Lo entrevisté en varias ocasiones a lo largo de un par de semanas para dedicarle una edición completa del suplemento semanal que editaba por entonces, El Cronista Gourmet. Corría el año 1993. Yo tenía 21 años y estaba fascinada con su figura expansiva y su verborragia. Su entusiasmo por la vida. Su historia. Él acababa de cumplir 55. Recuerdo que me contó, muerto de risa, que había mandado a colgar dos pasacalles cerca de su restaurante Gato Dumas Cocinero, en Junín 1745, que decían "Feliz Cumpleaños Gato ¡ídolo! Tus amigos de la Recoleta". Lo hizo para que ocurriera lo que ocurrió: que todos se miraran, extrañados, preguntándose de quién había sido la idea.
Su ego no se andaba con chiquitas, pero avanzaba con simpatía. No había temas prohibidos y el grabador siempre resultaba insuficiente. El suplemento tenía ocho páginas, y si bien fueron de dedicación exclusiva, no hubo manera de hacer caber esa vida. El pasado era valioso y poblado de anécdotas. El presente, una diatriba de protestas, más en broma que en serio, sobre las injusticias de la gastronomía en un país ingrato. Y al hablar del futuro le brillaban los ojos. Estaba feliz con su matrimonio con Mariana Gassó –26 años menor–, y eso que aún no había nacido su hija Olivia (1998).
Hablamos sobre la envidia. "No puedo tener ninguna relación con la envidia", me dijo. "Todo lo tuve. No pude envidiar a nadie porque como soy un individuo que no me interesa el dinero, y para lo único que lo quiero es para comprarme cosas… Quise un auto sport… me lo compré, y lo perdí. Hago plata y así la gasto", dijo.
–¿Y la envidia de los otros?, le pregunté
–Yo hablo, digo todo lo que pienso. Largo, largo todo. Gracias a eso, soy como Brasil. Al Gato Dumas, ámalo o deixalo.
A lo hecho, pecho
Fue un militante de la buena vida. Y si bien sufrió varios embates –tres de los cuatro hijos que tuvo con Lala Snee, su primera esposa, son discapacitados– nunca estuvo ni cerca de victimizarse. "Esos que hablan del purgatorio en vida, qué purtagorio, si pasé la mejor vida de todo el mundo. Laburé cuando quise, no laburé. Fui un vago, hice cuanta macana se te ocurra. Fui mujeriego, esquié en el agua, viví en Europa años, viajé por todo el mundo, con y sin plata. Tuve la suerte de unos padres que siempre tuvieron todo para el nene. Pero ahí tenés… salí fantástico. Yo malcriaría a cualquiera, si después van a salir como yo. Hasta los 25 años no hice nada. Hice todo mal, o no hice nada. Después trabajé 18 horas por día y estaba feliz", afirmaba.
No reconocía maestros, sencillamente porque no los había. "Yo fui un autodidacta total, por cultura y sobre todo, por lo que me enseñaron en mi casa. Cuando yo empecé a cocinar no había maestros en la Argentina. Aquí no hay respeto por el profesional que se ha roto el alma, ha inventado todo lo que ha podido y es reconocido en Europa… Aquí tenés que estar constantemente inventado cosas, que duran 15 días y todos lo copian. Y todos lo critican. Me siento muy copiado, y no me hace gracia. Mucha gente me dice, y qué más querés que que te copien? Pero no me gusta, porque la inversión en viajes la hago yo, los libros para estudiar los compro yo, y todos copian. Aquí los únicos creativos son López Scharf, Valledor, Ramiro Rodríguez Pardo, Ada Concaro, Francis Mallmann y Peloncha. Se acabó. Abrir y copiar de un libro no es creativo".
Pionero recoleto
Las medias tintas nunca fueron lo suyo. Le gustaba crear y provocar. Cuando abrió La Chimère, allá por 1964, se divertía con los productos importados que le acercaba su amigo Miki González Moreno. Escandalizaba a los comensales ofreciendo carne de tigre de Bengala y pata de elefante, mucho antes de que se hablara de ecología y sustentabilidad.
En la picada servía hormigas con y sin chocolate, orugas (caterpillars) y, como parte del menú, recordaba un lomo "quimérico" (en honor al nombre del restaurante) que era ardiente, picante. Muchas veces los clientes lo devolvían porque era demasiado hot. Y él se enojaba. "¡Dice ardiente, no va a ser agridulce!", reclamaba.
En aquella época, no existían los restaurantes gourmet de pocas mesas. Sus competidores eran la Munich, La Emiliana o Pedemonte. Él hizo los números para la apertura a ojo, y recibía los consejos de los comensales de mucha fortuna que lo visitaban. "Venían los dueños del azúcar Méndez, o Fortabat con Amalita, y me decían que no podía permitir que viniera alguien a comer en remera. Yo tenía 26 años, y me peleaba: les decía que para mí todos tenían el mismo valor. Me lo decían porque yo era el hijo de Pierrette y el nieto del turco Lagos, y ellos sentían que me estaban apadrinando".
En efecto, su abuelo fue Alberto Lagos (1885-1960), reconocido escultor y muy buen cocinero. El Gato siempre atribuyó sus primeros pasos culinarios a las experiencias compartidas con él, que le regaló su primer delantal. Lagos falleció mientras Dumas estaba en Londres (donde, según él mismo, dio clases de tango, decoró tres boites que fueron moda, jugó rugby para Richmond y lavó miles de copas y peló toneladas de papas). "Cuando murió mi abuelo, no sufrí, porque pensé en la vida maravillosa que había hecho ese hombre. Y yo pensé que iba a hacer lo mismo".
Y así fue. A La Chimère le siguieron La Termita, Hereford, La Jamonería de Vieytes, el Drugstore de Recoleta, Clark´s, La Terraza del Gato Dumas, La Rotisería de Pilar, un gran barco que se llamó El Delta Queen y Carpaccio, entre otros.
En 1973 viajó a San Pablo, donde estableció Clark's São Paulo. En 1975 se trasladó a Búzios, donde construyó La Posada La Chimère, en honor a su primer restaurante. Volvió siete años después, donde tuvo su segundo ciclo porteño.
Para 1993 –cuando aún faltaban once años para que falleciera, en 2004– su balance era más que positivo. Vivía en Pilar, donde recibía a sus amigos cocineros, y arremetía contra la mediocridad. "Yo tuve de todo, pero me rompí el alma. Porque cuando era pintor y me di cuenta de que no iba a ser el mejor, dejé de pintar. Y en 1959, cuando estudiaba arquitectura, en cuarto año pensé que me iba a aburrir, lo dejé. Y tuve las bolas de dejarlo, y de ir a decirle a mi padre –único hijo que unía dos estudios como el de Sánchez Lagos & de la Torre, y Alberto y Carlos Dumas, yo era el único heredero… – ‘no voy a estudiar más y me voy a lavar platos a Inglaterra’. Y tiré todo al diablo y tuve las pelotas para hacerlo. Lo que hace falta a la gente para ser feliz es dedicarse a tener ganas de… Hay que tener ganas de vivir. Los que no hacen cosas divertidas, los que no se mueven, los que no gozan de la vida, son unos idiotas. No entiendo a la gente que puede andar todo el tiempo con un traje gris o marrón. No entiendo a la gente que llega a su casa y se pone zapatillas y bermudas, mira televisión y se va a dormir. No, no. No entiendo la mediocridad".