Como si no hubiese pasado una década
Ese fin de semana, "Robo para la corona", el libro de Horacio Verbitsky que describe los casos de corrupción más escandalosos y menos conocidos del menemismo, figuraba en el primer lugar en la lista de los más vendidos.
Ese domingo, River Plate derrotó a Gimnasia y Esgrima La Plata por 3 a 2 y Newell´s se impuso a Racing por 1 a 0. Los dos compartían la punta de la tabla de posiciones con 7 puntos, después de cuatro fechas disputadas.
Ese martes, a las 17.15, se registró la temperatura más alta de la jornada, con 30°2, lo que representaba un promedio térmico superior en 5 grados al estimado como normal para la fecha.
Ese día, 17 de marzo de 1992, a las 14.47, una bomba destruyó la sede de la embajada de Israel en Buenos Aires y dejó a los argentinos horrorizados y perplejos.
El entonces presidente, Carlos Menem, estaba tan desorientado que su primera reacción fue atribuir el hecho a "los nazis argentinos que se ven totalmente acorralados". La acusación apuntaba a "los resabios fundamentalistas", en obvia referencia a los carapintadas.
Su segunda reacción fue proponer la pena de muerte. "Son bestias; bestias que no merecen vivir. Son bestias sueltas aquí y en cualquier lado", machacó.
"El desconcierto era total", recuerda hoy León Arslanian, entonces ministro de Justicia. "Se tejían las más variadas hipótesis, algunas francamente descabelladas", admite.
Después de los carapintadas, el gobierno acusó a una terrorista alemana, Andrea Martina Klump, integrante de la Fracción Armada del Ejército Rojo. Y hasta el ministro del Interior del Uruguay, Juan Andrés Ramírez, dijo que cuatro días antes del atentado una mujer alemana, cuyos rasgos se parecían a los de Klump, pasó por su territorio. El gobierno se desmintió a sí mismo mediante una declaración del entonces ministro del Interior, José Luis Manzano, a las pocas horas.
El 23 de marzo se terminaron las especulaciones sin fundamento: la Jihad Islámica, brazo armado de la agrupación pro iraní Hezbollah, se atribuyó el ataque en un comunicado que dio a conocer en Beirut, junto con una supuesta filmación del frente de la embajada minutos antes del estallido.
La Jihad dijo que se trataba de una represalia por la muerte del jeque Abbas Musawi, su esposa y su hijo, durante un ataque realizado por un helicóptero israelí el 16 de febrero de ese año.
En el mundo
La Argentina se había convertido así en escenario de un conflicto bélico internacional. Hasta ese momento, cuando se hablaba de terrorismo se pensaba en los ataques de la guerrilla durante los años 70 y en la represión ilegal de las Fuerzas Armadas.
Hace diez años el cuco del terrorismo mundial se llamaba Saddam Hussein y ni una guerra liderada por los Estados Unidos -a la que la Argentina apoyó con el envío de un par de buques- logró que dejara el poder en Irak.
El nombre de Osama ben Laden, la cara del terror en la actualidad, no aparecía en las páginas de los diarios del mundo en 1992. Tras los atentados del 11 de septiembre pasado, Estados Unidos hizo una guerra en Afganistán para capturarlo. Y tampoco tuvo éxito.
El ministro de Economía, Domingo Cavallo, defendía su programa de convertibilidad, creado un año antes para terminar con la hiperinflación.
"Se equivocan los que ponen en duda la paridad cambiaria", sentenciaba en una entrevista con LA NACION.
Procuraba, además, un rápido acuerdo con los bancos extranjeros tenedores de títulos de la deuda externa. "Nuestra posición es muy simple: podemos llegar a un acuerdo dentro de las restricciones fiscales, claramente definidas y comprometidas en la ley de presupuesto", prometía.
Nada era tan simple: la Comisión de Pastoral Social del Episcopado le manifestó a Cavallo, el 18 de marzo de 1992, su preocupación "por la falta de signos alentadores para los pobres y los jubilados". Como si diez años no hubieran pasado.
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