Morro de San Pablo, la aldea en que hace base el portuñol
Es un sitio exclusivo, en Bahía, con capacidad limitada: sólo cuenta con 120 resorts y posadas
MORRO DE SAN PABLO.- Si bien la marea cambiaria coloca a las playas brasileñas en desventaja en comparación con la costa atlántica local, existen enclaves lejos de Florianópolis, en el nordeste del país vecino, donde la presencia argentina aparece asegurada. Al menos, para enero y réveillon, cuando todo Brasil es una fiesta y la diosa Yemanjá se "empacha" en el mar de ofrendas.
Uno de esos lugares de difícil acceso hace tiempo que dejó de ser un secreto entre sus médanos: se llama Morro de San Pablo y asoma desde lo alto de la isla Tinharé, casi frente a Salvador, en Bahía, el estado elegido todos los años por más de 80.000 argentinos.
El imán que aleja la preocupación cambiaria (pues un dólar es igual a 1,77 reales) va de la mano de la placidez que implica poder veranear sin autos a la vista, en una rústica aldea neohippie con capacidad limitada: sus 120 posadas y resorts (los hay para todos los presupuestos) albergan un máximo de 12.000 turistas, que llegan en avionetas, lanchas o catamaranes.
Surcada por desniveles de arcilla, arena emblanquecida por el cuarzo y vegetación para el asombro, en el morro la movilidad la aportan sólo las piernas bien entrenadas. Algo similar a lo que alguna vez fue Buzios, pero con el encanto de un mar aún más cristalino y la sensación de que allí reside la felicidad. Al menos durante el día, ya que los atardeceres marcan el punto de inflexión para la otra cara del morro, mucho más agitada.
La popularidad del lugar desde hace unos años alcanza su punto más alto entre los jóvenes argentinos: la diversión nocturna asegurada. Las playas, de la Primera a la Quinta, mutan en grandes bares a cielo abierto. Las caipirinhas y la música bahiana y electrónica hacen el resto sobre la arena.
Los lugareños -ahora aglutinados en el otro extremo de la isla, Gamboa- no pueden precisar qué sucedió primero: si fueron los argentinos los "adelantados" que instalaron allí la movida, hasta adueñarse de la noche del morro, o si el desenfado bahiano imantó al capital argentino.
Lo cierto es que, entre sus 2000 habitantes permanentes, un 10 por ciento de la población es argentina. Y entre ellos, un puñado son los dueños de la movida: desde el bar y pizzería Funny, el sushi bar del pueblo o los restaurantes La Tabla o La Toca, hasta la disco Pulsar. El resto son empleados del sector turístico.
"Llegué el 11 de abril del año pasado y el 14 ya tenía trabajo", cuenta el marplatense de 24 años Leonardo Ciebutad. Y exhibe una mueca de autorrealización por haber hallado un trabajo en pleno paraíso. Vive con 1000 reales al mes y su subsistencia depende, en parte, de la simpatía que derroche en las playas para vender las entradas de la disco Pulsar (30 reales por las que recibe una comisión del 10 por ciento).
Por las noches, se pone el delantal de barman y dos veces por semana trabaja como mozo en un exclusivo chill out en lo alto del morro.
"Desplazada"
"Los argentinos buscan a otros argentinos para trabajar porque saben que son proactivos, sobre todo en el negocio de la noche", comenta, consciente del recelo que la mano de obra argentina suscita entre la "desplazada" población local.
"Todos los días, cuando miro el mar y camino por la playa para trabajar, doy gracias por poder tener esta calidad de vida", acota una de las más antiguas artesanas, Silvana Deferreira, de 35 años, que hace joyas en plata. Hace 13 años, dejó su hogar en Florida, se instaló en el morro, se juntó con un bahiano y tuvo a su hijo Nahuel, que hoy, con 8 años, cuando no está en el agua haciendo surf, lo acogen las aulas de una escuela pública.
"Después de un tiempo, te das cuenta de que la vida no es una playa con palmeras", sentencia el guitarrista Sebastián Alvarez (28), que llegó a Bahía hace dos años y sólo aquí pudo desarrollarse profesionalmente con la música, cuando encontró la voz que lo acompañaría en los ritmos de samba y reggae, y formó su grupo Fasu-Kanú.
Mientras expone su filosofía, se escucha un coro de jóvenes argentinos regatear el precio de una posada para una estada de diez días. A su lado, varios residentes les trasladan sus equipajes en carretillas por el morro. "Che, ¿cuál posada eligió?", inquiere, en perfecto portuñol, el que carga las valijas, sin mohín de desdén.
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