Jaime Bayly: "Me dedico a saquear secretos privados. Eso sirve para contar buenas historias, no exentas de morbo y veneno"
Sin remilgos discursivos anuncia desde su casa en Key Biscayne, donde reside desde hace 20 años, que sólo después de las 14 tendrá algo de locuacidad, quizás hasta de lucidez, para hilar pensamientos. Adicto a los opiáceos, la marihuana y el Viagra para conciliar el sueño y apaciguar el arrebato psíquico de un pasado que lo atormenta, Jaime Bayly se mueve en el mundo de las letras y el periodismo dispuesto a provocar; a empujar a quien lo escuche o lea al abismo -el propio, el ajeno-, para que de allí pueda surgir algo de verdad: un halo de luz, aún tenue, que diluya la hipocresía de muchas existencias.
Podría ser un Jack Kerouac, sin ser un escritor beat, asfixiado por las convenciones de su Lima natal y una infancia con liturgia del Opus Dei. Podría también ser un Andy Warhol latino, pero no ya con ansias de fama mediática, como la que goza con su programa diario de entrevistas, que se ve en Estados Unidos: él, Jaime Bayly, bisexual, apóstata, según su familia, aspira a un tipo de relevancia de más largo aliento: la trascendencia literaria. Y nada parece doblegarlo: lleva escritas dieciséis novelas; ganó el premio Herralde por La noche es virgen y, ahora, Alfaguara acaba de publicar La lluvia del tiempo, la historia novelada de las elecciones peruanas de 2001, en las que el propio Bayly, en su rol de entrevistador, intenta disuadir al entonces candidato Alejandro Toledo a que reconozca a una hija extramatrimonial negada con insistencia. De esa negociación, librada entre bambalinas y disociada de toda ética, emergen con claridad los vasos comunicantes entre la política y los grandes medios de comunicación, en los que el chantaje y la corrupción de ambos lados son moneda de cambio en la política latinoamericana.
-Cada vez que uno se topa con un libro suyo, no sabe si lo debe leer en clave de ficción o de realidad descarnada. ¿Cómo debe leerse La lluvia del tiempo?
-Como un delirio malicioso, aunque está inspirado en hechos reales. Aunque todo ocurrió de forma mucho más chata y aburrida.
-¿Qué repercusión tuvo en Perú?
-Ninguna. Antes mis novelas eran escandalosas, ahora ni siquiera los aludidos, los sujetos que he vampirizado, las leen. Me dio terror ir a Lima a presentarla porque pensé que me iban a agredir los bárbaros de siempre, a tirar huevos o pintura como me ha ocurrido, pero quedé descorazonado: ni siquiera un salivazo. Soy un escritor en franca decadencia, fracasado, que se mueve en las alcantarillas de la literatura.
-¿Se ha granjeado tantos enemigos como periodista que como escritor?
-Amigos no me queda ni uno. He encontrado la forma autodestructiva de convertir a mis pocos amigos en enemigos, de sospechar que intrigan contra mí, de acusarlos de traidores y luego asaltarlos literariamente. Soy un ladrón de la intimidad, me dedico a saquear secretos privados. Eso sirve para contar buenas historias, no exentas de morbo y veneno, pero luego los asaltados te reprochan la felonía.
-¿Qué tiene que tener una historia para que se apropie de ella literariamente?
-Sólo me interesan las que están contaminadas de miseria e infelicidad, minadas de conflictos, que describen lo jodidamente difícil que es vivir. Mis novelas cuentan las desdichas, traiciones y emboscadas de la vida. Mi familia ha sido el combustible para encender la ficción. Todos han salido chamuscados, incluso yo: no he podido ser un escritor y un hombre de familia honorable; ambas cosas para mí están reñidas en sí mismas.
-En su novela, el personaje de Alcides Tudela pide donaciones en Estados Unidos para las víctimas de un sismo en Perú, pero roba lo recaudado. ¿Fue una denuncia contra el ex presidente Toledo?
-Eso me lo inventé. Pero pudo ocurrir, ya que su especialidad ha sido pedir donaciones para los pobres y quedarse con la plata. Todos los políticos que he conocido son ladrones, hábiles para latrocinio y el soborno.
-Los nombres de los personajes, incluso sus iniciales, remiten a personas identificables. ¿Por qué amaga disfrazarlos, cuando se advierte una intención deliberada por identificarlos?
-Cambiarles el nombre es una delicadeza.Vargas Llosa no lo hace y luego escribe sobre muertos ilustres o no tanto, lo que es muy conveniente porque los muertos no pueden enjuiciarte o darte una trompada. Cambiar el nombre es una cortesía que acentúa el carácter mentiroso de la historia.
-¿Qué le pasó mientras recordaba ?
-Me reí mucho de esos seis meses que pasé en Lima, haciendo un programa de TV, viéndome enredado en esa miasma hedionda, tóxica, que es la política; enfangándome con aquellos que aspiran al poder, sin saber qué diablos hacer, si complacer al candidato mitómano, al dueño del canal sin escrúpulos o a la provinciana honorable con una hija negada por el candidato, en medio de un fuego cruzado entre los intereses mercenarios del poder y los ideales del periodismo. Fue un descenso al desague. Pero por fortuna me echaron de la TV, debí irme del Perú, el candidato ganó las elecciones y tantos años después pude recrear la historia, riéndome de la desmesura criminal, patibularia, de quienes me jodieron la vida y me regalaron la novela.
-¿El periodismo televisivo es así de inmoral durante las elecciones?
-En mi experiencia, sí. Para los políticos la verdad es un estorbo, un lastre para llegar al poder. El buen político miente persuasivamente y gana con la complicidad activa de los que manejan la opinión pública, que no son los dueños de los periódicos, sino los de la televisión. Las elecciones se ganan o se pierden allí. Para los dueños todo es un negocio y el periodista que intenta oponerse a él será guillotinado tarde o temprano.
-¿Cree que el modo en que ha expuesto en su obra su sexualidad, sus vicios y sus adicciones, y aun su intimidad, lo han ayudado a ser un escritor reconocido?
-No lo sé. Soy un escritor que jugaba en primera, bajó a segunda división y ahora juega en tercera. Antes me pagaban por mis novelas, ahora yo pago para que las publiquen. Antes me pagaban los viajes, los hoteles, las cenas opíparas, ahora yo pago todo, o en realidad mi madre paga todo, pero no se entera. No podría ser un escritor frío, cerebral, desapegado de mis locuras, miserias, adicciones y debilidades impresentables. Soy bisexual, drogadicto, el hijo de un militar frustrado y una supernumeraria del Opus Dei; soy ateo, soy un apátrida, exiliado en los Estados Unidos; soy un tipo que toma diez pastillas para dormir y diez para no deprimirse (pero igual duermo mal y me deprimo). Ésa es la materia de mis libros: todo lo que pudo ser feliz y se torció y resultó siendo un fracaso inevitable. Escribir, entonces,persistir en ese empeño quijotesco, lunático, me redime de tantos fracaso y me permite evadirme de esa realidad insoportable. Si fuera católico, heterosexual, vegetariano, enemigo de los narcóticos y sicotrópicos, si hubiera amado sin sobresaltos a mi padre, no sería escritor. Sería político, parlamentario, candidato presidencial, un hombre de éxito. Es tanto más cómodo el fracaso.
-Siempre está vinculado al escándalo, ¿cómo convive con eso?
-Halagado. Soy un ególatra. Me encanta que hablen de mí, aun si me injurian o dicen las peores invectivas. Estoy acostumbrado a ello desde niño porque mi padre no se inhibía en humillarme. Lo que me hunde en la miseria es que pase un año y no sea ya capaz de provocar ningún escándalo pueblerino. Mi madre ahora se ríe de mis novelas y me dice que tengo que internarme y desintoxicarme. Ni loco. Prefiero morir dopado que estar todo el tiempo lúcido. Pero soy feliz: no me aburro como un priosionero de su buena reputación.
-¿Hay algo vedado en su literatura o en su vida?
-No, los esqueletos en el clóset, son los que la literarura tiene que airear. Ahora mismo estoy viviendo una situación inquietante, deprimente. Mi madre ha vetado mi última novela, La sagrada familia, sin haberla leído, y me ha dicho que si la publico me va a desheredar. Es un desgarro profundo. No sé qué hacer. Porque si soy un escritor con agallas debo publicar la novela, pelearme con ella y ser despojado de mi porción de su fortuna. Pero no sé si poseo ese coraje. Pienso en la miseria que me va a pagar la editorial, en la decepción (una más) que se llevará mi madre, y en el dinero que voy a perder por hacerme el escritor maldito.
-Argentina suele tener bastante protagonismo en sus novelas. ¿Por qué?
-Porque decidí ser argentino cuando era niño y leía El Gráfico y Billiken. Luego llegaban a Lima con dos días de retraso LA NACION y Clarín y me leía los diarios enteros. Y cuando cumplí 18 años y pude escapar del campo de concentración que era la casa familiar, viajé a Buenos Aires, quedé deslumbrado y esa fascinación perdura hasta hoy, a pesar de que a la ciudad la encuentro cada vez menos parecida a París y más a Asunción. Pero amo Buenos Aires como no he sido capaz de amar a Lima, que evoca todas mis desdichas. Allí he sido feliz, tuve la suerte de conocer a Borges y a Sábato, de leer a Fresán y a Forn, a Mairal y a Birmajer. Y sólo allí he podido ser gay y feliz.
-¿Cree que se le puede criticar que sean sus vivencias y no su inventiva su mejor fuente de inspiración?
-No lo sé. Uno vive para renacer en la ficción. El creador usa la experiencia vital como materia prima para desdibujar la realidad, trastocarla y hacer arte revulsivo. Picasso pintaba a sus mujeres y le salían unas siluetas poco agraciadas. Egon Schiele se retrataba a sí mismo y a sus amantes desfiguradas. Dalí no se cansaba de pintar a Gala. El coronel Buendía de Gabo era su abuelo materno, liberal, enemigo de los godos. La Casa Verde era un burdel amazónico donde Vargas Llosa hizo generosas donaciones seminales. Todos los cuentos de Bolaño son trozos crudos de su vida de perdedor. Las mejores películas de Scorsese son la vida sin maquillaje. El arte que no intente recrear o capturar la vida tal como es no me interesa, me deja frío.
-¿Cómo está su salud?
-Estoy jodido. Me acuerdo de un futbolista de Independiente, "la Araña Amuchástegui", al que iba a ver a la cancha de Avellanda y al que le gritaban: ¡Hijo de la miseria! Así me siento. Tengo el hígado medio podrido, y quieren que me lo trasplante y yo me niego.Tengo los pulmones infectados, he viajado mucho en avión y eso me ha dejado corto de aire. Pero no voy nunca al médico. No me hago chequeos desde que nació mi hija menor. Prefiero morir en casa, de descomposición natural, que en un hospital espantoso, rodeado de enfermeras que entran cada media hora y no te dejan dormir en paz, pagando una fortuna para terminar muriendo igual. Tenía un tío muy rico, homosexual, extravagante, que murió en su casa, tomando cognac y ginebra y tragando chocolates y espantando a los curas que le llevaba mi madre: un campeón, así quiero morir yo, fumándome un porrito, alicorándome, tomando un cóctel de hipnóticos y ansiolíticos, echándome un Viagra a ver si muero follando con mi mujer. Es la mejor muerte posible: un ataque al corazón después del éxtasis.
-En una reciente columna suya contó que se sentía "de vuelta en el clóset".
-Hace cinco años me enamoré de una mujer muy joven. La policía de Miami pensó que era menor de edad y vino a mi casa a interrogarme. Con el tiempo nos casamos y tuvimos una hija. Pero no por estar casado y amarla como la amo, dejo de ser bisexual y echar de menos, cada tanto, el cuerpo áspero de un hombre. Por suerte mi esposa lo sabe y azuza mi sensibilidad femenina. Por eso la amo tanto, porque puede ser mi mujer o mi hombre, según la veleidad de cada noche.
-¿Alguna otra historia en las gateras?
-Escribo una novela titulada Cómo tener una hija y perder dos. Narra cómo me enamoré de mi esposa y mis hijas mayores se alejaron de mí: no me perdonaron que, antes que un padre honorable, fuese un hombre lujurioso, capaz de enamorarse de una mujer a la que doblo la edad (y el peso).
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