Las dos caras antagónicas de la política nacional
Desde que empezó el siglo, los signos esenciales de la política argentina tienden a reacomodarse. Son las viejas marcas de la división en dos grandes bandos, el interés apasionado de una gran mayoría en los asuntos públicos y la incapacidad de encontrar caminos estables para la superación de las recurrentes crisis económicas y sociales.
Nada es ni será igual, ni tenderá a repetirse. Pero esas huellas perennes han formado parte de la reconfiguración en la que el país político se encuentra luego de la destrucción del sistema de partidos que, aunque ya muy maltrechos, la Argentina tenía antes de la crisis de 2001.
Casi dos décadas después, emergen dos grandes bloques enfrentados. Estos han ido sumando fracciones sueltas de aquellas formaciones un poco más estables que compitieron por el poder en el siglo pasado.
No son los mismos pedazos, pero se repite la tendencia a dividir en dos como una constante histórica que, como bien se sabe, es un signo desde la Revolución de Mayo. La vieja división de morenistas y saavedristas, definida más por la velocidad en producir los cambios que por la voluntad de llevarlos a cabo, fue sucedida por la división federales-unitarios. Una guerra interna de casi cuarenta años terminó con los acuerdos que combinaron ambas formas contrapuestas en una Constitución.
Un largo ciclo, entre levantamientos y acuerdos, llevó a la construcción de los partidos que hicieron posible una democracia de resultado igualmente binario. Fueron radicales y conservadores y, luego, peronistas y radicales los que construyeron respectivos imaginarios de representación social. Medio siglo de protagonismo militar, que colaboró con la inestabilidad institucional desde 1930 hasta 1983 como factor permanente de intervenciones, no borró el bipartidismo a pesar de su impacto y sus graves consecuencias.
Se repite la tendencia a dividir en dos como una constante histórica que, como bien se sabe, es un signo desde la Revolución de Mayo
Ese pasado atravesó la crisis del 2001 y quedó obligado a reiniciar un proceso de transformación que todavía continúa y se proyecta frente a nuevos fenómenos globales, tal vez más fuertes que la propia detonación argentina de ese año.
Aun antes de la caída de Fernando de la Rúa y de la fuerte resaca que provocó no solo en términos económicos sino también de rechazo a la política y sus formaciones, se venía generando un proceso de desmontaje de los partidos tradicionales. Aquellas multitudes que llenaron las sedes partidarias en la primavera del '83 se habían ido hace tiempo y las cáscaras vacías de los partidos no lograban disimular su precariedad. Previamente a 2001 ya eran un signo de decadencia que coincidía con el final del siglo.
El peronismo de Carlos Menem había retirado a su izquierda -habilitando la construcción del Frepaso- y sumado a la Ucedé. Por esa alianza de centro derecha, su viejo competidor, el radicalismo, terminó unido a los desprendimientos del peronismo y otros aliados menores que encabezaba Chacho Alvarez.
Los giros políticos del peronismo determinaron los encuadramientos del radicalismo, que, luego de deambular en varias elecciones muy lejos de un frente con posibilidades, se unió como socio minoritario al Pro de Mauricio Macri. Así surgió Cambiemos, el acuerdo que expresa la reunión y el predominio de liberales y conservadores. Por su parte, el kirchnerismo se acercó a la izquierda y corrió a la derecha del peronismo, o la metió bajo su ala para disimularla.
Como en su versión menemista, el peronismo kirchnerista tendió a la hegemonía. Un bloque antagónico se formó para frenarlo. La virulencia del discurso y de las formas del kirchnerismo convirtió en grieta un sistema binario de fuerzas electorales y cristalizó la idea precaria y básica de que en la Argentina se está con el peronismo o se está en contra de él.
Desde hace unos 20 años, esto permite que una porción delgada del electorado defina los resultados de los comicios hacia un lado o el otro. Bajo ese viejo y a la vez reinventado dibujo de dos grandes frentes que tienden más al centro que a los extremos, la política argentina reflotó su versión de dos caras antagónicas.
Si no hay un gran partido que enfrente al peronismo, es también verdad que dejó en sí misma una fuerza unida hace mucho tiempo. Fragmentos dispersos se unen para gobernar o para oponerse, pero se mantienen separados por intereses y dominios. Menos enlazado y sin un eje tan claro como el que el poder supone para el peronismo, el conglomerado que se le opone tampoco expresa ideas unánimes.
Unos y otros están lejos de garantizar el blindaje de la democracia con alternancia contra un sistema hegemónico. Mucho menos, de evitar la (re)aparición de liderazgos mesiánicos. El regreso a la vieja fórmula binaria incluye la ausencia de vacunas contra las peores formas de ejercer el poder.
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