En el pasaje Bollini convivieron malevos, quinteros y feriantes
Por la epidemia de cólera, 300 inmigrantes que ocupaban un "asilo provisional" en el barrio de Palermo, fueron trasladados en 1874 a terrenos de la quinta Bollini, que se extendía desde Chavango (primer nombre de la avenida Las Heras), a la altura de Sánchez de Bustamante, hasta la actual calle Paraguay.
Fue un hecho desencadenante en la historia del pasaje Bollini, porque esos europeos y sus descendientes dieron forma a la zona. Vivían en casas precarias, levantadas por ellos mismos, y explotaban pequeñas chacras, lo que derivó en la venta ambulante de frutas y hortalizas. Al formalizarse en puestos, dio lugar a que también fuera conocido como Calle de la Feria.
Hacia comienzos del siglo XX, a los laboriosos extranjeros se sumaron locales mal acostumbrados, dados a horas y hechos nocturnales y poco dispuestos a levantarse ni siquiera tras el tercer canto del gallo.
La fama del malevaje la evocó Jorge Luis Borges en su "Evaristo Carriego" (1930). Tomó en cuenta la proximidad con la Penitenciaría (Coronel Díaz y Las Heras) y los "hombres furtivos que se llamaban silbando", para recordar que ese vasto espacio tuvo una significativa denominación: Tierra del Fuego.
En 1887 se oficializó el nombre de pasaje Bollini para las dos cuadras limitadas por las calles French al 2900 y Pacheco de Melo a la misma altura. Los moradores de esa época eran quinteros y elaboradores de vinos, que habitaban casas modestas, y entre sus hábitos estaban el picado, que se disputaba en la misma callejuela, el mate en la puerta y el festejo del Carnaval. En muchas temporadas fue amenizado por una trifulca resuelta a punta de cuchillo.
De ayer a hoy
En 1980 comienza la historia moderna del pasaje. Los 200 metros -con su característico empedrado y sus veredas angostas que sólo permiten el paso de una persona por vez- comenzaron a cambiar de fisonomía al instalarse pubs y restaurantes.
En forma simultánea, las precarias viviendas fueron sustituidas por edificaciones de buen porte, ajustadas al tono colonial del pasado. Se lo advierte en los faroles de algunas fachadas, los portones y ventanales con herrajes y el colorido primigenio de paredes y techados. En Bollini 2281, en 1983 se inauguró el local que llegaría a ser el máximo referente, La Dama de Bollini, un bar en el que se asocian la bohemia y una seductora decoración.
Su propietaria, Cecilia Leoni, quiso que fuera algo más. Empezó por organizar exposiciones de pintura en la calle, la primera, auspiciada por la municipalidad (intendencia de Julio César Saguier), de la que participaron figuras de la talla de Guillermo Roux, Raquel Forner, Raúl Soldi y Pérez Celis.
Promover y preservar
La animosa empresaria consiguió en 1988 la personería jurídica de la Fundación Pasaje Bollini, que actualmente preside y cuyo objetivo es la promoción de las artes plásticas y la preservación de las características originales de la arteria.
"Un año después obtuvimos del ex intendente Facundo Suárez Lastra la peatonalización, para lo cual se colocaron cadenas, pero al poco tiempo la misma municipalidad dejó sin efecto la medida", dice. Desde entonces, la fila de autos estacionados es parte del paisaje.
Desde su nacimiento, La Dama de Bollini ha sido ámbito expositor de grandes firmas, pero también de concursos de plástica, otorgamiento de becas a artistas, conferencias, presentaciones de libros y recitales. Frecuentaron el bar Borges, Olga Orozco, Alberto Girri, Florencio Escardó y Fermín Estrella Gutiérrez, entre otros.
Un problema que se vivió en los 90 fue la proliferación de bailantas que devaluaron las propiedades. "Pero en los últimos años, el panorama mejoró. Los propietarios respetan el estilo tradicional, salvo tres casas antiguas que están convertidas en garajes", señala Leoni.
Los trabajos de restauración más recientes, en 1999, limpiaron los adoquines, a los que se quitó el vetusto alquitrán, uno por uno. De dilatada y rica trayectoria, el pasaje Bollini conoció diversas etapas. A la inmigración, llevada por la peste, sucedió el malevaje , y por último la bonhomía de un oasis, a salvo del mundanal ruido. Y en donde tampoco faltan el arte y la cultura.
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