Japón: por la antigua ruta Nakasendo, entre cerezos y pandas
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Gonzalo Gaviña . Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
Los últimos días de marzo dan inicio a uno de los eventos más espectaculares en Japón: los cerezos en flor se lucen en cada rincón del país. El futurismo cede la corona a la naturaleza. Son las 7 de la mañana en Hakone. En compañía de un roll de sushi trazo mi próximo destino, la antigua ruta de Nakasendo. Entre 1603-1868 unió a Edo (actual Tokio) con la ciudad de Kyoto. Utilizada por viajeros y comerciantes, la ruta también era conocida por ser una de las Gokaido o cinco rutas que partían de la antigua capital.
Busco el tren que me llevará a la aldea de Magome, en la parte meridional del valle de Kiso, prefectura de Gifu. Desde aquel punto se inicia un soñado tramo de la ruta Nakasendo de 7,8km hasta la localidad de Tsumago, que haré caminando. A medida que el tren avanza me alejo del volcán Fuji para adentrarme en la gran ciudad de Nagoya, capital automovilística de la nación y hogar de grandes corporaciones. Basta mirar por la ventana para entender el poderío económico de la metrópoli.
Han pasado dos horas desde mi partida y la estación central de Nagoya me seduce con un económico almuerzo: ramen y una fría cerveza Sapporo. A pesar de la distracción y el buen sabor de la carne y los fideos es tiempo de partir. Mi próximo tren no espera. Algo aprendí de la isla, su puntualidad es absoluta. Mi conexión se hace presente en el andén y con mochila al hombro embarco. Un tren de segunda línea me desplaza a cómoda velocidad entre verdes campos y pequeños pueblos. Las casitas de madera evidencian el comienzo de la zona rural e inmediatamente percibo la calidez de la región. Poco a poco relajo mis sentidos y me sumerjo en la cultura milenaria japonesa. En unos minutos estaré llegando a Nakatsugawa, anteúltimo punto de mi itinerario.
Las horas pasan y el atardecer confirma que debo posponer la caminata para el siguiente día. Un moderno bus me conduce entre montañas y coloridos árboles hacia Magome.
Lo irreal se transforma en real. No hay cables de luz en las calles. Un camino de piedra se eleva entre pequeños hogares de madera teca rindiendo honor a la antigua arquitectura japonesa. Bellos bonsáis y estanques con peces adornan los pórticos. Los carteles con manuscritos elevan la atmósfera al máximo. La escala es perfecta y la antigüedad es palpable. Mi mente y alma se trasladan inmediatamente a tiempos remotos en donde los samuráis habitaban el lugar. Entro en mi hotel. Una clásica posada llamada Ryokan me invita a disfrutar de una típica experiencia nipona. Entre tatamis y ornamentos hago el check in. El día fue largo y es tiempo de cenar un rico okonomiyaki y dormir para así mañana encarar una caminata inolvidable.
La mañana, que se presenta con el cielo grisáceo, amenaza sin éxito mi periplo. Hermosas tiendas y hoteles de antaño marcan el inicio de mi caminata. Los primeros dos kilómetros suben a través de una zona boscosa y los siguientes son en bajada. Los cerezos en flor brillan en todas sus versiones. La salvaje naturaleza se hace presente en un cartel con la imagen de un oso junto a una campana. Sí, hay osos sueltos. El letrero indica que al ver uno de ellos se debe hacer sonar la campana en busca de la ayuda de un guarda parque. Un detalle que adiciona la medida justa de adrenalina al paseo. Mis pasos por el bosque se tornan misteriosos y cualquier ruido alerta mis sentidos. A pesar de la advertencia atravieso un idílico paisaje de cascadas, puentes, cedros y animales silvestres.
Las huellas marcan el camino conduciéndome a través de viejas aldeas. Arrozales, huertas, molinos, criaderos de peces hacen de la zona un sitio especial. La naturaleza que rodea estos pequeños pueblos es sensacional. No aflojo mi andar y a pocos kilómetros de Tsumago me encuentro con un bosque de bambú. Las cañas invitan a jugar y tomar fotografías. Finalmente llego a Tsumago. Los 7,8 km han sido cumplidos. Como si fuera un museo al aire libre, la aldea enmudece al viajero con sus acogedoras casas de té y artesanías, hoteles tradicionales y su templo Kotoku-ji que data del siglo XV. Han pasado siete horas desde mi partida y es momento de recorrer esta pequeña aldea. Conversando con la gente descubrí que estas aldeas son utilizadas frecuentemente por los directores de cine. No me sorprende, ambas son reliquias del tiempo.
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