De los tambores de guerra a la paz: cómo se llegó al acuerdo
Con 73 años recién cumplidos sobre sus espaldas, el cardenal Antonio Samoré pasó las navidades de 1978 cruzando, una y otra vez, la cordillera de los Andes, donde por aquellos días soplaban fuertes vientos de guerra. “Veo una lucecita de esperanza al final del túnel”, dijo Samoré, ya en Buenos Aires en aquel tórrido verano, mientras llevaba adelante los primeros y discretos contactos con los gobiernos militares de la Argentina y Chile, contactos en los que conseguiría –por orden el papa Juan Pablo II– frenar un conflicto bélico entre vecinos que entonces parecía inevitable.
Casi seis años después de aquellas gestiones desesperadas, y ya sin aquel mediador afable cuya principal virtud –según coinciden quienes lo conocieron– era la paciencia, pero bajo la conducción de la Iglesia, el gobierno democrático encabezado por Raúl Alfonsín y la entonces todavía vigente dictadura de Augusto Pinochet firmaban en el Vaticano el Tratado de Paz y Amistad entre ambos países, un hito que cuatro décadas después es recordado como uno de los logros más importantes de la diplomacia papal.
Enfrentados durante décadas por la demarcación de más de cinco mil kilómetros de frontera compartida, la Argentina y Chile habían recurrido a un tribunal arbitral a principios de la década del setenta para dirimir la soberanía de las islas Picton, Nueva y Lennox, ubicadas en el extremo oriental del canal de Beagle, entre los océanos Atlántico y Pacífico, frente a Tierra del Fuego. El resultado de aquella iniciativa no fue bueno para el país. En efecto, hacia 1971, los presidentes Alejandro Agustín Lanusse y Salvador Allende habían decidido someterse a un tribunal arbitral de cinco países (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia y Nigeria), que en mayo de 1977 falló en favor de Chile. La Argentina, con el general Jorge Rafael Videla en la presidencia, no aceptó el fallo, lo declaró nulo y comenzó una escalada con movimientos militares y planes de invasión de la zona en disputa que desembocaron en aquella Navidad de 1978, cuando el llamado papal y la presencia de Samoré frenaron un inminente desembarco de la Armada, entonces a cargo del almirante Emilio Massera. La denominada Operación Soberanía quedaba desactivada a horas de su puesta en marcha.
“A último momento, Videla y Pinochet entendieron la urgencia del momento y aceptaron la tabla de salvación que les ofrecía la Iglesia. Massera, por ejemplo, quería ir a la guerra”, sostiene a la nacion Luis María Ricchieri, diplomático de carrera que a partir de 1980 participaría de manera directa, desde la posición argentina, en los trabajos para encontrar una salida negociada para el entuerto entre ambos países.
“Juan Pablo II era un papa joven, vital y con real deseo de intervenir en el conflicto. Pensó que su palabra, en dos países de mayoría católica, iba a ser escuchada”, agrega Ricchieri, trasladado en el mismo 1980 a la embajada argentina en Chile, país en el que –recuerda– “un fuerte sentimiento antiargentino podía sentirse en las calles”.
Estancamiento y tensión
Luego de cientos de reuniones, algunas con ambos representantes, otras por separado, el Papa les entrega, en diciembre de 1980, la propuesta del Vaticano a los contendientes. Chile la acepta de inmediato, mientras la Argentina, con una junta militar en la que había más de una opinión, pide más tiempo.
Comienza un proceso de estancamiento diplomático y tensión apenas disimulada que duraría varios años, con hechos trascendentes que complicarían aún más la negociación: el atentado contra el papa en 1981, que debilitó al sumo pontífice, y la Guerra de Malvinas, que obligó a la Argentina a ubicar en un lugar secundario la lucha por la soberanía de esas pequeñas islas del extremo sur.
El restablecimiento de la democracia en el país y la llegada a la Casa Rosada del radical Raúl Alfonsín, coinciden de uno y otro lado de la cordillera, revivieron las negociaciones y posibilitaron encaminarlas hacia un final feliz. “Alfonsín estaba convencido de que para que la democracia se consolidara debía haber democracia en la región. Y esa vocación de democracia significaba también paz entre los países vecinos. Había que formular, litigar el diferendo para terminarlo. En ese sentido, se debía producir un nuevo tratado”, recuerda Jesús Rodríguez, diputado nacional por la UCR desde 1983 y luego ministro de Economía de Alfonsín.
Un hito esencial
“Con el atentado al papa casi nos quedamos sin negociador, y la Guerra de Malvinas le impide a la Argentina ocuparse. Alfonsín llega, y su decisión es audaz y valiente”, rememoró días atrás el embajador chileno Milenko Skoknic Tapia, miembro del equipo que, a partir de enero de 1984, retomó el diálogo con la Argentina. Se había producido un hito esencial: en ese mes, los cancilleres Dante Caputo y Jaime del Valle, más el secretario de Estado del Vaticano Agostino Casaroli (había reemplazado a Samoré, fallecido en febrero de 1983), se reúnen en Roma y retoman las negociaciones. La Argentina había aceptado, en principio, la propuesta papal, consistente en otorgarle la soberanía de las islas a Chile, pero con salida exclusiva al Atlántico y delimitación repartida de aguas, suelo y subsuelo desde el canal de Beagle hasta el Cabo de Hornos. “Fue un cambio de clima”, recordó el negociador chileno en un encuentro organizado por el Senado.
Con el acuerdo ya casi bajo el brazo, el gobierno de Alfonsín buscó durante 1984 lo que Rodríguez define como la obtención “legitimidad, además de legalidad”. Organiza una consulta popular no vinculante para que la ciudadanía apruebe o desapruebe el tratado, mientras sostiene una intensa campaña de divulgación sobre el acuerdo.
Una gran tarea le cupo a Caputo, que en un ya célebre debate televisivo de dos horas conducido por el periodista Bernardo Neustadt con el senador peronista Vicente Saadi logró sacar ventajas y descartar los argumentos de la oposición, que calificaba de “entreguista” al gobierno radical. Un Saadi confundido, buscando argumentos entre sus papeles, y tildando de “pura cháchara” las posturas del canciller, contrastó con la imagen tranquila y reposada de Caputo, días antes de que una mayoría abrumadora de más del 80 por ciento de la población se expresara en favor del sí.
El 29 de noviembre de 1984, Caputo y Del Valle firmaron en el Vaticano, ante la mirada atenta del cardenal Casaroli, el tratado que le puso fin al conflicto limítrofe. Y aunque la posterior aprobación del Congreso costaría demasiado (la oposición del PJ hizo que en el Senado el sí ganara por un solo voto), el objetivo se cumplió. Un mes después la junta militar chilena, en su papel de Poder Legislativo, dio también su aprobación. El 2 de mayo de 1985 ambos cancilleres intercambiaron, también en la Santa Sede, y con la presencia de Juan Pablo II, los instrumentos de ratificación del tratado.
El 30 de octubre de 2009, al cumplirse 25 años de aquella firma, ambos países sellaron en Chile un nuevo acuerdo, el Tratado de Maipú, rubricado por las entonces presidentas Cristina Fernández de Kirchner y Michelle Bachelet, con el propósito de reforzar la integración y la cooperación en las áreas cultural, social, económica y comercial.
Cuatro décadas después de haberse suscripto el Tratado de Paz y Amistad, las disputas por soberanía entre la Argentina y Chile, que estuvieron a punto de terminar en conflicto armado, son hoy parte de la historia. ß
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