
El mundo visto desde afuera
Orbital, la novela de la escritora inglesa Samantha Harvey, recrea la vida en la Estación Espacial Internacional
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Mejor es no ser noticia nunca”. Es lo que piensa Chie, una de los cuatro astronautas y dos cosmonautas que están en la Estación Espacial Internacional, y protagonista de Orbital, la novela de la escritora inglesa Samantha Harvey que ganó el premio Booker y que acaba de publicarse acá. Es mejor no ser noticia si uno recuerda las noticias en torno al malogrado Challenger, por ejemplo, y la trama, que repasa la vida cotidiana de los seis tripulantes durante los nueve meses de su misión, ignora las emociones típicas de la literatura espacial, como las tormentas de meteoritos o los encuentros con extraterrestres, en una novela donde no pasa nada pero pasa de todo. ¿O acaso no es la mayor gesta humana poder ver nuestro mundo desde… afuera?
En su deriva ingrávida a 400 kilómetros de altura, los astronautas hacen ejercicio para evitar la atrofia muscular, prueban con pequeños experimentos, toman café en vasitos con pitorro que parecen regaderas de juguete y miran la Tierra a la distancia, desapegados pero a la vez más unidos que nunca a su especie
En la terraza de su negocio, todos los días despejados, un amigo mío registra el paso de la Estación, una luz más intensa que la de las estrellas y con una órbita invariable a veintiocho mil kilómetros por hora. Aunque va tan rápido no llega a ninguna parte. A mi amigo le parece, como a mí también, el colmo de la aventura del hombre. En su deriva ingrávida a 400 kilómetros de altura, los astronautas hacen ejercicio para evitar la atrofia muscular, prueban con pequeños experimentos, toman café en vasitos con pitorro que parecen regaderas de juguete y miran la Tierra a la distancia, desapegados pero a la vez más unidos que nunca a su especie: “Doce millones de vidas se recogen abajo, en Buenos Aires, donde el centro de la ciudad se abre a los suburbios, que se abren a su vez a la pampa, y esta, a la tiniebla, y donde el río se abre a un estuario que se abre, a su vez, al océano y a la corona superior del círculo polar antártico”. Somos una mota de tierra en la inmensidad, apenas un punto en la bitácora de los astronautas. Con sucesivas tripulaciones, hace veintisiete años que están ahí y nosotros acá naturalizamos lo prodigioso. No son noticia.

La lectura de Orbital lo sumerge a uno en un estado contemplativo, casi letárgico. Junto con las páginas, los días se suceden en una agenda insólita (allá arriba, nueve meses se transforman en dieciséis días completos, con sus mañanas, sus tardes y sus noches) mientras los astronautas piensan junto a los lectores. ¿El deseo humano de ir al espacio es una muestra de curiosidad o de ingratitud? ¿Esa arrogancia sólo encuentra rival en la estupidez? “Son seres humanos con una visión divina”, describe Harvey a los astronautas: “Ese es el milagro, pero también la condena”. A la distancia se agudiza la mirada de estos hombres y mujeres premiados con el castigo: ver a su raza desde lejos. Unidos en un corpus (la tripulación), los seis se funden en uno solo que a su vez está fundido con la nave. Flotando en su lata, no hay nada que puedan hacer.
“No olvides jamás el precio que la humanidad paga por sus momentos de gloria, porque la humanidad no sabe cuándo parar”, dijo su madre a Chie, la astronauta japonesa que tampoco sabe cuándo dar el día por terminado. Alta en el cielo, la Estación contempla un tifón que va a destruir parte de Indonesia y Filipinas y la serpenteante línea de luces que separa la India de Pakistán, la única frontera visible desde el espacio. Aun en la gloria y el horror, nunca ajena pero autosuficiente a pesar de los humanos, acá abajo está la Tierra: sigue girando.
Estación Espacial Internacional se lanzó en 1998 como un proyecto conjunto de las agencias de EE.UU, Rusia, Japón, Europa y Canadá.
La tripulación regular de la Estación es de siete astronautas y por su desgaste se espera que vuelva a la Tierra en 2028, después de 30 años de servicio.