La callada agonía de la discreción
El exhibicionismo, el bullicio, la charla vacía y la palabra maltratada hoy imperan por sobre la necesaria sobriedad
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El cuarto conde Chesterfield se llamaba Philip Stanhope, nació en Londres en 1694 y murió en la misma ciudad en 1773. Fue un político hábil e inteligente, figura destacada en la Cámara de los Lores y delicado escritor, que manejaba el lenguaje con la misma elegancia y sensibilidad con las que actuaba en la vida. Prueba de esto son las Cartas a su hijo, de 1774 (libro accesible hoy), una suma de exquisitas lecciones de vida. “Lleva tu cultura discretamente, como llevas tu reloj en el bolsillo, sin sacarlo a cada rato simplemente para demostrar que lo tienes. Si te preguntan qué hora es, dilo; pero no lo proclames continuamente y sin que te lo pregunten”, escribe en esas páginas. Tres siglos más tarde aquel consejo resuena con fuerza en un tiempo como el actual, en el que la discreción es un valor en retirada, vencido por el exhibicionismo, el bullicio, la charla vacía, la palabra maltratada. En todos los lugares públicos, desde transporte a restaurantes y bares, desde aeropuertos a salas de espera, desde salas de espectáculos a centros comerciales y medios de comunicación, se imponen el grito, la voz en cuello, la grosería vociferada, la confesión impúdica de intimidades, el chisme amplificado.
En todos los lugares públicos, desde transporte a restaurantes y bares, desde aeropuertos a salas de espera, desde salas de espectáculos a centros comerciales y medios de comunicación, se imponen el grito, la voz en cuello, la grosería vociferada, la confesión impúdica de intimidades, el chisme amplificado
Pareciera haber una conspiración contra el silencio, como si en él acecharan fantasmas del propio mundo interior a quienes nadie quiere enfrentar. La voz baja, el habla mesurada, no acarician los oídos como el fluir de un arroyo. En cambio, resultan lacerados por el cacareo puntiagudo de pseudo conversaciones que son, en realidad, monólogos paralelos e interminables, en los que no queda espacio para la escucha ni para la respiración. Si se le pide a alguien que, por favor, baje el volumen de su voz, de su celular o de su música, que a partir de ciertos decibeles sólo es ruido, la solicitud, por muy cuidadosa que sea, se tomará como una ofensa. Se hablará de derechos (“el derecho a hablar como quiero”) omitiendo, una vez más, los deberes (el deber de respetar al otro, el prójimo, el próximo). Así, la voz humana, ese maravilloso instrumento de comunicación, que tanto puede acariciar como calmar, informar como guiar, pierde sus funciones esenciales y se transforma en un relleno de vacíos exteriores e interiores, en un arma de agresión, sea voluntaria o involuntariamente.
La voz humana, ese maravilloso instrumento de comunicación, que tanto puede acariciar como calmar, informar como guiar, pierde sus funciones esenciales
A la agonía de la discreción se suma la de la contemplación. Contemplar es observar sin esperar. Permitirse ser testigo del transcurrir de la vida, incluyéndose en él sin exigencias, sin voluntad de torcerlo. Es el retiro que sigue al contacto, así como la inspiración continúa a la exhalación, la noche al día, el reposo a la actividad o el otoño al verano. La sucesión de retiro y contacto es el ritmo de la vida. Entre uno y otro hay un pasaje de silencio. De discreto silencio. De necesario silencio. Acaso tanto grito, tanto cacareo estentóreo, obedezca hoy a una sordera creciente. No fisiológica, que la hay y va en aumento agravada por el abuso de auriculares, bocinas, sirenas, escapes abiertos y recitales atronadores, sino interior. Incapacidad para escucharse y, mucho más, para escuchar. Decía Diógenes (412 a.C-323 a.C.), quien vivió en Atenas y creó la escuela filosófica cínica, que hace de la carencia una virtud: “Callando es como se aprende a oír; oyendo es como se aprende a hablar; y luego, hablando se aprende a callar”. Ese es, posiblemente, el origen de la discreción, palabra nacida del verbo latino discernere, que significa separar, distinguir, discernir. Para lo cual la pausa, el silencio, la contemplación son esenciales y tienen poco espacio y escasa valoración cuando arrasan el chillido, el alto perfil, la presuntuosidad. “El ruido no hace bien; el bien no hace ruido”. Así pensaba el sacerdote francés Vicente de Paul, impulsor de la caridad en el siglo diecisiete. Acaso hoy debería gritar para ser escuchado.
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