Dos temas lo obsesionan: la sombra enorme que su padre, Carlos Páez Vilaró, proyectaba sobre su vida y el accidente aéreo que sufrió en viaje hacia Chile, con una durísima espera de setenta y dos días, hasta que fueron rescatados
PUNTA DEL ESTE.- Acaba de caer un aguacero formidable en Punta del Este, de esos que anegan un rato algunas calles, pero la calma ha renacido, aunque el cielo permanece plomizo. "Estos cielos son también monumentales y las tormentas, alucinantes", nos recibe Carlos Páez casi como un consuelo porque esta vez no vamos a poder disfrutar de esos atardeceres que desde Casapueblo se ven tan maravillosos. "Mirá que yo viajo por el mundo, pero la puesta de sol de acá es única", resalta el faltante. Una grabación con la voz de su célebre padre, el artista plástico Carlos Páez Vilaró, fallecido a los 90 años el 24 de febrero de 2014, se dispara sola cada tarde en los balcones que dan al río, esté despejado o nublado, con una descripción detallada y llena de poesía sobre el crepúsculo esteño. "Papá –apunta– tenía una gran pasión por el sol", que dibujó incansablemente en versiones coloridas y abigarradas, todo un emblema gráfico de Punta del Este que se ve por infinidad de lados.
Casapueblo es un prodigio sin igual, blanca, inmaculada, como un animal mitológico que se recuesta sobre la ladera oeste de Punta Ballena. "Él estaba en guerra franca contra la línea recta –dice Páez–; todo tenía que ser ondulado. Vinculaba mucho la casa con la mujer. Fijate las curvas", nos dice su hijo mientras nos lleva a recorrer pasillos mágicos con nombres ilustres de "personajes que han pasado por acá, amigos de él: Vinicius de Moraes, Pelé; en fin, todos".
Imposible negar que Carlitos Páez (así, a secas, prefiere que lo llamen) es, por lo parecido en sus rasgos fisonómicos, hijo del célebre y prolífico pintor e intelectual que animó la vida cultural y artística de este balneario durante tantas décadas y cuyas huellas siguen vigentes en paredes y murales en distintos rincones de la ciudad estrella del departamento de Maldonado.
"Cuando vinieron de la intendencia a pedirle los planos, papá dijo que no los tenía porque era una escultura para vivir", recuerda Páez, quien vivió en Casapueblo todos los veranos desde los seis años. Habla con admiración de su padre, pero también se siente el peso de esa sombra. "No es fácil ser hijo de un famoso", confiesa. Menos fácil aún fue caer en medio de la Cordillera, en 1972, y sobrevivir allí en medio del frío, la desolación y el hambre hasta que fueron rescatados 72 días más tarde en lo que dio en llamarse el "milagro de los Andes", y que inspiró películas, libros, conferencias y excursiones sobre la odisea que Páez y los demás sobrevivientes pasaron hasta que fueron rescatados.
A continuación, algunas de las partes más sustanciales de la entrevista que se vio anoche en Hablemos de otra cosa, por LN+.
–Tu padre, todo un tema.
–Mi papá era un tipo de gran velocidad mental. Solía decir que el obstáculo es el mayor estímulo. Era muy amiguero y laburador, un tipo con carisma, un seductor nato. Vivió con intensidad.
–¿Qué sucede con esas personalidades que proyectan demasiada sombra sobre sus hijos?
–Papá era un tipo que hacía todo. Entonces, no me daba espacio a mí. Si querías hacer un barco para jugar, te hacía uno espectacular. En el colegio me hizo un mapa de geografía. Saqué el premio, pero no lo había hecho yo. Me llevé dibujo. Fui el peor dibujante que pasó por el colegio.
–¿Cuál es tu relación con el campo?
–La familia de mi madre, los Rodríguez, venían de generaciones con campos y yo adoraba a mi abuelo, el padre de mamá. Siempre decía "Carlitos es la esperanza". Claro, a mí me gustaba el campo y andar a caballo, como todos los chicos. Pero no sé si para trabajar, porque al final lo mío no era la soledad del campo. Pero además cuando vos acá eras un pésimo estudiante te mandaban al campo. Y yo era pésimo. No estudiaba, era un malcriado. Porque papá te resolvía todo. A su lado, conseguías cualquier cosa. Para lo único que uso el "Páez Vilaró" ahora es cuando me para la caminera.
–En dos años se cumplirá medio siglo del "milagro de los Andes".
–Está considerada la experiencia más extraordinaria de supervivencia de todos los tiempos, así lo dice The National Geographic. Pero lo importante es que fue protagonizada por gente común, sin entrenamiento. Éramos unos chicos. Yo mismo era un chico consentido, con niñera, no servía para nada. No sabía ni atarme los cordones de los zapatos. Nunca había visto un muerto en mi vida. Entonces de pronto te encontrás a 4200 metros de altura, con 25 o 30 grados bajo cero y sin recursos, durante 72 días.
–¿Qué sintieron cuando escucharon por la radio del avión que abandonaban la búsqueda?
–Esa fue la peor y la mejor noticia que recibimos.
–Vos tenías 18 años y cumpliste…
–Cumplí 19, debajo de una avalancha. Nosotros salimos a pelear la historia. Que es lo que creo que filosóficamente es como hay que encarar la vida. Hay que salir a buscar los helicópteros, no esperar a que te vengan a buscar.
–¿Cuántas personas viajaron?
–Cuarenta y cinco. Partimos de Montevideo en un viaje que debía durar aproximadamente tres horas y media. Bajamos en Mendoza con miedo de que se nos cancelara el viaje. Estaba mal el tiempo, pero retomamos el viaje al otro día, un curioso viernes 13.
–¿Y el viaje fue bueno en algún momento?
–El viaje fue maravilloso. Incluso durante las turbulencias nosotros nos reíamos. Nos pasábamos la pelota de rugby, hacíamos chistes.
–¿Y qué es lo que pasó?
–El piloto no calculó el viento en contra que tenía. Se reporta sobre Curicó y no estaba sobre Curicó. Y pide autorización para bajar hacia Santiago. O sea el avión empezó a bajar en el medio de la Cordillera. Ahí encuentra un hueco de casualidad. Cuando se cae, vos pensás: "Esto a mí no me está pasando" y chocamos. Nunca perdí la conciencia.
–¿Qué pensabas?
–Tres claros pensamientos me vinieron a la cabeza. El primero, recordé un viaje con mi viejo a Río de Janeiro en el que había leído lo que había que hacer en caso de un aterrizaje forzoso, que decía que había que poner la cabeza entre los brazos y me agaché. El segundo pensamiento fueron imágenes con la familia. El tercer pensamiento fue: "Tengo que estar bien con el de barba, con Dios, y rezar un padrenuestro". Yo iba a un colegio de curas. Cuando empecé a rezar me di cuenta de que era demasiado largo. Rezo entonces el gloria, pero me parece demasiado corto. Terminé rezando el avemaría, que tiene un valor agregado: estás bien con Dios y con la Virgen. Pero claro, a lo largo del avemaría pasaban muchas cosas: el avión se partía al medio, el frío más brutal que entraba, el caos más absoluto, el griterío. De pronto, el silencio. Porque al perder el avión los motores, se sentía el rozamiento contra la nieve. Hasta que después de esa alocada carrera se detiene. Todos quedamos en un remolino de fierros. Yo quedé arriba de mis dos amigos, Gustavo Nicolich y Diego Storm. Pero mirá la ingenuidad: cuando logro sacar las piernas de ese atolladero, salgo con la mentalidad absurda, pero en positivo, de que si estoy vivo, tienen que estar vivos todos los demás.
–¿Cómo se organizan?
–Damos la vuelta por afuera y vamos caminando, enterrándonos hasta la cintura en la nieve. Llegamos hasta la cabina: estaba el comandante muerto y el copiloto muriéndose. Y lo único que decía el copiloto era: "Pasamos Curicó". Pidió agua y al poco rato murió. Fue realmente demencial esa noche. Gente que moría, que gritaba, que desvariaba, muertos de sed, de frío, de miedo. Yo estaba sin mi papá y sin mi mamá. El chico de desayuno en la cama, mi niñera que me traía todo y me resolvía la vida. Y de pronto te encontrás ahí, rodeado de muertos.
–Algunos tenían habilidades…
–Había tres estudiantes de medicina, [Roberto] Canessa uno, [Gustavo] Zervino otro y Diego Storm, que asumieron su rol de médicos, ayudando a los heridos y a los que morían. Roy Harley, que era estudiante de ingeniería de primer año, asumió su rol de ingeniero.
–¿Qué es lo que buscan las empresas cuando te contratan a vos y a otros sobrevivientes para que den conferencias sobre esta experiencia tan extrema?
–En general nuestra historia siempre es cierre de convenciones. Tengo nueve títulos de conferencias: "Toma de decisiones", "Tolerancia a la frustración", "Actitud", y así. Pero siempre es la misma conferencia. Acá la historia es la que manda, el trabajo en equipo, adaptación al cambio, encontrar recursos desconocidos. Tuvimos que alimentarnos de nuestros compañeros muertos.
–¿Cómo se tomó esa decisión?
–El primer comentario se lo siento a [Fernando] Parrado. Y Nando me dice: "Carlitos, yo me como al piloto". Él había perdido a su madre en el accidente y a su hermana, cinco días después. A nivel consciente o inconsciente se la agarraba contra el piloto.
–¿Les costó tomar la decisión?
–Después de diez días de no comer nada es un hambre que sabés que si no comés te morís. Y nosotros no peleábamos por Hollywood ni por que vos me entrevistes 47 años después. Peleábamos por volver a casa,
–¿Te dejó alguna herida lacerante de esas que no se ven?
–Creeme que me hirió más el divorcio de mis viejos a los 13 años que caer en la Cordillera.
–Tu relación con los aviones, ¿cómo siguió?
–Fantástica. Los pilotos nos malcrían mucho y nos llevan a la cabina.