Los viejos mercados, entre la decadencia y el auge gourmet
Concurren chefs y fieles clientes a buscar productos frescos
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Entre la decadencia y un reverdecer algo gourmet, los mercados de barrio siguen ahí, congelados en el tiempo como un testimonio de otra Buenos Aires. De una ciudad donde no existían los centros comerciales, los vecinos eran amigables (es lo que dice un puestero rápido de reflejos) y en la que podía conseguirse buena calidad de carnes y verduras (asegura la clienta para devolver la cortesía).
El mercado popular de San Cristóbal, en Independencia y Entre Ríos, fundado en 1882, ocupa media manzana con entrada por ambas avenidas. Hay de todo. En sus entrañas alberga más de 100 puestos, bien cuadrados, austeros, con un número y algún nombre del tipo "Cambalache siglo XX", "La Gitana" o "Bar Chipi".
"Esto no es ni en su mejor día lo que alguna vez llegó a ser, pibe; no sabés lo que se vivía acá adentro", confiesa el carnicero, José Luis Nappe, de 81 años y 61 adentro del mercado. "Antes era una fiesta: ahora, estoy acá parado y todavía no me estreno (vender algo). Se vino abajo desde que vinieron los que venden trapos", agregó Nappe.
De las paredes de un puesto vecino cuelgan unos cuadros barrosos en un cortejo bizarro de chucherías, ropa usada, muñequitos cursis, libros y cubiertos (también usados). El mercado que era la delicia de los vecinos transmutó desde su origen netamente alimenticio a mercado "de lo que venga". Puede encontrarse un ochentoso cassette de Duran Duran o discos de vinilo de Palito Ortega. Juguetitos en miniatura ocupan una vieja heladera donde antes se exhibían los cortes y de la ganchera cuelga un uniforme policial también usado (se supone) en lugar de la media res.
"Yo sigo viniendo porque conozco de toda la vida al pescadero y al carnicero y sé que no me van a meter la mula", confiesa Ana González.
Allá por la década del 30 existían en Buenos Aires cerca de 40 mercados cerrados. Hoy apenas subsisten cinco: tres municipales y el resto funciona como sociedades anónimas.
Aunque muchos vecinos no se percaten, en Córdoba y Callao (la zona del centro) está el San Nicolás; en Ciudad de la Paz y Juramento (Belgrano), la Feria Modelo Belgrano; en Primera Junta (Caballito), el Mercado del Progreso, y, en Bolívar y Carlos Calvo (San Telmo), el de San Telmo, el más vistoso y turístico.
Claudio Izzi es el "pescador" Del Progreso, el mercado de Caballito fundado en 1889. Su abuelo llegó de Sorrento, Italia, y fundó el puesto La Marina. Su padre también trabajó allí y, ahora, con 34 años, le toca a él.
"Acá se mataban los pollos a la vista y la gente se los llevaba medio vivos", comenta Izzi, que no vivió esa época. Sucede que vive en ésta: "Yo quiero transformar el mercado en un paseo gastronómico con comidas preparadas y productos a la vista", proyecta, convencido de que este tipo de comercio va a resurgir. Un dato: a su pescadería concurren chefs de importantes restaurantes "porque es todo fresco" e, incluso, logró "pescar" algunos clientes extraños. "Hay personas que viven en un country y le mandamos el pescado en un remise", comenta sorprendido.
Otra curiosidad es que, en el mercado de Caballito, los verduleros no venden papas, pues existe un puesto dedicado exclusivamente a comercializar ese tubérculo y todos respetan a rajatablas los códigos.
"Vengo porque todos los días encuentro pescado fresco y eso es difícil en los supermercados. Tengo muchos amigos que ya convertí en clientes", dijo Romina López, de 25 años, detrás de sus modernos lentes de marco.
No sería extraño imaginar que por alguno de estos pasillos caminó Jorge Luis Borges, cuando, en 1946, fue destituido de su puesto en la Biblioteca Municipal para ser promovido a "inspector de aves y conejos en los mercados municipales".
Uno de los que aún es municipal se llama San Nicolás. El recinto cuenta con una entrada por la avenida Córdoba y otra por Viamonte al 1400, que permanece clausurada por una obra de un centro de salud que nunca terminó el gobierno porteño.
Ahí, como hace años, hay un Paladino. La historia se repite: su abuelo le heredó el puesto al padre y él, ahora, ocupa el lugar detrás del pequeño mostrador. "Vendemos mucho a restaurantes porque saben que hay calidad", explica Antonio Paladino.
Sin embargo, la estructura de este mercado no podría definirse como "pintoresca". Más bien, todo lo contrario. "No recibimos ayuda de nadie y siempre nos quieren echar, porque estamos en una zona muy requerida", sostiene Paladino.
Pero la historia del legado familiar en los comercios de estos mercados no siempre se repite. Los jóvenes sucesores, muchas veces, huyen de un posible destino en el "puestito del viejo".
Nappe, el carnicero del mercado San Cristóbal, lo cuenta así: "Mis amigos y colegas se murieron todos y, ahora, me toca a mí. Esto no sirve más, y el día que me muera mi señora vende el puesto y chau".
¿Y sus hijos?, le consulta LA NACION. "Mis hijos vienen de vez en cuando, pero nada más que a mangar algo de carne".
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