Lo opuesto a lo falso no es lo real
Una de las obsesiones que trae la popularización de la inteligencia artificial es el temor por las falsificaciones. Para darle dramatismo algunos hablan de Deep Fake para referirse a las imágenes fraguadas, pero tan verosímiles que temen que alguien podría tomarlas por verdaderas.
Ese temor a que la tecnología haga confundir lo virtual con lo real resulta un tanto exagerada en contraste con la evidencia de que las falsificaciones son parte del mercado y de la política hace décadas.
La palabra “trucho” que en la Argentina expresa con elocuencia lo engañoso, lo simulado, lo corrupto, era advertida como un neologismo en un boletín de la Academia Argentina de Letras de 1995. Desde entonces se consagró en el sur como un sinónimo de marca fraguada o sufijo creativo en “diputrucho”.
Por esa época un amigo trajo de un viaje de negocios a China un reloj de la distinguida marca francesa que inventó el reloj pulsera. Claramente no se trataba de una pieza de esas que vale más de cinco mil euros, sino una copia que había comprado por menos del uno por ciento de ese valor como souvenir para los amigos.
La pieza sigue funcionando perfectamente y mantiene un lejos bastante convincente. La anécdota ilustra por qué lo opuesto a lo falso no es lo real. Mi reloj existe desde entonces y presta las funciones horarias tan real como las que brindaría el original.
La experiencia real que brinda un objeto falso explica que en estos tiempos sea tan próspera la economía de las falsificaciones. Un estudio de la Universidad de Michigan en 17 países encontró que 74% reconocer haber comprado falsificaciones, consciente o no de que lo estaba haciendo. Más de la mitad de los entrevistados se quedó con ellas tras saber que era falsa.
Podríamos quedarnos con que la motivación principal es el precio y que, por eso, sea una práctica normalizada en hogares de menores ingresos. Pero el estudio encontró también que un factor para aceptar la falsificación es que el entorno normalice la práctica.
La sensación de pertenencia que brinda una marca es lo que intenta recrear su falsificación. Por eso no se trata, únicamente, de conocer las diferencias entre la adulteración y lo auténtico, sino de comprender lo que aporta comprar, consumir o votar a la primera o a lo segundo.
Si lo falso es tan real como lo auténtico y se asemejan bastante en las experiencias que deparan, se necesita algo más que información para desautorizar la próspera economía de la piratería. Que existe desde mucho antes de que se diagnosticara la sociedad de la posverdad.
Los formatos ilegítimos se replican a más velocidad que los casi 4 billones de euros que incautó la policía de la propiedad intelectual el año pasado en Europa. El control en América Latina es menos riguroso al punto que se estima que un tercio de los medicamentos que se consumen son falsos, según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud.
Que se usurpe el nombre de un calmante o un analgésico para venderlo en el mercado negro, y que alguien lo consuma creyendo que es legítimo, ilustra por qué tanta gente hace lo mismo con la política. Con el mismo mecanismo con que cede su salud a medicinas improbables, confía en partidos que se etiquetan como progresistas para llegar al poder, y después ejercerlo en las más variadas corruptelas.
Si lo falso se vive con la misma naturalidad que lo genuino, no basta con aprender a distinguir entre ambos. El verdadero desafío es desarrollar la autoestima suficiente para no conformarse con la copia barata. En un mundo donde abundan las corrupciones, la autenticidad es un lujo porque es el bien más escaso
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