"Argentina es un país de oro", asegura Shinzo Tawata. Tiene 87 años, sus ojos han visto todo y su rostro transmite sabiduría. Vino al país en 1950, tras la Segunda Guerra, en la que Japón peleó del lado alemán y fue devastado. "La última batalla fue en Okinawa. Cincuenta días después no tenía más casa, campo, ni escuela. No había edificios, se quemó todo. Entonces no había lugar para vivir, nada. Más de 270 mil personas murieron. No tenía esperanzas para el futuro. Entonces me vine a Argentina", cuenta en un castellano precario.
Primero fue a Pilar, donde vivía un tío. Luego trabajó por su cuenta en una quinta de verduras en Escobar y le fue bien económicamente. Se casó con una japonesa y tuvo cuatro hijos. El mayor tiene un supermercado, el segundo es militar, el tercero almacenero y la cuarta se casó con un japonés, floricultor. Sus hijos le dieron diez nietos, que según dice hablan japonés bastante bien.
Si bien la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial tuvo un desempeño económico desastroso, plagado de crisis, y Japón se convirtió en una potencia mundial, Shinzo está contento con la decisión que tomó: "Prefiero acá. Allá el territorio es muy chico y hay muchos habitantes. Uno quiere hacer algo, tener una propiedad grande y no puede. Por más que trabaje y trabaje y economice, no puede. Acá, trabajando bien, se hace mucho capital. Estoy contento, tuve una muy buena vida. Mis hijos y nietos están bien", asegura con entusiasmo.
En el año 29 llegaron a Escobar las primeras tres familias niponas: los Isaki, los Honda y los Gashu. Este último fue un pionero del cultivo de flores cortadas. Hasta ese momento, en Buenos Aires las flores se vendían solo en macetas. Y este hombre fue el que introdujo los primeros cultivos de rosas, crisantemos y claveles.
Kuhei Gashu era un hombre preparado, que recorrió el conurbano bonaerense buscando terrenos. Llegó, miró la planimetría y descubrió que Escobar es uno de los lugares más elevados de la zona norte y tiene tierra fértil, por lo que decidió quedarse allí. Y comenzó a reclutar a paisanos para que se sumaran a la aventura.
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En Argentina, a diferencia de Perú, Brasil y Hawai, nunca hubo una inmigración japonesa masiva, los nipones llegaban convocados por paisanos que estaban en el país. Y así como quienes se radicaron en Capital (en su mayoría de la isla de Okinawa) se dedicaron a la tintorería porque los primeros que llegaron eran tintoreros y les comunicaron su saber, en Escobar los que vinieron primero cultivaban flores y les dieron trabajo a los demás.
Trabajar la tierra todos los días
Mientras come un plato de udon (sopa de fideos) durante una animada feria de la Asociación Japonesa de Escobar (AJE), Humberto Koike cuenta que su padre llegó al país en el año 30 para trabajar en la quinta de Gashu, que tenía una florería en Cabildo y Carranza y además se dedicaba al cuidado de jardines. "Mi papá, Shichiro, era de la provincia de Ibaraki, al norte de Tokio. Estudió Agronomía y se especializó en el cultivo de verduras. Uno de los profesores, que había visitado en el año 25 Brasil y Argentina, le dijo que el país contaba con grandes extensiones de tierra y que tenía un futuro muy importante, muy promisorio", relata Koike, haciendo gala de la proverbial amabilidad japonesa.
"Mi abuelo le decía que no viniera, porque mis antepasados eran samuráis y en la época del emperador Meiji (1868-1912) recibieron una cantidad de tierra considerable. Ellos tenían dos o tres hectáreas, que para Japón es un montón de tierra", recuerda Humberto. Finalmente, el joven viajó a la Argentina con la condición de que a los diez años iba a volver. Pero justo comenzó la Segunda Guerra y no pudo hacerlo. El viaje se hacía en barco, duraba entre 45 y 60 días y se realizaba escala en Africa.
Shichiro no sabía el idioma y llegó al país en una época difícil, por la crisis económica del 30. "Mi papá contaba que venía gente a trabajar por la comida y que se trabajaba todos los días. El fue capataz de Gashu, pero vivía en una covacha y no tenía un lugar para bañarse, se tiraba un balde con agua", cuenta Humberto, que se recibió de ingeniero industrial y trabajó varios años en Acindar.
Cuando llegó, el padre de Humberto se encontró con inmigrantes de la misma provincia que tenían una quinta de verduras de 20 hectáreas en Burzaco, con 50 peones. Tenían dos hectáreas de lechuga, tres de tomate y él no lo podía creer, acostumbrado a las dimensiones que se manejaban en Japón. Como no sabía trabajar a esa escala, dedicó a cultivar flores. Trabajó seis años en la quinta de Gashu y después se independizó. Le daban casa y comida, así que todo el sueldo lo ahorraba. Con eso pudo comprar un terreno con casa y empezó a trabajar por su cuenta. Entonces pudo casarse con Shige Funabashi, una chica japonesa a quien conoció por carta, ya que se trató de un matrimonio arreglado por los padres de ambos en el Lejano Oriente.
"Creo que las que más sufrieron fueron las mujeres, porque los hombres salían a trabajar y se podían comunicar y aprender el idioma. Mi mamá estaba todo el día encerrada en la casa. No teníamos coche, mi padre iba en carro al mercado a vender las flores. Después de la guerra, a los floricultores les fue mejor y contrataron camiones y vendedores", recuerda Koike, quien en su juventud jugaba al béisbol y recibió el Olimpia de plata de este deporte en 1987.
Antes de la Segunda Guerra, estaba mal visto que los japoneses se casaran con alguien de fuera la colectividad, pero luego ese mandato se fue diluyendo. Humberto se casó con una hija de japoneses y sus hijas también se casaron con descendientes de nipones. Koike tiene siete nietos y la mayor, de 22, tiene novio argentino.
En esas épocas, en Escobar no había mercado de concentración de flores, que se vendían en Retiro. La gente cargaba las canastas y las llevaban en tren hasta la terminal. En el año 42 decidieron formar junto a italianos y portugueses una cooperativa de floricultores y pusieron un mercado en Corrientes y Acuña de Figueroa, donde ahora hay un templo evangélico. Hoy, los descendientes de japoneses ya casi no se dedican a la floricultura. En los 90 empezaron a llegar flores de Ecuador y Colombia, donde hay grandes productores, de una excelente calidad. Algunos descendientes todavía cultivan flores, pero en la zona sur del Conurbano.
La historiadora Cecilia Onaha, especialista en inmigración japonesa en el país, asegura que la floricultura fue una de las áreas de contribución más importantes de la colectividad. "No se trató solo de la producción de flores de corte y plantas, sino que dentro de las comunidades de productores japoneses hubo una inquietud por el estudio e investigación, el desarrollo de nuevas variedades, las mejoras en fertilizantes y otros productos químicos y aspectos técnicos vinculados al riego. Sus aportes fueron importantes en el desarrollo de esta producción que incluso determinó el inicio de la exportación al exterior", señala la experta.
"A nivel cultural - simbólico, la comunidad japonesa donó en 1967 a la ciudad de Buenos Aires el Jardín Japonés, que es hoy uno de los lugares turísticos de la ciudad, de visita recomendada", afirma Onaha.
La herencia de los pioneros
"En general, a los japoneses que vinieron acá y trabajaron les fue bien y pudieron mandar a sus hijos a la universidad, que hoy mismo en Japón no es para todos. Mis dos hijas son fisioterapeutas", remarca Humberto, rodeado de viejas fotos en blanco y negro que muestran cómo el edificio de la asociación funcionó como escuela para los chicos nipones.
Alfredo Hiki, presidente de la AJE, cuenta que su padre, Masaharu, llegó de Japón (provincia de Kanawa) en 1957, a los 25 años. "Le costó mucho, tuvo que trabajar fuerte, lo agarraron los golpes económicos que tuvo el país, pero pudo salir adelante. Pudo visitar a los hermanos que le quedaban en Japón y a la vuelta nos dijo: ‘Yo quiero morir en Argentina’. Se había acostumbrado al ambiente, que es mucho más amigable. La sociedad japonesa es fría, como la alemana. Y dentro de la familia también, no te quedás horas comiendo el fin de semana. Esa es la diferencia más grande. Argentina es otra cosa", remarca Alfredo, que estudió floricultura y se especializó en rosas en Japón, pero luego dejó la profesión y hoy es dueño de una farmacia.
Abril tiene 16 años y es nieta de Humberto. Con alegría, participa de las actividades de la asociación. Ella viajó a Japón a estudiar el idioma y dice que es divertido pertenecer a la comunidad nipona. "Se mezclan las dos culturas, que son totalmente diferentes. En Japón son muy organizados, nada que ver con acá, es todo muy tranquilo, no hay barullo. No sé si me gustaría vivir allá, pero ir a estudiar unos años sí", cuenta, y recuerda que en Japón hay un museo donde hay una foto de su abuelo, pionero de la inmigración en Argentina.