Ricardo Jaime, un compadrito derrotado
Ricardo Jaime atravesó solo una valla lateral de Comodoro Py en dirección a Retiro. Eran las diez de la mañana y faltaban seis horas para la sentencia. Metido en un traje azul oscuro, seguido de una estela penetrante de perfume, el ex secretario de Transporte y hombre de confianza de Néstor Kirchner caminaba con paso de compadrito, un bamboleo sutil al borde de la renguera. Saludó a un par de funcionarios de rango menor del Ministerio de Justicia y agitó un estuche que llevaba en la mano, proyectando la imagen del derrotado transitorio, como si detrás de las noticias y del hecho de confesarse coimero en un área que pagó la corrupción con vidas humanas lo esperara un destino de fortuna, un yate de nombre Capricornio varado en las aguas de Piriápolis. Daba la impresión, Jaime, de ser un caído en desgracia condenado al éxito.
Lejos del radar de las cámaras, fue la postal marginal que clausuró la primera parte de una jornada llamada a la historia. A la tarde, los imputados se sentaron a escuchar las sentencias y Jaime se fue a casa con una condena de seis años de cárcel.
El mapa de calor del dictamen se reflejó en dos dimensiones: los imputados y los familiares de víctimas y sobrevivientes. Una foto viral tomada por Marcos Brindicci en la breve audiencia de la mañana lo resume todo: Ricardo Jaime en primer plano, barba de diseño y bronceado perfecto; detrás de él, apenas fuera de foco del otro lado de la pecera del recinto, con el entrecejo fruncido y los ojos clavados como con láser en la nuca del ex funcionario, aparece Paolo Menghini, padre de Lucas Menghini Rey, alias Chimu, cantautor de 20 años aplastado entre dos vagones del Chapa 16.
En el piso superior, junto al sector de prensa de la sala AMIA, la mujer y los hijos de Juan Pablo Schiavi, el secretario de Transporte en funciones al momento de la tragedia, esperaban el fallo después de haber presenciado todo el juicio. Abajo, Schiavi mandaba mensajes con dos teléfonos y tamborileaba la lapicera sobre las páginas de un cuaderno escolar en el que iba anotando una a una las sentencias, incluso después de escuchar su condena a ocho años de prisión.
Afuera, las familias se habían organizado entre el vallado cubierto con las fotos de sus seres queridos y un trailer equipado con pantalla y sistema de sonido para seguir en directo la definición. Vanesa Toledo pensaba en la última vez que vio a su madre, Graciela Díaz, que esa mañana de febrero iba camino al bar de Once en el que trabajaba, a tres cuadras de la estación. María Delia Zanotti recordaba a su hijo Pablo, oficinista de una empresa de regalería y bailarín de comedia musical. Antes de que empezara el juicio, Delia se tatuó en el brazo una frase que representa cada minuto de sus últimos cuatro años: "Estoy en silencio pensándote a gritos". Luciano Cerricchie pensaba en su hermano mayor, su mentor, Matías, y también en su cuñada, Natalia Benítez. Matías y Natalia trabajaban en locales de ropa de Once. Se enamoraron y se casaron un año antes del choque. Habían levantado su pieza en la parte de arriba de la casa de Luciano en San Justo.
Del terrorismo de Estado a Once, pasando por AMIA y Cromañón, los familiares de víctimas lideraron los reclamos de justicia de masacres y tragedias evitables, y fueron en muchos casos motor de las causas. María Luján Rey, madre de Lucas, mencionó ese linaje y agradeció los vínculos en el discurso del final de la jornada. En el trailer, rodeada de compañeras de lucha, recordó las primeras horas después del choque: "Hasta la gente que nos quería nos daba una palmadita y nos decía: ‘En este país nunca pasa nada’. Y hoy tenemos a todos estos corruptos condenados. Nosotros no nos permitimos dudar, porque eso nos hubiera imposibilitado llegar hasta acá"







