Un bar con historia en Callao y Lavalle
Los Galgos, en el centro de la ciudad, es uno de los pocos que siguen funcionando en medio de la crisis
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La crisis se llevó bares y restaurantes antiguos de Buenos Aires. En algunos casos, la extinción fue sólo parcial, cuando, para sobrevivir, no hubo más remedio que resignarse a modificar fisonomías originales, que habían contribuido a dar identidad a esos locales. Sólo en el barrio de Balvanera se ha registrado un considerable número de comercios desaparecidos y reciclados.
Entre los primeros, corresponde mencionar en primer lugar a El Molino, cuyas persianas bajas ya parecen próximas a la oxidación. No muy lejos, por la avenida Callao, se suma El Tropezón; en Rivadavia y Rincón, Los Angelitos; de su emplazamiento histórico, en Pueyrredón y Corrientes, se esfumó, en 1960, el bar León (abierto en 1912, como reducto exclusivo de la comunidad judía), y de Corrientes y Callao, El Ciervo.
De los "transformados" se destacan los muy tradicionales La Perla de Once (Rivadavia y Pueyrredón), La Academia, Callao al 300, y, casi en diagonal, La Opera.
Café de dos barrios
En Balvanera, el café Los Galgos es una rarísima excepción, posiblemente en toda la ciudad, sobre todo considerando su céntrica ubicación, en Callao y Lavalle. En un 90 por ciento se conserva como en su versión inicial, que data de 1930.
Tiene tres entradas. Una da a la avenida; otra, a Lavalle, y una tercera está en la misma esquina, en ochava. De modo que comparte con La Opera la singularidad de pertenecer a dos barrios (Balvanera y San Nicolás) y que la restante -en diagonal- no entra en la jurisdicción de ninguno.
Los hermanos Ramos (Horacio, Alberto e Inés) están al frente del viejo negocio, iniciado por su padre, José Ramos, venido al país en 1918.
Pero la historia del lugar se remonta a fines del siglo XIX, cuando la edificación (incluida la planta alta) era residencia de la familia Lezama. Puesta en venta en 1920, la compró la firma Singer, que abrió allí la primera fábrica de máquinas de coser de América latina. Después fue una farmacia y, por último, un asturiano empezó a explotar el lugar como bar y almacén, una mezcla muy común por ese entonces.
Ramos padre lo adquirió en 1948, sin alterar el nombre con el que había sido bautizado y que, por si hubiera alguna duda, está presente en los numerosos galgos de yeso o porcelana, que se ven por todas partes.
"El asturiano era aficionado a las carreras de galgos, que son famosas en Asturias. Puso los perros como adornos y a nuestro padre le pareció bien, como el nombre", explica Horacio.
La única modificación que se introdujo en 70 años es el mostrador, que se pudrió y que, como las sillas, está revestido en fórmica. La boisserie es la original y las paredes conservan reproducciones de Molina Campos, colocadas allí hace unas tres décadas.
También subsisten el salón para familias, cuyas mesas están cubiertas por manteles, y una chopera "cuello de ganso" en la barra, que tuvo que pasar en algún momento a cumplir funciones de un simple grifo para el agua.
Cambios forzosos
Los cambios fueron de otro carácter. El bar debió abandonar su tradición de ser un "siempre abierto" y adoptar un horario restringido, de 6 a 22, y permanecer cerrado los domingos. En los 80, trabajaban allí diez empleados; hoy, sólo cuatro. Se vendían más de 500 cafés por día, hoy apenas 150 a 1 peso cada uno.
La clientela se modificó, como la zona. Las casas suntuosas dejaron paso a los edificios de oficinas o comercios, de donde provienen ahora los frecuentadores, junto con personal o estudiantes de la Universidad de El Salvador.
"A veces vienen turistas. El otro día entró un francés, que dijo que esto es idéntico a un lugar que hay en Montmartre. En una época fueron habitués Enrique Santos Discépolo (vivía en Callao al 800), Julio De Caro, Aníbal Troilo, Oscar Alende o Arturo Frondizi", comenta Horacio Ramos.
Lo enorgullece el hecho de que Los Galgos es un café auténtico (se sirve sólo eso, aunque hasta los 60, también ginebra y cerveza), pero reconoce que las cosas no van bien, aunque los hermanos no quieren aflojar ("si alquiláramos el local, sacaríamos más") y se conforman con mantenerse con el alquiler de la planta alta, que también les pertenece.
"Reconozco que hay que pintar -señala Alberto-, pero saldría al menos 5000 pesos. El gobierno porteño prometió un subsidio para lugares tradicionales. Lo estamos esperando", agrega.
Nostalgiosos, los Ramos recuerdan que en 1860 pasó por esa esquina la locomotora La Porteña y que, cuando eran adolescentes, ahí paraban los tranvías 14, 25, 61 y 63.
"Por Callao, yo vi pasar a Eisenhower, De Gaulle, Kennedy y Juan Pablo II", alardea Horacio.




