
El arte del mal de ojo
SEVILLA, España.- Sólo un ruego encarecido, un conjuro o tres gotas de aceite de oliva deslizándose entre los dedos salvan a los mortales de la enfermedad que se transmite con la mirada. Eso advierte María, una mujer que vive en esta ciudad andaluza, a orillas del Guadalquivir:
-El mal de ojo es tremendo. Te puede matar. De la fiebre o de la pena.
Mientras señala a una gitana que baila y canta flamenco como si tuviera las entrañas en el corazón o en la garganta, María acusa:
-Son esas mujeres las que te echan el mal. No la mires.
Según reza la medicina popular, el mal de ojo humedece las miradas y provoca fiebres altas. Aquí, en Andalucía, una combinación de pan, sal, tomate y tres granos de trigo solía utilizarse antiguamente como amuleto contra la maldición, de la que siempre se acusó a las gitanas y a otras mujeres marginales.
En pleno siglo XXI, María sigue temiendo por la humedad de ojos propios y ajenos. Sin embargo, quienes tenemos los ojos mojados sustentamos otro argumento: es el arte de la bailadora, sólo su arte, el que despierta lágrimas dormidas y hace resplandecer los adoquines de la calle.
María no lo sabe: en pleno siglo XXI, la medicina no ha hallado evidencia científica acerca de la existencia del mal de ojo. Sin embargo, basta con hacer click en el sitio web de la Academia Americana de las Ciencias -uno de los bancos de datos más prestigiosos- para encontrar más de 400 trabajos científicos que, en el último tiempo, se expidieron en favor de los beneficios de las emociones simples, esas que despiertan las hormonas del bienestar.
Le digo a María:
-Esta danza es emocionante. Vení, miremos.
No puedo convencerla. Ella tiene en su casa un santuario para rezar contra el mal de ojo. Es un santuario que nada se parece a los de "excelencia médica" que se mencionan en la nota de esta misma página.
Como último recurso, le recuerdo a María que, en Extremadura, no muy lejos de aquí, la medicina popular solía distinguir entre el mal de ojo malintencionado y el bienintencionado. Entonces ella -que por las dudas se va rumiando las palabras de un ritual de sanación-, al menos acepta mirar de reojo el improvisado escenario, en el que nada se parece a la muerte o la pena.
Y yo me quedo pensando que cualquier científico ávido de investigar las emociones simples podría hallar aquí, a orillas del Guadalquivir, su mejor objeto de estudio.







