratá todo desde las palabras. Retratá todo con los ojos, con la presencia.
Otra vez dando la lata con la presencia. No, no teman.
Voy a dejar de subrayar el método y me atendré a los hechos.
Fin de semana en Tigre.
Tren. Ventanilla. Sentir cómo la ciudad se rebobina.
De golpe se me vino el recuerdo de Waya, una novia filipina-francesa de mi hermano que solía citar a su padre, para quien -según ella- lo mejor de los viajes eran los viajes, quiero decir, los traslados.
Las idas y las vueltas.
Algo de ese traslado en el tren me fascina, mirar afuera y sentir que la ciudad se rebobina. Sentir que la ciudad va quedando velozmente en el pasado. Me sorprendió el contraste, casas de chapa, muy humildes, y a lo minutos, unas canchas de tenis, una mujer pegándole a la pelotita con la raqueta, piletas con reposeras.
Chau, Buenos Aires, Chau Ciudad de Buenos Aires.
Fin de semana en Tigre.
Tiempo.
Hasta aquí había escrito el sábado por la noche en el mismísimo Tigre.
Me había anticipado en el tiempo, esbozando la intro de un texto que sabía, o pensaba que sabía cómo terminaría. Qué ingenua.
Algo de esta primera parte, de todas maneras, dio más en la tecla de lo que imaginaba.
"Lo propiamente novedoso sería estar en pareja con un otro que no es el padre de mis hijas, que a su vez tiene una hija con una otra que no soy yo... Un bolon... Bueno, una circunstancia distinta, nueva".
Pensaba dedicarme a describir pormenorizadamente el traslado en lancha, del Tigre hasta el muelle. Había incluso tomado notas en mi celular, notas como: "qué distintos se ven los pasajeros en lancha un día sábado a los pasajeros en colectivo un día de semana". "Hay un estado emocional colectivo ligero, un entusiasmo discreto". También había reparado en detalles nimios como mis muslos todos pegoteados a la cuerina del asiento.
Pensaba zambullirme en una descripción al detalle del momento en el que me tiré al agua. De aquella panzada en la que, como expresé in situ, me tragué medio río. De las brazadas clásicas que hago, de cómo me gusta entrar en piloto automático, inhalar el aire, generosamente, y exhalarlo abajo del agua, y sentir un ruido metálico y no entender de dónde viene y entender finalmente que así se escucha el motor de las lanchas... y esquivar un remazo.
Pensaba dedicarme a expresar la emoción que sentí al hacer una propuesta tan pava como: "¿te parece que nademos un trecho? ¿Vamos de acá hasta a aquella escalera?" Y nadar esos 33 metros como si fuera la gran aventura, incluso temer en algún momento, temor ridículo, lo sé, pero a la par de la emoción, del goce, se me vino el recuerdo de un cuento que mi abuela repitió hasta el hartazgo: el día que se fueron con mi abuelo Osvaldo a nadar. Al mar. Ah, sí, menuda diferencia. Aquel día en el que ambos se quedaron atrapados en los berrinches de esa masa de agua viva y fue él, en una maniobra semi heroica, el que logró sortearla y logró sacarla a ella, a mi abuela, quien se encargó de honrarlo en los relatos.
Pensaba dedicarme a describirles el diseño de mis, de nuestras charlas. Tenemos un diseño de charlas fabuloso. Es una versión más jugada que cualquier árbol de la vida. Las conversaciones no sólo se van por las ramas, o sí, pero las ramificaciones siguen unos patrones tan libres, tan arbitrarios... Algo llegué a decirle a Camilo: nuestras conversaciones me hacen acordar a esos juegos gráficos de protector de pantalla (de Windows).
Pensaba también hablar de comida, mi apetito se había abierto, por fin se había abierto. Incluso había tenido la fantasía de contar, de describir, de alguna manera elegante y sensible, la práctica del... sexo. Del encuentro íntimo.
Pero hete aquí que aquel descuido de la cámara me llevó a tener en mis manos el teléfono de mi compañero.
Y me llevó, sin proponérmelo, a toparme con fotos que no debía ver. O quizá sí. Y a leer, ya proponiéndomelo, textos que no debía haber leído, y que hubiera preferido que no hubieran sido escritos. Pero sucedieron.
A mi maravilloso día de sábado le siguió, pues, un domingo de novela.
O un domingo para el olvido.



Fin de semana en Tigre.
Estuve a punto de maquillar mi vida, muy tentada de filtrar las pelusas y de convertir este fin de semana en lo que quería que fuera, fin de semana de disfrute y presencia. Pero me sentía hipócrita haciéndolo, me sentía hipócrita conmigo misma.
El viernes me auto-convencía de la conveniencia de aplicar limites en la infancia y unos días más tarde me encontraba padeciendo la dificultad que tenemos los adultos (me incluyo) para ponernos a nosotros límites. Límites que nos cuiden, que también cuiden al otro.

Fin de semana en Tigre.
Sé que tomo un riesgo contándoles estos otros detalles, menos poéticos, menos sensoriales, pero estoy en una época de mi vida en la que a menudo recuerdo que soy un ser humano mortal, finito. Y me traslado a mis 90 años y me veo recordando este episodio, o acaso este texto, y riéndome. Ah, sí, cómo voy a reírme de todo esto.
Pensaré incluso "cuánta vida. Cuánta vida tenía entonces por delante. O qué tontería perder ese tonel de energía en esas disputas verbales. O qué tontería temer expresar lo humana, falible e insegura que era".
Pienso también que prefiero no ser cómplice de una construcción idealizada. Estoy empezando una relación, por momentos maravillosa, soñada casi, pero también hay piedras. Hay obstáculos, como le dije a Lupe hace unas semanas. Hay dolor, hay temores, hay fantasmas. Hay diferencias que distancian.
Por otro lado, este ingrediente que al comienzo subrayaba no es menor. No al menos si se trata de alguien, o de dos, a quien/es le(s) cuesta hacer cortes... Hacer un corte con un ex habiendo hijos de por medio es un desafío más complejo que con un ex con quien no se comparten responsabilidades de por vida.
Pienso, de todas maneras, que los límites son necesarios. Que recién a mis 35 años he podido apreciar el amor, la madurez que hay en ponerlos.
Que recién a mis 35 años logré desdramatizarlos. Agradecerlos incluso.
Entender que sólo la existencia del límite posibilita el crecimiento. Que sin un marco idóneo hay fenómenos que no suceden; que esos bordes contienen, estimulan, protegen.
Pienso ahora estoy escribiendo de un modo complicado, que alguna de ustedes seguro estará frunciendo el ceño, diciéndose: "¿qué le pico a Inés?"
Pienso que lamento no llegar a todas en todo momento, que lo deseo, que me encantaría que tod@s nos comprendamos y empaticemos de modo perfecto.
Pienso, por último, que quiero encontrar un final redondo. No forzarlo. Quisiera un final feliz. Amoroso. O un final... reflexivo.
Pero no lo tengo tan en claro.
Me voy a tomar un tiempo.
¿Puedo dejar un final abierto?
Fin de semana en Tigre.
No voy a preguntarles qué piensan en relación a mi historia, de la que me reservo los detalles que permitirían opinar responsablemente. Sí me gustaría que me cuenten si algo de lo escrito resuena en sus propias historias. Si los límites o la falta de ellos en relación a terceros alguna vez metió ruido o generó interferencias en su relación de pareja.

PD: Como siempre, para contactarse por privado, me encuentran en FB ¡Muy buen martes!






