La neurociencia moderna asegura que si antes se creía que las pasiones eran primitivas y destructivas, ahora se comprende que a menudo son sabias
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Si me pidieran que enumerara los principales avances intelectuales del último medio siglo, sin duda incluiría la revolución en nuestra comprensión de las emociones.
Durante miles de años, en el pensamiento occidental era común imaginar que existía una guerra eterna entre la razón y nuestras emociones. La razón es fría, racional y sofisticada. Las emociones son primitivas, impulsivas y pueden llevarnos por mal camino. Una persona sabia utiliza la razón para anular y controlar las pasiones primitivas. Un científico, un empresario o cualquier buen pensador debe intentar ser objetivo y distanciarse de las emociones, como una computadora andante que sopesa las pruebas con cautela y calcula el camino más inteligente a seguir.
La neurociencia moderna ha asestado un duro golpe a esta forma de pensar. Si antes se creía que las pasiones eran primitivas y destructivas, ahora se comprende que a menudo son sabias. La mayoría de las veces las emociones guían la razón y nos hacen más racionales. Es una exageración, pero quizá una perdonable, decir que se trata de un giro que podría estar a la altura de la revolución copernicana en astronomía.
El problema es que nuestra cultura y nuestras instituciones no se han puesto a la altura de nuestros conocimientos. Seguimos viviendo en una sociedad excesivamente obsesionada con la capacidad intelectual bruta. Nuestras escuelas clasifican a los niños en función de su capacidad para obtener buenos resultados en los exámenes estandarizados, menospreciando el tipo de sabiduría que alberga el cuerpo y que es igual de importante para desenvolverse en la vida.
Nuestros modelos económicos se basan en la idea de que los seres humanos son criaturas racionales que calculan fríamente su propio interés, y luego nos sorprendemos cuando los inversores se lanzan al frenesí de una burbuja bursátil.
Mucha gente está alejada de su propia vida interior porque no sabe cómo funcionan sus emociones. Veo toda la tristeza y mezquindad del mundo y concluyo que no somos buenos construyendo conexiones emocionales sanas.
¿Qué nos ha enseñado la neurociencia moderna? Bueno, las cosas se pusieron realmente en marcha en 1994, cuando Antonio Damasio publicó su clásico libro El error de Descartes. Damasio había estudiado a pacientes que tenían problemas para procesar las emociones. No eran superinteligentes Spocks. Eran incapaces de tomar decisiones y sus vidas giraban en espiral. Damasio demostró que las emociones asignan hábilmente valor a las cosas, y sin saber qué es importante, o qué es bueno o malo, el cerebro se limita a dar vueltas sobre sí mismo. Las emociones y la razón son un sistema integral para una buena toma de decisiones.
Desde entonces, los neurocientíficos se han lanzado de lleno al estudio de las emociones. Ahora entendemos mejor cómo se forman y qué hacen por nosotros. Para simplificar un poco, por debajo de la conciencia, el cuerpo reacciona constantemente a los acontecimientos que lo rodean: el corazón se acelera o se ralentiza, la respiración se acorta o se alarga, el metabolismo ronronea o ruge. Muchas de estas reacciones se producen en el sistema nervioso entérico del tracto gastrointestinal, a veces llamado “el segundo cerebro”. En ese sistema hay más de varios cientos de millones de neuronas; el 95 por ciento de la serotonina, un neurotransmisor, está ahí.
Cada segundo de cada día, el cerebro controla las señales que envía el cuerpo y se apresura a asignarles un significado. ¿Este conjunto de respuestas corporales es nerviosismo? ¿Ansiedad? No. ¡Es terror!
El cuerpo se pone en marcha y la mente construye una experiencia emocional. Parece que nos asustamos y empezamos a huir del oso. Pero, como intuyó brillantemente el psicólogo William James hace más de un siglo, es más exacto decir que empezamos a huir del oso y luego nos asustamos.
Las emociones nos ponen en el estado mental adecuado para que podamos pensar con eficacia sobre la situación en la que nos encontramos. Como dijo el neurocientífico Ralph Adolphs a Leonard Mlodinow para su libro Emocional, “una emoción es un estado funcional de la mente que pone a tu cerebro en un modo particular de operación que ajusta tus objetivos, dirige tu atención y modifica los pesos que asignas a varios factores mientras hacés cálculos mentales”.
En otras palabras, las emociones inclinan la mente en una dirección u otra según las circunstancias. La indignación nos ayuda a concentrarnos en la injusticia. El asombro nos motiva a sentirnos pequeños en presencia de la grandeza y a ser buenos con los demás. La euforia nos pone en disposición de asumir riesgos. La felicidad hace que las personas sean más creativas y flexibles. La repulsión nos prepara para rechazar comportamientos inmorales. El miedo ayuda a amplificar nuestros sentidos y a mejorar nuestra atención. La ansiedad nos pone en un estado de ánimo pesimista, menos propenso a correr riesgos. La tristeza mejora la memoria, nos ayuda a hacer juicios más precisos, nos convierte en comunicadores más claros y más atentos a la justicia.
Como escribe Lisa Feldman Barrett en su libro La vida secreta del cerebro, “se podría pensar que en la vida cotidiana, las cosas que vemos y oímos influyen en lo que sentimos, pero casi siempre es al revés: que lo que sentimos altera lo que vemos y oímos”.
El neurocientífico John Coates ha observado que el cuerpo es “una eminencia gris, que se sitúa detrás del cerebro, aplicando eficazmente presión en el punto justo, en el momento justo, para ayudarnos a prepararnos para el movimiento”. Pero Coates también sabe que a veces nuestras emociones hacen las cosas mal y nos ponen en un estado mental autodestructivo. Antes de ser neurocientífico, fue operador de Wall Street en Goldman Sachs, Merrill Lynch y Deutsche Bank. En su brillante libro de 2012, La biología de la toma de riesgos, describe cómo los mercados alcistas podrían cambiar la mentalidad emocional de los operadores.
Además, como lo primero que hace un mercado alcista es confirmar las creencias de los inversores, los beneficios que estos obtienen se traducen en mucho más que simple codicia, ya que dan lugar a poderosos sentimientos de euforia y omnipotencia. A esta altura, los agentes de bolsa y los inversores tienen la sensación de liberarse de las cadenas de la vida terrenal y comienzan a ejercitar sus músculos como superhéroes recién nacidos. La evaluación del riesgo es sustituida por juicios de certeza, pues ellos saben con seguridad lo que va a ocurrir; los deportes de riesgo les parecen juegos de niños y el sexo se convierte en una actividad competitiva. Hasta andan de otra manera, más erguidos, más resueltos, su porte mismo en una señal de peligro y su expresión corporal parece decir: “No te metas conmigo”.
La testosterona estaba fluyendo. La dopamina llegó a raudales. Este es el tipo de mentalidad que produce burbujas y alguna que otra crisis financiera mundial. La euforia precede a la caída.
¿Cómo pueden los operadores hacer su trabajo sin que el sistema financiero mundial se vaya de picada? La respuesta no es reprimir las emociones. Los que toman decisiones necesitan emociones para asumir riesgos y aventurarse. Los operadores necesitan sentir el mercado en su cuerpo y utilizar sus emociones para intuir qué señales de las pantallas de sus computadoras pueden ignorarse sin peligro y cuáles son advertencias serias que exigen atención.
Lo que necesitan es autoconciencia emocional. Las investigaciones de Coates y otros demuestran que los operadores eficaces son hipersensibles a los cambios físicos, por ejemplo, a las variaciones de los latidos de su corazón. En otras palabras, son excepcionalmente buenos en la evaluación emocional: ¿qué me está diciendo mi cuerpo y es útil o exagerado? No reprimen o dominan sus emociones, sino que mantienen una conversación con ellas. El acto de verbalizar una emoción es una gran manera de ponerla en perspectiva, como comprendió Shakespeare al escribir Macbeth: “Dale al dolor palabras, que el quebranto, que no habla fuerte, al corazón murmura y le manda romper”.
Uno de mis métodos favoritos para la gestión emocional procede del estudioso de las emociones de Yale, Marc Brackett, llamado método RULER. Con este, Brackett enseña a las personas a reconocer, comprender, etiquetar, expresar y regular sus emociones. (Su libro de 2019, Permiso para sentir, es una guía a través del proceso).
Mi punto central es que necesitás ser un gran atleta emocional para tomar las grandes decisiones de la vida. Necesitás ser lo suficientemente apasionado para sentir y lo suficientemente astuto para entender tus sentimientos. La vida no es una serie de problemas de cálculo. La vida se trata de movimiento: saber desplazarse por diferentes terrenos y circunstancias. Las emociones guían el sistema de navegación. Como escribe Mlodinow en Emocional, “Aunque las puntuaciones del coeficiente intelectual pueden correlacionarse con las capacidades cognitivas, el control y el conocimiento del propio estado emocional es lo más importante para el éxito profesional y personal”.
Siempre hemos sabido que las emociones son fundamentales en el arte de la conexión humana (lo que no quiere decir que siempre se nos dé bien). Ahora entendemos que las emociones también son cruciales para ser una persona racional y eficaz en el mundo.
Y, sin embargo, la mayoría de nosotros somos emocionalmente inarticulados. Si vas a contratar a alguien, casarte, entablar amistad, dirigir o entrenar a otro, ¿no deberías conocer su afecto central, la línea de base emocional que ha llevado a lo largo de su vida? ¿No deberías conocer su perfil emocional, la forma distintiva en que construyen sus emociones en diversas circunstancias? ¿No deberías saber cómo disciernen, etiquetan y expresan sus emociones? Cuando se despide a alguien, rara vez es por falta de habilidades técnicas; casi siempre es porque no se le puede entrenar, tiene problemas de ira o es un mal compañero de equipo. En otras palabras, carecen de habilidades emocionales, un hecho que a menudo no se detecta en el proceso de contratación.
Algunas personas son mejores atletas emocionales que otras, pero no estoy seguro de que sepamos cómo evaluar estas habilidades o de que seamos buenos enseñándolas.
Esta semana he visto en YouTube dos mítines de la campaña presidencial, el de Kamala Harris en Nevada y el de Donald Trump en Montana. La diferencia entre los perfiles emocionales de los dos candidatos no podía ser más marcada. Harris estaba exuberante, alegre, un volcán de emociones positivas, incluso cuando hablaba de ser fiscala. Trump era combativo, aguerrido, indignado, un volcán de emociones negativas, incluso cuando hablaba de lo mucho que lo quiere su público.
Ser presidente consiste en tomar decisiones. Me encantaría saber cómo los estilos emocionales opuestos de los candidatos pueden influir en su toma de decisiones. Me encantaría que pensáramos más detenidamente qué estilo emocional se adapta mejor a nuestras circunstancias en Estados Unidos. Me encantaría vivir en una cultura que pudiera hablar de las emociones con el aprecio, la sofisticación y el nivel de detalle que se merecen.
Por David Brooks.
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