Dalila Puzzovio: “Con Marta Minujín somos el karma una para la otra”
Se inauguró ayer la muestra “Autorretrato” de la artista en el Moderno: un recorrido por la carrera de un ícono pop que fusionó moda y arte conceptual
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“Yo hacía lo que quería, lo que me diera ganas”, dice Dalila Puzzovio sentada en la biblioteca del Museo Moderno, con las piernas cruzadas y una chatitas beige bordadas con perlas en primer plano y su eterna y amorosa sonrisa enmarcada con su reconocida melena corta y rojiza. Una artista multidisciplinaria, se podría definir, porque Dalila tuvo diferentes recorridos y rubros.
Junto a su compañero Charlie Squirru realizó patrones para estampas que terminaron en las colecciones de Oscar de la Renta y Calvin Klein, en los Estados Unidos. Se dedicó al vestuario teatral y cinematográfico, pasó por la dirección de arte en arquitectura, ambientación y en la impresión gráfica.
Diseñó una etiqueta de prêt-à-porter que incluyó accesorios, sombreros y una línea de delantales. Todo con su sello, todo con el nombre propio como presentación. “Dalila Tricot” itineró entre las boutiques exclusivas de Buenos Aires, como L’Interdit, La Solderie, Z y la tienda Harrods.
Hizo pulóveres con ventanas de vinilo transparente y borlas precolombinas para el local Mme. Frou Frou, de Rosita Bailón, en Galería del Este. “No es que estuviera haciendo algo paralelo. Se daba naturalmente”, dice.


Pero hay un antes y un después de la gran insignia que significó “Dalila Doble Plataforma”, obra por la que suele estar considerada como artista pop. Fue presentada en 1967, en el Premio Internacional del Instituto Di Tella, y resultó tan novedosa que identificó su carrera. Se trató de un arte ligado a la moda y el consumo. Y armó un dispositivo para exhibirlo.
En su idea de futuro, Puzzovio construyó las plataformas en estructuras de metal e intervino el cuero en colores flúo, y le ofreció la producción a Alberto Grimoldi para comercializarlas, mientras que en el Di Tella las propuso como una experiencia. El jurado del premio debía ir a los locales para evaluar su arte.
Pop lunfardo llamó el crítico de arte francés Pierre Restany a este grupo de artistas que había logrado una visión local del pop-art, movimiento que incorporó objetos de la cultura popular.
“¡Es antediluviano!”, dice Dalila, quien ostenta una trayectoria de más de sesenta años donde inauguró novedades en diferentes etapas. En estos inicios se centra el Museo Moderno para contar trayectos no tan visitados. Empieza con el informalismo, el movimiento donde los artistas usaban materiales de desecho y alteraron los límites de los géneros artísticos tradicionales.
“Los yesos fueron muy shocking por el proceso que se dio para lograrlo y poder materializarlo. Todo muy exigente”, dice y califica como aventura la tarea de ir al Hospital Italiano para basurear los yesos en desuso, que luego usó para componer los tres corsés tipo ambiente y decorados para que el público ingrese.

Dalila Puzzovio: Autorretrato es la muestra que a partir de este fin de semana inaugura el programa anual de exhibiciones del Moderno, dedicado al diálogo entre estas disciplinas desde los años 60 hasta la actualidad. El nombre de la exposición remite a la obra de 1966, presentado por ella para el segundo Premio Nacional del Instituto Di Tella, un cartel que cita al de los anuncios publicitarios. Se trata de un montaje de 700 x 500 cm en el que Puzzovio puso su rostro al cuerpo de la modelo alemana top de la época, Verushka.
“Dalila es un ícono pop, de las plataformas, y no se la tuvo en cuenta con el informalismo. Injustamente, porque tiene unas obras maravillosas. La muestra va a empezar por ahí, con obras totalmente no figurativas y que no se exhibieron demasiado”, introduce la charla Pino Monkes, jefe de Conservación del Museo Moderno, quien junto a Patricio Orellana son los curadores de la exhibición.
“No es una retrospectiva, sino de los años 60 y los 70”, cuenta. La muestra está contada en tres temporalidades distintas, vinculada a sus inicios en el movimiento informalista, sigue el arte pop y luego el acto performático Mientras unos construyen otros destruyen, realizado por ella en medio de la ampliación de la avenida 9 de Julio, y publicada como producción fotográfica en la revista Claudia, en 1979.

El armado de la exposición está delineado por los tres ejes que caracterizan su proclama estética: el cuerpo, lo que envuelve el cuerpo (la moda) y la ambientación.
En la muestra, que se podrá visitar hasta fines de noviembre en el Museo Moderno, habrá obra poco conocida de Dalila, los hitos de su carrera; recreaciones, como los yesos, y una réplica del living del departamento en el que vivió con Charlie: la pareja le daba importancia a la escenografía, por lo que a través de empapelados imaginaban espacios distintos, a veces de leopardo, otros botánicos. Así se cuenta la historia de Dalila en este periodo que va desde lo oscuro hasta el estallido del color, en momentos y ejes que en la mentalidad de la artista no se viven como cortes, sino naturales.
–Con una mirada anacrónica, ¿cómo fue la vida de artista?
–Empecé por el placer que le daba a mi padre de que estudiara pintura y dibujo, entonces me hizo la vida muy fácil. Éramos dos hermanas, estudiamos en un colegio religioso, en la Señora de la Misericordia de la calle Cabildo. Siempre busqué resolver el estudio con una lámina y no con un libro. Cuando estaba en primer año del secundario, mi padre me anotó con Gaspar Besares-Soraire (NdeR: pintor, dibujante, escultor argentino), que me guiaba bastante, aunque era muy autoritario. Luego me compraron el equipo de pintura al aire libre, con el caballete y todo, también era muy agradable ese momento, me la hicieron fácil para que pudiera ser. Además, en aquel momento, llegaban los barcos de Europa que venían con los cortes de seda, camisas y corbatas. Los marinos iban a las casas de los italianos a llevar los muestrarios, las sedas y los casimires de los sastres. Era un ritual. Y papá aprovechaba y me encargaba pinturitas, acuarelas, venían en unos estuches de cuero, con los lápices de colores. El primer día que salí a la calle con el equipo me gritaron “Chau. Picasso”.


–¿Salía a pintar a la calle?
–Los domingos iba a Palermo con el caballete de campaña a pintar el parque. Era muy aceptado todo. Después, además de estudiar, empecé a trabajar con Besares-Soraire, pero había que hacer lo que él quería y a mí me cansaba, entonces me anotaron con Juan Batlle Planas (NdeR:. artista de la vanguardia argentina de los años 30 y referencia en el desarrollo del surrealismo), que era todo lo opuesto y le encantaba lo que yo hacía. Así empecé a conectarme con los artistas de Arte Nuevo. Estaban Alberto Greco, Jaime Davidovich, y otros, que exponían en las galerías Van Riel y Peuser, hacíamos exhibiciones colectivas.
–¿Se apreciaba el espacio para la mujer en el arte?
–Éramos muy pocas mujeres en el Informalismo, en las muestras de arte nuevo los más fuertes eran los varones, Greco, por ejemplo. Nos queríamos mucho. Mi primera muestra sola fue en la Galería Lirolay con Germaine Derbecq, que era una crítica de arte terrorífica que me quería mucho y entonces zafaba. Una de esas obras va a estar en la expo del Moderno. Lirolay era un local a la calle, en Esmeralda, tenía un subsuelo con una sola sala. La planta baja era más grande y tenía una vidriera. Ahí me tocó con Marta (Minujín). Somos el karma una para la otra.
–¿Existían rivalidades entre mujeres? ¿O pensaban aliarse para visibilizarse?
–Esa locura de la mujer, como la que hay ahora, no existía. Este sentido que se da hoy sobre los lugares en que te ponen o no te ponen. La verdad es que no lo sentí, pero éramos muy chicas, yo salía recién del secundario. Ya había trabajado con Besares-Soraire, después vino la muestra Cáscaras, donde hice el trabajo con el yeso, fue la época en la que el Museo de Arte Moderno estaba en el Teatro San Martín, ocupaba tres pisos, y estaba Rafael Squirru, que todavía no era mi cuñado. Él hizo mucho por nosotros, varones y mujeres, animaba a sus amigos para que compren arte a los artistas vivos, no a los muertos. Nos puso en el mismo nivel que los informalistas europeos.

–¿Usted entendía que se estaba convirtiendo en parte de la historia?
–No, para nada. Yo hacía lo que quería. Lo importante era que nos aceptaran la obra.
–¿Cómo construía su carrera?
–Que los críticos te apoyaran era fundamental. El apoyo o el odio se creaba entre artistas más que en los críticos de arte. Nosotros estábamos muy pendientes de los comentarios que salían, ahora no se si alguien está tan pendiente de quien critica arte, pero en aquel momento era de vida o muerte que te nombren o no. Por eso rescato el lugar que nos dio Rafael Squirru, su lucha y atrevimiento cuando en una muestra extranjera puso a los artistas argentinos para que se viera que no estábamos atrasados ni equivocados.
–¡Hay que hablar del Instituto Di Tella!
–Al Di Tella llegábamos por invitación. Teníamos el sector de Jorge Romero Brest para hacer lo que se nos ocurriera. Ahí hemos hecho muchas cosas. Los críticos que venían de afuera quedaban muy impresionados. Llegaban por tres días, pero si podían se quedaban a vivir. Pierre Restany quedó loco. Fue muy gratificante. Estábamos en culis mundi. Además, ninguno de nosotros habíamos ido a Europa o Estados Unidos, entonces era hacer un equivalente a lo que ocurría afuera y no se sabía por qué coincidíamos, no era que vivíamos viendo videos o cosas para copiar.
–Hoy está accesible el concepto de “vanguardias simultáneas” en contraposición al de “periféricas” que se percibía en América Latina.
–Yo jamás miré por fuera. Voy a hablar por mí. Cuando empezó el Instituto Di Tella ya estaba trabajando en plástica, había estado en talleres de artistas, donde practicaba distintas técnicas buscando mi historia, mi camino. Había un gran movimiento de artistas informalistas en Buenos Aires que se llamaba Arte Nuevo y ellos me invitaron. De ahí fui a ver a Germaine Derbecq, la artista francesa y también curadora de Lirolay, que era la galería de los nuevos jóvenes que recién se abrían. Yo le fui a preguntar dónde podía seguir estudiando y ella me dijo que de ninguna manera, que basta de maestros, ya estaba para mi primera exposición. Eso es lo que comentaba cuando coincidimos justo con Marta Minujín con nuestra primera exposición cada una, el mismo mes y el mismo año. Así que empecé a trabajar de un modo muy original, sin importarme que se hacía o que no. Quería contar mi historia.
–¿Siempre trabajó como artista?
–También trabajé en el Museo Nacional de Bellas Artes, apenas salí de la escuela secundaria. Allí me tocó ordenar los archivos de Romero Brest y hacer las visitas guiadas. ¡Cuando llegaba el público creía morir!
–¿En ese momento se presentaba como artista?
–No, no me mostraba como artista, pero me presentaba en todos los concursos, así que mi nombre estaba rondando.
–Cuando menciona el apoyo de su padre desde niña se percibe que siempre quiso ser artista.
–Es que no veía otra posibilidad que no sea ser artista, esa iba a ser mi vida. Hacia lo que quería, tuve ese apoyo natural de mi padre. Y fue fundamental porque estuvo muy a favor y no se preocupó con quien iba andar ni le parecía una carrera de terror para una chica. Desde chiquita, antes de desayunar y en camisón, me ponía a pintar los angelitos.
–¿Tiene registros de esa época?
–No conservé de manera muy estricta mis obras. Algunas se fueron perdiendo en mudanzas e inundaciones, pero lo más importante para mí siempre fue el presente.

–¿Cómo se lleva con el pasado?
–Ni siquiera me lo cuestiono. Es vivir lo que he vivido, lo que he logrado y lo que no como algo natural. No es que esperaba más o esperaba menos, es una realidad, una cotidianeidad, en el hacer, quehacer, lo que elegí. Bah, no se si es lo que elegí o lo que me tocó, pero tuve una buena familia, porque podrían haberse negado. Mi hermana era psiquiatra, yo venía atrás como artista, con mis dibujos.
–No se rebeló contra algo o alguien.
–En las relaciones nunca di como un resquicio para que me combatan porque nunca estuve combatida por mi padre. Mi padre era un industrial, quizás yo percibía que hubiera querido otra cosa para mí. Él era un inmigrante italiano que, junto a su hermano, tenía una fábrica. Nos hizo la vida fácil. Después vino mi casamiento con Charlie Squirru, un artista, que no le gustó mucho pero tampoco lo combatió. Siempre me manejé en los parámetros familiares, lo facilité a pesar de la inseguridad que generaba que fuera artista. Salir del colegio de monja significó no tener mucho mundo, fue una realidad muy fuerte después y un contexto familiar estricto y amoroso.
–¿Cómo se dio trabajar con los textiles?
–¿Cómo habrá sido? No sé, jaja, se daba naturalmente. No es que estuviera haciendo algo paralelo. Lo mismo que hice con el yeso. Era una aventura ir al Hospital Italiano y convencer al enfermero del ala de traumatología primero y después al director para que me dejaran sacar los yesos. Los tres corsés que luego expuse en el Di Tella los rehice. Mi padre, en aquel momento, me ayudó con la parte de herrería y metal desplegable y yo los forré con hule y tela pintada, porque eran a gran escala.

–¿Cuándo nace el vínculo con la moda?
–Soy primera generación argentina de familia italiana. Siempre en mi casa se hacía un culto a la moda, al vestir y a los textiles. Cuando llegaba el sastre italiano al hogar era un ritual. Venía con los muestrarios. Existía un gran placer de cómo estaba hecha la ropa, que a mi me la confeccionaba mi mamá. La calidad, la excelencia, la imagen… Era un culto y no como se vive en la actualidad, sino normal, parte de la vida cotidiana. No era comprarse la marca sino la cultura. Entonces siempre tuve un ojo y una excelencia, tanto que cuando ya podía comprarme la ropa y vestir como quería, a inicios de los años 60 y estaba la vanguardia, y deseaba cosas que no podía resolver o conseguir, yo iba y buscaba. Usaba las zapatillas de los boxeadores que vendían por la zona del Luna Park y las adaptaba a mi estilo. O el tema del vinilo transparente, que me enloqueció, tipo André Courrèges. Como no tenía máquina para coserlos, los abrochaba y luego martillaba para que no me dolieran los ganchitos.
–Algo que se destaca de su producción artística es que siempre es la modelo. Por ejemplo, usted era la imagen que posaba en las prendas que lanzaba.
–Era algo normal para mi. Nunca esperaba que me dijeran que sí o que no, lo hacía y chau. Además, yo usaba esa ropa. El tricot siempre me encantó. Hice un suéter con un recuadro transparente para poner una foto, un traje con escamas plateadas. Yo posaba mucho, usaba aros de papel maché y cosía con la abrochadora. Pero nunca fue una venta masiva, lo que hacía había que salir a encontrarlo.
–Hoy está todo muy disponible.
–Sí, no sé si nos entendían siempre, pero nosotros nos divertíamos. Al principio, es lógico que los que traen propuestas nuevas no sean entendidos ni masivos. Lo importante era ir pa frenchi.

–¿Se daba cuenta que estaba haciendo algo distinto?
–Creo que sí, pero no me importaba, tenía que hacer lo que me diera ganas. Cuando hicimos el tricot lo llevamos a Río de Janeiro, a una fábrica en la que querían que me quedara. Allá había una industria más importante que la nuestra, pero no quise quedarme.
–¿Qué era lo que encontraba en la moda para que la incluyera en su itinerario de trabajo?
–Yo estaba muy fascinada con el mundo de la moda, esas fotografías que veía en las revistas… Eran maravillosas las producciones. Ahora hay una cosa más estricta que es el pantalón, la camisa y no tanta creatividad, pero en aquel momento en la fotografía de moda había mucha creatividad, igual en los desfiles. Era algo que quería que me representara.
–Otra disciplina que se dio naturalmente en usted.
–Sí, también trabajé con cosméticos, perfumes. Hice una exposición en la casa de un coleccionista para presentar los perfumes que le hicimos al bazar Wright. Era una colección de perfumes y desodorantes que venía con un packaging.
–Curiosa o muy mandada, ¿no?
–De alguna manera soy cero, pero sé interpretar, me doy el gusto.
–Siempre la posibilidad de algo nuevo.
–Nos dábamos cuenta de eso porque, para todos los críticos, ir a los salones o al Di Tella era una sorpresa porque no había un refrito o una copia de afuera. Quedaban enloquecidos. En Europa no venían semejante originalidad y las ganas que nosotros manejábamos.
–¿Cómo ve la escena actual?
–No la veo, no la sigo. Tengo la sensación del encierro ahora.
–¿Por qué sus plataformas tuvieron ese impacto?
–Nunca me sorprendió el impacto. Fue genial el trabajo con los Grimoldi, porque se la jugaron en hacer una producción, fue muy agradable y, dentro de lo titánico, todo fue fácil. Imaginate una mega empresa de calzado clásico metida en esto. Desde los 6 años usaba Grimoldi. Yo llegaba a su oficina, que era gigantesca, y allá en el fondo tenía como tres ambientes. Vos entrabas y se cerraba un portón y ponían llave. Era una época de raptos. Después iba a la fábrica a hablar con los operarios.
–Una vez me dijo que las plataformas eran la película de su vida.
–Sí, pero esa etapa la terminé porque ya era suficiente como idea.
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