Evita, de "abanderada de los humildes" a mito nacional
Uruguayo, maestro del periodismo, Augusto Mario Delfino escribió la necrológica de la esposa del presidente
26 de julio de 1952
Conmueve hoy profundamente al país la muerte de Eva Perón. En las calles metropolitanas, en todas las ciudades y pueblos de la República, en cualquier lugar del territorio nacional en que un núcleo humano haya seguido con fe en su palabra y en sus hechos los últimos seis años argentinos, a aquel sentimiento de dolor ha de sumarse una sensación de perplejidad. Y mientras la inmensa masa de sus partidarios la llora, su alejamiento definitivo no puede dejar indiferente al resto de la sociedad, tan amplio lugar ha ocupado ella en la existencia argentina de los tiempos recientes. Es que Eva Perón -objeto de exaltaciones antes nunca suscitadas entre nosotros por una personalidad femenina, acaso porque ninguna, antes, tampoco, adoptó las modalidades de su acción avasalladora, y blanco, asimismo, de oposiciones tan hondas como la solidaridad de sus partidarios- ha constituido, en su breve paso por la vida colectiva de la Nación, un acontecimiento cuya dilucidación y juicio corresponde, desde luego, al futuro, pero ante el que nadie pudo, sin duda, permanecer impasible. Muere en plena juventud. Su obra y, más extensamente, todo un movimiento que la reconoció su abanderada, pertenece aún a los hechos del día. (...) Su nombre queda al frente de una fundación de ayuda social e inscripto, dentro y fuera del país, en calles, en plazas, en el título de una de las nuevas provincias, en una declaración legislativa que la proclamó Jefa Espiritual de la Nación y en una ley de Estado que ha dispuesto erigirle monumentos recordativos en la Capital Federal y en todas las capitales de la provincia. Queda unido a iniciativas y campañas como la del sufragio femenino o declaraciones destinadas a postular principios que fueron caros.
Queda, por sobre todo, vinculado al general Perón, su esposo, con lazos de tan particular significación que no ha sido dable observarlos hasta hoy en otros gobernantes. Es que aquí la esposa era, también, la colaboradora y la gestora de una política, la conductora de un movimiento de masas, inseparable en evocación de éstas de la figura del jefe de Estado, que es su "leader". (...) Cada vez que le tocó hablar en público antepuso a todo la exaltación del gobernante con quien compartió el destino. Hoy, ante su muerte, cobran mayor relieve palabras que escribió hace poco, cuando, al expresar que se sentía madre del pueblo de la República, dijo que hacía lo que toda madre hace en su hogar: luchar por la felicidad de los suyos. "Yo sé -agregó- que, como cualquier mujer del pueblo, tengo más fuerzas de las que aparento tener y más salud de la que creen los médicos que tengo". Y, como en un presentimiento de su próximo fin, añadió: "Tal vez un día, cuando yo me vaya definitivamente, alguien dirá de mí lo que muchos hijos suelen decir, en el pueblo, de sus madres cuando se van también definitivamente: ?¡Ahora recién nos damos cuenta de que nos amaba tanto!'".
Serán muchos, de un extremo a otro de la República, quienes lo repitan en esta hora de congoja para sus espíritus atribulados. Entretanto, aun los que combatieron su acción aceptarán, sin duda, la verdad incontrastable de que en un país donde otras mujeres gravitaron en los destinos nacionales, en la formación de una personalidad argentina, ninguna alcanzó su influencia, determinada, en gran parte, por los medios de que dispuso, pero también y sobre todo por la fuerte reciedumbre de un temperamento decidido a pesar sobre los hechos de su tiempo.
LA NACION