Con este asunto de los fines de semana largo, el mes pasado aproveché para hacerme una de las tan mentadas "escapadas". A ver si le encontraba sentido al fatídico sintagma turístico de "para aprovechar". Me fui a una estancia. Por supuesto que me perdí en el camino y el celular no tenía señal en medio del ripio, no había un solo cristiano a quien preguntarle en kilómetros a la redonda y el único gaucho que pasó a caballo no tenía ni la más pálida idea. Igual llegamos, llenos de polvo y con un hambre africana.
El dueño de casa nos esperaba despierto con una cara de felicidad infinita, igual que la empleada que nos sirvió a más velocidad que un fast food sus malfatti caseritos, igualitos a los que hace mi mujercita. Tanto que a los cinco minutos las dos estaban comparando recetas. Así llegaron a la conclusión de que la diferencia era el agua, porque la napa en el campo no tiene ni punto de comparación con el agua de la gran ciudad. Ahí yo iba a introducir el tema del agua mineral, pero preferí irme a dormir.
En mi habitación, a metros de la de mi anfitrión, nos esperaba una finísima cama de no sé cuál de sus ancestros, con chirrido centenario y colchón de lana como –gracias a Dios– ya no se consigue en ningún lado. A la medianoche se apagó el motor de la luz, me desvelé buscando los fósforos para encender la vela que me habían dado y finalmente terminé de despertarme cuando me tragué todas las paredes que había camino al baño.
Conclusión: cuando mi mujer me despertó para ver el amanecer y salir de cabalgata, le dije: "mi amor, ¿no te ofendés?" ¿Hacemos como los sábados a la mañana que vos te levantás y yo me quedo durmiendo? Para aprovechar…
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