
suicidio
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El Día Mundial para la Prevención del Suicidio, que se celebra todos los 10 de septiembre, tiene como objetivo centrar la atención en el tema, reducir el estigma y crear conciencia entre el gobierno y la sociedad en su conjunto dando el mensaje singular de que el suicidio se puede prevenir.
La ignorancia es la base del prejuicio, y en el ámbito de la salud mental se convierte en discriminación que ha perturbado a diferentes grupos de personas a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque hubo épocas y sociedades más o menos comprensivas, el estigma por padecer una enfermedad mental continúa al día de hoy a pesar de los esfuerzos de psiquiatras y psicólogos por difundir información y concientizar a la sociedad.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) difundió recientemente un comunicado en el que advirtió sobre una crisis de salud mental a nivel mundial debido a la alta prevalencia y las dificultades de acceso de las personas a la atención. Se estima que una de cada tres personas puede padecer algún tipo de trastorno o padecimiento psiquiátrico a lo largo de su vida. El estigma, en este sentido, es la carga social que sufren quienes padecen estas afecciones, un peso que los lleva a ocultar su sufrimiento y a no buscar ayuda por vergüenza o miedo a ser juzgados.
Por otro lado, hay otro estigma, un obstáculo adicional que agrava el problema: el estigma hacia los psiquiatras, la psiquiatría y las instituciones especializadas. La percepción negativa de la especialidad y de quienes la ejercen se arraigó en la sociedad.

Incluso términos como “manicomio” tienen una connotación negativa, a pesar de que por etimología la palabra tiene intrínsicamente un significado de acción solidaria y altruista. Su origen proviene del griego “manía” (locura) y “komein” (cuidar), significando un lugar para cuidar a los que sufren de manía o locura. Hace más de 600 años, el sacerdote mercedario Juan Gilabert Jofré fundó el primer manicomio en Valencia con la noble intención de brindar cuidado y protección a los enfermos mentales. Sin embargo, con el paso del tiempo el término adquirió una asociación de encierro, deshumanización y abandono.
Esta percepción distorsionada es a menudo alimentada por ciertas ideologías, incluso dentro de campos intelectuales y especializados como la sociología o la psicología, que desconfían o directamente niegan los avances de las ciencias, medicina y psicología científica. Desconocer este progreso científico en el estudio del cerebro y su funcionamiento lleva a una visión sesgada y anticuada de la psiquiatría.
Este doble estigma genera desconfianza hacia la medicina y la psiquiatría. Esto las aleja de la posibilidad de buscar atención o ayuda, ya que perciben a los médicos y las instituciones como peligrosos o malintencionados. El ejemplo más inquietante y dañino para la percepción que pueda tener la comunidad al respecto es la frase en la Ley de Salud Mental 26.657 que dice directamente que la medicación no debe usarse como castigo, cuando los medicamentos, cualquiera sean, son para tratar enfermedades que lo requieran.
Pensemos en el siguiente contraste: si alguien siente un dolor en el pecho, concurre al hospital a ver a un médico de inmediato por miedo a un infarto. Espera que le realicen estudios e incluso acepta ser internado si es necesario. En cambio, si alguien sufre síntomas de depresión o ansiedad, la reacción no es la misma. La vergüenza a ser etiquetado con enfermo mental o a ser visto como “débil” prevalece. En casos de enfermedad mental severa, la búsqueda de atención médica solo ocurre cuando la vida de la persona o de otros está en riesgo, y a menudo la familia, amigos o incluso la policía deben intervenir.
El doble estigma genera una barrera para quienes padecen enfermedad mental y sus familias al no propender a la búsqueda de ayuda profesional. Por eso, informar y educar a la sociedad en su conjunto es crucial para facilitar que las personas recurran a la atención médica y psicológica. Educar, desmitificar y fomentar la empatía para construir una sociedad más sana y comprensiva.
*El autor es presidente de la Asociación Argentina de Psiquiatras (AAP), jefe de Docencia e Investigación del Hospital José T. Borda y docente de la Facultad de Ciencias Médicas de la UBA.


