La vegetación tropical, el calor intenso, la cerveza helada y la alegría de la gente con la que asociamos a Brasil están garantizadas. Pero además, estas playas tienen alguna particularidades que las hace algo distintas: las actividades que se practican, su tranquilidad inesperada, su difícil acceso o por ser aún inexploradas.
1. Diogo & Santo Antônio
Bahía
Diogo y Santo Antônio son dupla de la nueva en la Costa dos Coqueiros. Con servicios incipientes y una fuerte impronta de su naturaleza virgen, son como eran Imbassaí y Praia do Forte hace más de 20 años.
Diogo –un pueblo recóndito y silencioso que de tan pequeño ni siquiera parece un pueblo– es un nuevo enclave en el litoral norte de Bahia: la hermosa y transitada Costa dos Coqueiros que abarca 193 km de playa desde Ipitanga (en Salvador) hasta Mangue Seco (limítrofe con el vecino estado de Sergipe). Tiene dos posadas magníficas de precios accesibles incrustadas como gemas en la naturaleza exuberante –Roana y Too Cool na Bahia – y un restaurante ya legendario en la región –Sombra da Mangueira – donde se impone reservar con un día de anticipación para saborear en mesas enormes, a la sombra del árbol que le da nombre, las picanhas y moquecas de Dona Meures. Para llegar a la playa, solitaria y salvaje como ninguna, hay que cruzar el puente sobre el río y caminar un kilómetro (cuarenta minutos) cuesta arriba por arenas tan blancas que parecen intocadas. Vale la pena: desde la cima se tiene una visión incomparable de la extensión indómita barrida por el viento.
A pocos kilómetros de Diogo, entre la restinga y las dunas, aparece Santo Antônio: una aldea donde los animales –perros, gatos, burros, galinhas caipiras– andan sueltos y cuyos 150 habitantes son casi todos parientes, de apellido Mendes. Es un vilarejo que aún no ha sido afectado por el turismo y mantiene viva la tradición del artesanato en palha de piaçava: un resabio de la cultura indígena que solo cultivan las mujeres de la comunidad, que cuelgan y venden sus tejidos en las galerías de sus casas. Los lugareños dicen que el aislamiento ayuda a preservar las costumbres porque "lo único que se puede hacer es pescar, mariscar y trenzar". Hay algunas posadas a precios sumamente accesibles –Dona Lelé, en la "plaza principal", es una de ellas– y restaurantes no faltan: O pescador, que pertenece al nieto del cartero que "fundó" Santo Antônio, es un buen lugar para conocer la historia de este caserío donde la electricidad llegó hace pocos años, con la construcción del vecino complejo Costa do Sauípe.
2. São Miguel do Gostoso
Rio Grande do Norte
Gostoso, como lo llaman todos, está en Rio Grande do Norte, 100 km al norte de Natal en el litoral de Río Grande do Norte. Tiene menos de diez mil habitantes y pocas posadas todavía. El viento cálido que viene de África entre noviembre y marzo es lo primero que atrae a los fans del windsurf y el kitesurf del mundo; después los retiene la calma, la temperatura del agua, las calles de tierra, el humor de los pescadores, las rendeiras, señoras que tejen manteles de hilo blanco en las puertas de sus casas. Eso le pasó al catarinense Kauli Seadi, tricampeón mundial de windsurf que abrió una escuela de deportes náuticos y una posada con 16 bungalows, pileta y cancha de tenis: Bangalô Kauli Seadi. Lo mismo les pasó a Caio Wolf y Juliana Garea, él del interior de São Paulo, ella de Castelar, los dueños de Palmira, un restaurante en la Av. Enseada das Baleias, callecita empedrada con la mayoría de bares y restaurantes de los nuevos habitantes de Gostoso: los que llegaron de vacaciones y no se fueron más. La mejor para el kitesurf y el windsurf es Ponta do Santo Cristo, con la posada Mi Secreto y el restaurante Mar y Brasa, de dueños españoles y onda mediterránea. Desde aquí se ven unos atardeceres gloriosos, el sol yéndose por el mar, al lado de cientos de molinos eólicos.
Si alquilan un buggy pueden ir hasta Tourinhos, a 6 km, una playa desierta rodeada de palmeras y rocas coralinas. Aparece después de un médano, entre dunas blancas y reparada del viento. El acceso es complicado, por eso las probabilidades de encontrarse con la sola compañía del mar turquesa son altas. Hay un parador simple, donde Luis y su familia venden agua de coco y pescado fresquísimo. Si Luis no está es porque está en el mar, pescando.
3. Farol de Santa Marta
Santa Catarina
Es como el Cabo Polonio del sur de Brasil, a solo 131 km de Florianópolis, una playa especial que los hippies comparten con los pescadores y la silueta de un omnipresente faro, construido por los franceses en 1891.
Remontar barriletes es la actividad preferida de los chicos cuando el sol cae sobre el mar, regalando un lindo atardecer. A esa hora sopla un viento infalible. En Farol no hay café express, pero sí hay tainha (un tipo de pescado) fresca en cualquier restaurante. Internet es un bien escaso. Hay poco para hacer: sentarse en un bar a comer camarones empanados, acompañados por arroz, farofa, ensalada, papas fritas. Lanzarse a caminar hasta el faro, que se visita sólo por afuera, pero es la razón de todas las miradas. Cuesta sacar una foto sin su insigne presencia. Proyectado por franceses a finales del siglo XIX, fue inaugurado el 11 de junio de 1891. Está construido con piedra, arena, aceite de ballena y barro. Trepa hasta los 29 metros de altura, gracias a una escalera caracol de 142 peldaños. El giro de su luz cada noche es uno de los magnéticos espectáculos que turistas y pescadores aprecian desde sus casas con balcón, andando por las calles onduladas, o sentados en la arena, esperando que el brillo de la luna salga a competir con ese haz redondo, de puntualidad infalible.
La energía de Santa Marta ya es célebre en todo Brasil. Quizás por eso no sorprenda tanto que un sitio tan pequeño convoque la presencia de varias ONGs como Rasga Mar, a orillas de la Prainha, que se ocupa de preservar el paisaje de dunas del lugar, evitar las construcciones excesivas y lucha contra la iluminación pública de las calles.Por la noche, el Farol tiene buena oferta, con bares que tocan reggae, hip hop, sambarock… Hay pool y videos de surf en Aotearoa. Los locales y turistas coinciden en el muy poblado Boikagô, hay opciones como el Tribo en la Prainha, o el Surf Paradise en Cardoso. Quienes son habitués dicen que ya no todo es como antes, que no es posible que en temporada alta los autos estacionen de los dos lados de la calle, que este es un sitio para caminar, no para andar en auto, para que el protagonista sea el paisaje y no para ver y ser visto.Probablemente tengan razón, pero el sello de los pescadores y el faro sigue vivo aún para quien llega en el siglo XXI.
4. Porto Belo
Santa Catarina
Un nuevo point de Porto Belo es el lado tranquilo, el oeste, de la misma península de Bombinhas. Tiene menos infraestructura y playas mucho más desiertas, tanto, que cuesta creer que sea el sur de Brasil.
Como las posadas son pocas, los turistas suelen elegir Porto Belo como paseo por el día desde Bombinhas. Allí se ofrecen salidas en escuna para conocer Caixa D’Aço, Estaleiro e ir hasta la isla de Porto Belo. Las más conocidas son las de Porto dos Piratas, con animadores disfrazados de bucaneros, mucha recreación y música alta. Hay otra salida, que mueve mucha gente, que va directo a la isla de Porto Belo. Allí se pueden alquilar silla y sombrilla y escoger entre algunas de sus playas (Central, do Trapiche y Prainha) para pasar el día. Estaleiro es la más bella –y corta– de las playas continentales. Se accede solo por barco o a pie por un sendero bastante empinado, lo que garantiza menos gente. Para apropiarse de ese pequeño tesoro, hacer base en la posada Refúgio do Estaleiro y disfrutar de su infinity pool es una excelente opción. Más accesible es Perequê, preferida por familias. En el Centro, es interesante visitar la Casa do Turista, un pequeño negocio con piezas hechas con caracoles, escamas de pescados y otros detritos marinos. Hay desde objetos pequeños hasta grandes esculturas.
5. Ponta do Corumbau
Bahia
Su difícil acceso, a 77 km de Cumuruxatiba, o a media hora de buggy desde Caraíva, lo convierte en un enclave muy tranquilo, en contacto con la naturaleza.
Hay solo dos hoteles de lujo, bastante alejados del pequeño casco urbano, unas pocas posadas, y otros tantos restaurantes donde pasan el día en la playa los que llegan en buggy o en barco, desde Cumuruxatiba o Caraíva. El acceso por tierra es bastante malo y eso mismo preserva a esta aldea de pescadores que se detecta justo entre la desembocadura del río Corumbau y el mar. Ninguna vidriera. Ningún boliche. Tiene, felizmente, algunos resorts bastante coquetos como al Fazenda Sao Francisco o Vila Naia
A quienes busquen algo más que tranquilidad, Ponta do Corumbau probablemente les sepa a poco. Cuando la marea baja, la lengua de arena blanca que queda al descubierto atrae a cientos de gaviotines que llegan a picotear almejas o caracoles. Los restaurantes reciben a los viajeros y los invitan a usar la sombra de sus camastros a cambio de una consumición mínima: si hay pesca de budião y lo pide grelhado podrá disfrutar del sabor del mar en su mejor expresión. Siempre acompañado de arroz y feijão, claro.