Es día de compras y trámites. Julio Villagarcía se prepara para ir afuera. Se pone el barbijo, saluda a sus hijas, a su mujer y toma la lista de pedidos. No, no es una. Son varias listas. Sale y vuelve a notar que el aire de la mañana no es el de antes. Piensa que hay que correr pocos riesgos, que es mejor hacer todo rápido. Pero sabe que las filas del supermercado y del centro para pagar las facturas son larguísimas. El mundo exterior solía ser más agradable: las sonrisas compartidas en la vereda, alguna charla desinteresada con un vecino, algún apretón de manos.
Ahora, en épocas de pandemia, lo agradable comienza cuando vuelve al edificio de Belgrano en donde es el encargado. A pesar del coronavirus , a pesar de la distancia social.
"Estela, me debe diez pesos: la voy a poner en la lista negra", le dice Julio, aún con su tapaboca, a la señora de 82 años que segundos antes le abrió la puerta de su departamento con una sonrisa de oreja a oreja. Los dos se ríen. Él le da la bolsa con peras, ella responde "Están joya, gracias!". Después hablan sobre cómo está la calle, el día, los días.
"Ayudo a los abuelos a hacer las compras y les pago los impuestos. Saben que pueden contar con alguien que les da una mano en esta situación que no esperábamos" explica Julio a LA NACION y hace referencia así a las nuevas rutinas. Ese afuera que es más hostil con el llamado "grupo de riesgo", como lo llaman los especialistas, y que para Julio son "los abuelos" del edificio de la calle Monroe.
Entre tareas de mantenimiento, el trabajo en equipo con su mujer y sus hijas en la vida familiar, Julio se asombra un poco de que su historia quiera ser contada. Es entonces que revisa la lista del vecino del cuarto piso, toca el timbre, comparte bromas.
La confianza
Apenas comenzó la cuarentena y ante la gran cantidad de casos graves de Covid-19 entre adultos mayores, Julio decidió darles una mano a quienes no tenían un familiar cerca.
Esa solidaridad que se da de manera espontánea es a la que apuntó el programa de voluntariado para la tercera edad instrumentado desde la Ciudad y que reforzó la semana pasada con una medida que resultó polémica para algunos. "Si tienen que salir de casa a hacer un trámite, llamen al 147 y los vamos a ayudar y a convencer de que no tienen que salir", fue el lema de los funcionarios.
"Los mayores del edificio no se quejaron por la medida. No se quieren enfermar y entienden que buscan ayudarlos", opina Julio. A veces, la ayuda que se le puede dar a otro es tan simple, respetuosa y nada intrusiva como preguntar: "¿Qué necesita?". Y eso es lo que hace Julio dos veces por semana, cuando sale con las listas propias y ajenas.
Estela Gamondés, la vecina de 82 años, relata que de la cuarentena rescata algo muy positivo. "Esto está creando lazos nuevos, que son sumamente valiosos. Julio me está conociendo más a mí -explica-. Y yo lo estoy conociendo más a él. Me llena de orgullo su ayuda, así como la que recibo de mis sobrinas que están pendientes con un grupo de WhatsApp y se ocupan de otros trámites".
Julio, hijo de un papá tucumano y una mamá correntina, se crió en Buenos Aires y ya hace 10 años que vive y trabaja en el edificio de la calle Monroe. Llegó a ser el encargado porque antes paseaba a los perros de varios de los vecinos.
"Me confiaban a sus mascotas y las llaves del edificio. Esa confianza se hace si tenés conducta. Cuando se quedaron sin encargado me ofrecieron a mí el trabajo. Yo les digo a mis hijas que las oportunidades se presentan cuando tenés conducta y respetás al otro. Es simple", explica.
Pero ese ida y vuelta no es solo entre él y los vecinos a quiénes les da una mano. Julio cuenta que en el edificio también vive gente joven que ofrece su ayuda a los más grandes. "Ponen cartelitos en el ascensor por si alguien necesita algo. En este edificio no hay problemas: somos como una gran familia. La verdad, 11.000 puntos", sonríe.
La seguridad ante todo
La cuarentena flexibilizada va cambiando la rutina del edificio y de Julio. Esta semana se habilitaron más actividades y el consultorio de genética del cuarto piso ya abrió. Antes que alarmarse por nuevas visitas, Julio celebra la vuelta de una fuente de trabajo.
"Solo hay que extremar las medidas de limpieza. Alcohol y lavandina. Limpiar los pisos, el ascensor, las barandas, puertas", dice.
Por ejemplo, esta semana recibieron los nuevos matafuegos. "Nosotros nunca dejamos de trabajar, la seguridad ante todo. Cuando vinieron los muchachos los recibí tomando distancia, vinieron con barbijos, un saludo a lo lejos y a seguir trabajando", explicó sobre su protocolo ante las visitas siempre urgentes y necesarias.
"Hay que cuidar a la gente grande que vive acá. A todos. Y yo también me tengo que cuidar para no contagiarlos ni a ellos ni a mi familia", cuenta, a punto de empezar su descanso vespertino.
La familia
Con un tornillo, Julio termina de arreglar la silla que se le había roto a una de las vecinas. "Va a cumplir 91 años, imagínate si no le voy a arreglar la silla. Es la única que usa y en la que se siente segura y cómoda", explica. Después cambiará alguna bombita, arreglará alguna pérdida de una canilla, hasta llegar al descanso sagrado del mediodía. Pero las actividades no terminan.
Su mujer, Mirtha Irala, de 36 años, es encargada en dos edificios. Así que al mediodía él cocina y cuando ella llega almuerzan juntos. Un pequeño descanso y luego Mirtha se va a trabajar al segundo de los edificios. "Nos vamos organizando", dice.
Sus dos hijas, de 10 y 15 años, también colaboran con la nueva rutina familiar, aunque están muy atareadas con las clases virtuales y los deberes del colegio. Pero no son las únicas que deben ocupar alguna sala de Zoom.
"Mirtha está terminando la secundaria este año, el año que viene va a seguir con alguna carrera universitaria. No hay que dejar. Yo solo hice el secundario, tenía que trabajar, no me dieron los tiempos. Por eso nos ayudamos en casa entre todos", señala sonriente y orgulloso.
"Con mi mujer somos un poco maestros también. Les damos una mano a las chicas con las tareas. Yo la ayudo a Mirtha con materias como Filosofía, que me gustan y vi en el secundario. No es fácil, ojo", comenta.
Si bien sus dos hijas están pasando por etapas muy diferentes, Julio asegura que ellas entienden que hay que respetar la cuarentena, aunque extrañen a sus amigos y costumbres. "Cuando empezó el aislamiento compramos unos juegos de mesa, pensando que tendríamos tiempo para jugar", se ríe, y admite que ahora la lotería está arrumbada en algún rincón de la casa.
Lo previsible en medio de una pandemia
Al caer la noche, Julio repasa las listas para el siguiente día. La comida especial para el gato de la vecina del tercero, el pescado para la del segundo, algún trámite más y listo. Admite que a veces piensa mucho en estos nuevos tiempos en los que el virus acecha. "Todo es imprevisible. Lo que hoy es seguro, mañana no. El encierro a veces te pone un poco mal, pero son momentos, como tiene todo el mundo".
Al día siguiente, dice que no hay tiempo para pensar mucho, que hay cosas que hacer, que lo único previsible es el día a día. Agarra el barbijo negro, y sonriente se prepara para salir. Antes, cuenta su secreto: "Además de dar una mano, me doy una mano a mí porque me hace bien. Cuando la otra persona te mira, solamente con la mirada ya te agradece. El otro se siente bien, y te sentís bien vos. Me siento útil. La solidaridad nos hace bien a todos".
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