Una bici que me lleve a todos lados
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Tendría once años cuando aprendí a andar en bicicleta sin rueditas. No significa que antes de esa edad todavía las usara, no. Es que no tuve una infancia muy ciclista. Andaba en patines o me quedaba en el departamento donde leía, cocinaba, escuchaba música o hacía castillos inmensos para mis muñecas, con sábanas que le sacaba a mamá. Hasta que mi hermana Bea me amplió los límites del espacio de juegos y ofreció enseñarme, entonces supe que la libertad también tenía olor a pasto recién cortado. Con mi compañera Soledad, mi mejor amiga entre sexto y séptimo grado, nos juntábamos a estudiar, pasábamos toda la tarde juntas y recién empezábamos a hablar de los chicos que nos gustaban.
Fue en Puerto Madryn, desde donde escribo ahora, donde usé la bici como medio de transporte. No importaba que fuera invierno o lloviera, un colectivo cada quince minutos era razón suficiente para afrontar cualquier tempestad. Nos volvimos inseparables durante dos años, nada me gustaba más que subir hasta el monumento al Indio Tehuelche y bajar ese camino empinado desde el que se ve toda la ciudad al lado del mar. Dentro de los mejores recuerdos, la bicicleta tiene protagonismo.
Pero en Buenos Aires no me animé a tener una. Me acostumbré a salir con lo mínimo indispensable, a mirar hacia atrás si alguien se acercaba demasiado, a estar con los sentidos alerta por pura prevención. Mi celular y mi netbook robadas me volvieron un poco desconfiada.
Cuando muchos de mis amigos se compraron una, entendí que se estaba generando una especie de fraternidad de la que iba a quedar afuera. Las bicisendas tuvieron bastante que ver en esta comunidad de fans que cada día crece más. Uno a uno los veo caer, se les ilumina la cara cuando me hablan de todos los beneficios de mover las piernas y mejorar la salud, me dicen que las mejores ideas periodísticas y literarias se les ocurren en ese momento. Y yo les creo porque algo parecido me pasaba a mí, durante la actividad física fluyen los pensamientos sin esfuerzo. Si tengo demasiadas ventanitas abiertas en la pantalla de mi mente, me cuesta escribir. Por eso, y porque extraño el placer que me daba pedalear, estoy evaluando superar los miedos y comprar una bici que me lleve a todos lados, como el tema de Shakira y Carlos Vives (que ahora que lo escucho me dan ganas de bailar).
Hace dos semanas fui parte deun tour genial en bici con el que cruzamos el charco para recorrer parte de Colonia del Sacramento, Uruguay. La propuesta cayó en el mejor momento. ¿Andar en bicicleta por Monserrat? ¿Llegar a Plaza de Mayo? ¿Pasar por grandes avenidas? ¿Circular por el empedrado de Colonia? Todo formó parte de la aventura de conocer mejor la historia de dos ciudades, con sus lugares más icónicos.
Después de un breve viaje en ferry, llegar al ritmo tranquilo de la ciudad antigua fue un ejercicio de adaptación, un día fuera de la rutina que me llenó de paz y una sensación parecida a la felicidad, sobre todo cuando pude ver cómo el sol se escondía sobre el mar. Además viajé con amigas, compartí un almuerzo en una mesa larga de una vieja casona con túneles, transformada en restaurante típico, y me reí con las anécdotas de viajes de mis compañeros de tour.
Quedé impresionada por el Casco Histórico de la ciudad, y supe que en 1995 fue declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Nunca había estado en Colonia, es algo tan cercano que no puedo creer que no haya ido antes. Volví agotada y muy contenta, al otro día descansé pero me quedé con una idea que me da vueltas por la cabeza desde entonces: ¿Será el momento de comprarme una bici? ¿Ustedes qué opinan? ¿Les gusta andar en bici por la ciudad? ¿Qué marca recomiendan?





El próximo martes les contaré gran parte de lo que estoy viviendo en el Patagonia Eco Film Fest, y las películas y actividades que voy a disfrutar este fin de semana.
Me pueden escribir a kariuenverde@gmail.com o Kariu en Verde
¡Feliz día para todas las madres!
Les dejo un abrazo grande.
Kariu





