"El abrazo partido" y su huella en el universo de las clásicas galerías de Once
Un recorrido por los comercios del barrio que inspiraron a Daniel Burman en su película; una mirada del intercambio entre los demás vecinos de esta barriada multicultural
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La galería es una casa, una gran familia, una especie de conventillo, un mundo. La mercería que está en la galería Azul, donde se filmaron algunas escenas de El abrazo partido, la película de Daniel Burman, tiene un aire al local de Creaciones Elías. Este negocio con vidriera al frente está en Lavalle 2331, en pleno barrio de Once. La señora que la atiende, que no es Sonia [Adriana Aizemberg], dice que ella todavía no estaba en la galería cuando se filmó la película hace once años. "Pero Caro debe saber", dice, hace una seña con la mano, da dos pasos largos y ya está adentro de la zapatería de enfrente, al otro lado del pasillo. La puerta de vidrio está abierta. Un chico de edad escolar -camisa blanca, pantalón negro de vestir y kipá- se prueba zapatos en una banqueta frente a un espejo.
"¿Caro, vos te acordás de que acá se haya filmado una película?", entra preguntando. Carolina cuenta que sí. Ella tendría 20 años; se acuerda porque en esa época le ayudaba a su papá en el negocio. "Fue muy divertido verlos cuando filmaban y después en la película", dice. La vecina se ríe, asombrada. "No lo puedo creer, no lo puedo creer. ¡Actores!", dice y parece fascinada. Ahora quiere ver la película, repite varias veces.
"Acá en el bar estaba todo como ahora, ellos, Daniel Hendler y la chica, estaban charlando en esa mesita"
"Pero los muchachos te pueden decir mejor que yo: Rober, del bar, donde estuvieron filmando, o los sastres", dice Carolina. Se asoma a la puerta y señala en dirección a un bar de dos mesas. "Allá está Rober. Decile que te mandé yo. Nosotros somos como una familia: estamos para lo que se necesite". Y acota: "Compartís más con ellos que con tu familia. Estamos doce horas acá". Dice esto último mientras se acerca al facturero a liquidar el par de zapatos que acaba de vender.
A Roberto Leguizamón, Rober para los de la galería, le cuesta creer que hayan pasado once años de la filmación. Tiene 20 allí y recuerda a la perfección la escena que se rodó en su bar durante toda una tarde. "Acá en el bar estaba todo como ahora", dice. "Ellos, Daniel Hendler y la chica [Melina Petriella], estaban charlando en esa mesita", señala hacia afuera del bar, desde atrás del mostrador, el lugar en el que estaba la cámara, según recuerda.
Él cuenta que la galería era muy distinta: era conocida porque había un gran local de camperas. El dueño era Alberto Dayán, que empezó alquilando un local del fondo y después fue comprando gran parte de los demás negocios. "Él se ve en la película. Seguro que le va a gustar hablar", dice. Cuenta que Alberto se mudó a Ecuador 425 (varios en la galería saben la dirección de memoria), busca el número de teléfono en lo de un vecino y lo anota en el papel sulfito con el que envuelve los sánguches.
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Una persiana baja
El frente de la galería que se preparó para que ocuparan los hermanos Ariel y Joseph [Daniel Hendler y Sergio Boris], Sonia [Adriana Aizemberg], Elías [Jorge D’Elía], Mitelman [Diego Korol], Rita [Silvina Bosco], Osvaldo [Isaac Fain] y Saligani [Atilio Pozzobón] está a una cuadra de la galería Azul, en Lavalle entre Azcuénaga y Larrea. Ni nombre tiene y está cerrada. Detrás de esa persiana negra que cae oxidada se completan las huellas de la película de Burman. El mismo contó en una entrevista que encontraron esta galería cerrada y que la acondicionaron para filmar con el sueño de que permaneciera abierta, algo que no pudo concretarse.
El lugar conserva dos locales abiertos; son los que tienen vidriera a la calle. Estaban cuando se filmó la película y persisten: una venta de telas de jean al por mayor y una mercería. Entre rollos de jeans están Ricardo y Yaco Yemar, dos hermanos que ya pasaron los 60, los dueños del negocio, que se abrió en 1975. "Sí, sí, me acuerdo que se filmó acá esa película", dice Ricardo, pero no quiere contar mucho. Dice que la vio y que le gustó, que fue emotiva. Su hermano recuerda que ellos le prestaron a Burman la balanza que necesitaba para la carrera. Va al otro lado de un divisorio de madera donde guarda cachivaches pero dice que ya no la tiene. "A toda la colectividad le gustó la película", dice.
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Ellos disfrutaron de ver la galería, que hace años está cerrada, con movimiento. En la película estaba desde la típica lencería hasta uno de los primeros cibers y las luces de la galería casi no se apagaban nunca. Llega al umbral de la puerta Gabriel, el hijo de Ricardo, y dice que no vio la película porque no le gusta el cine argentino. "Le faltan efectos especiales", comenta serio y se pierde entre los rollos de jeans.
Rubio, de barba, pantalón, camisa y zapatos negros, Willy Avlovsky, de 34 años, trabaja como seguridad en el templo que está enfrente de la galería de los Makaroff. "La película me gustó, la ví dos veces. Es igual a lo que pasa cada día acá, es como mirar ahí afuera", dice. "La gente en la calle, los comerciantes en las galerías, los rabinos", enumera. Antes de despedirse agrega que la mayoría de los que asisten al templo sabe de la película pero no la vio. "No pueden ver cine ni televisión porque son religiosos ultraortodoxos".
"Cuando leí el guión dije: ‘Un tipo que viene de Israel y le falta un brazo. Eso no va a andar"
Alberto Dayán, el "señor de las camperas", no sólo vio la película varias veces sino que participó de la filmación, que tiene muy presente. Cuenta que de joven estudió dirección de cine y que cuando le ofrecieron actuar aceptó tres papeles: se lo ve primero ofreciéndole camperas a Ariel y Mitelman, luego en una financiera y también en la calle cuando ellos pasan hablando de la nueva ciudadanía que quieren tramitar para irse del país. "Yo en ningún momento creí en la película", se sincera. "Venía de estudiar a Truffaut, Pasolini, Visconti y cuando lo ví a Burman dije: ‘Este pibe qué va a hacer. ¡Nada que ver! Es un fracaso total".
Según Alberto, el tema que planteaba la película no era para nada importante. "Cuando leí el guión dije: ‘Un tipo que viene de Israel y le falta un brazo. Eso no va a andar", cuenta ahora lo que pensó entonces. Después de diez años cree saber qué sedujo de la película. "Muestra bien la convivencia entre judíos, coreanos, españoles, italianos, alemanes. En otros países interesó mucho porque lo veían al revés que nosotros: querían ver qué había sido de los judíos que habían salido de sus países". Y agrega: "Sobre todo los alemanes, que tienen una gran deuda con nosotros".
El mundo de las galerías
Hace 23 años que Zulema Calderón atiende el teléfono en un local de fletes casi al final de la galería Azul. "Una vida acá adentro. Este lugar tiene tantas historias, taaaantas. Si hablara...", dice. Pero no hay modo de sacarle más que eso. Los recuerdos son para ella. "Es una tristeza", suelta en un momento y despista. Las galerías conservan secretos bien guardados, como la infidelidad que le confió Sonia a su hijo Ariel después de 20 años en la lencería de la familia, justo enfrente de la papelera de Osvaldo.
Zulema coincide con Roberto en que la galería ya no es la misma que hace diez o quince años. "¿Sabés por qué se llama Azul? Antes tenía un cartel con luces azules que justificaba el nombre", dice. "Pero, como todo lo que se rompe ya no se arregla... Está venido a menos. Era un espectáculo antes". Arriba de los ascensores los carteles que alguna vez anunciaron los pisos y hacia qué dependencia conducía cada uno están convertidos en paños de tela sucios con algunas pocas letras y números a medio caer.
En su sastrería, justo al lado de los fletes de Zulema, está José Ugarte, de 40 años, y su padre, Esteban, que, centímetro al cuello pide media vuelta a una clienta que se prueba una blusa tomada con varios alfileres. "Somos los más antiguos acá", se presenta José. Con un gesto ofrece la única silla libre a la vista; a la otra la ocupa él frente a una máquina de coser donde se desliza un vestido color crema, como para fiesta de quince.
"Hace más de treinta años que estamos. Somos cuatro generaciones de sastres", dice. "Cuando mi familia llegó acá, la galería era otra cosa. Me acuerdo que había fiambrería, panadería, prode", describe José. De aquellas épocas tiene las anécdotas de su padre, que él hizo propias. "Incluso había una boutique que organizaba desfiles. Tenía mucha categoría la galería", agrega.
José sigue con el vestido; se levanta para plancharlo a verificar las pinzas que acaba de hacer. La plancha, pegada con cinta para que no se abra, echa vapor. "Acá se conoce toda la gente. Si todos tiraran para el mismo lado sería más fácil progresar, volver a ser lo que éramos", dice. De pronto, su padre que permanecía callado pero atento a la conversación, apunta: "Es como en todo, como en una familia, no todos quieren el orden. Eso falta, orden acá".
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El dueño del bar, Roberto, sale del local para llevar otro pedido y un cortado más. "Acá atiendo con mi señora y mi hija. No lo dejo por nada a esto, el ruido de la galería, el movimiento. Me fui acostumbrando. Acá cuando se juntan varios se arma polémica en el bar. Es una linda compañía la galería", dice y se mueve con pasos cortos detrás del mostrador que le sirve de divisorio para cocinar. "Y Alberto es de fierro. Un verano me dice: ‘¡Qué cara de cansado, Rober! ¿Cuándo te vas de vacaciones?’. Le dije que estaba seco. ‘Te vas a Mar del Plata, te presto el departamento por quince días". Dice que como esa tiene miles para contar.
Dayán también se acuerda de aquel día. "Una vez los muchachos querían ver los partidos y se había roto el televisor. Fuimos y trajimos uno nuevo a la galería", recuerda. Dice que desde que se mudó "extraña horrores" los amigos, la convivencia. "Una galería es como un conventillo", define este comerciante judío de 75 años que después de 30 en la galería Azul se trasladó con sus camperas a un local con puerta a la calle a pocas cuadras, pero que le parece otro mundo.
"Cuando mi familia llegó acá, la galería era otra cosa. Me acuerdo que había fiambrería, panadería, prode"
Entra un cliente al bar, se lo nota exaltado: "Acá a la vuelta están intentando linchar a un pibe. Si te apurás tenés la primicia". Mientras, un vendedor de pochoclo, ajeno a las tribulaciones de la zona, avanza por la galería; tiene un sombrero de paja y maneja una bicicleta antigua. Se deja ver local por local y así gasta su día.
El barrio de Once, el refugio de la comunidad de judíos más grande de América latina, tuvo en esa zona su primer cementerio, su templo, su escuela, sus comercios de telas. Ahora es un lugar de convivencia multicultural. La tarde avanza y cerca de las cinco las veredas del barrio adquieren la rapidez del final de la jornada. Se destacan los hombres que van con carros cargados de cajas; algunos parecen salidos de la carrera de Ramón y El peruano por la prisa que llevan.
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