Los secretos familiares no duran para siempre
Lo que no se dice siempre aflora de algún modo e, incluso, afecta a más de una generación
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Lo que se oculta o no se dice de una manera se expresa de otra. Aunque los secretos puedan parecer encubiertos para la consciencia, no lo están para el inconsciente. Hoy se conocen el peso y los efectos de los secretos familiares, sobre todo a partir de lo mucho que exploraron en el tema personalidades como el teólogo, filósofo y terapeuta familiar Bert Hellinger (1925-2019) y la psicóloga y abogada Anne Ancelin Schützenberger (1919-2018). Hellinger (autor de Los órdenes del amor y Los órdenes de la ayuda) fue el creador de las constelaciones familiares, disciplina que procura entender y sanar los traumas que provocan un desarreglo en el árbol genealógico, desarreglo que, de no ser reparado, genera sufrimiento psíquico y emocional en las sucesivas generaciones. Schützenberger (autora de ¡Ay, mis ancestros!) fue, a su vez, precursora de la psicogenealogía, corriente que investiga cómo las repeticiones, lo no dicho y los hechos traumáticos sucedidos y no resueltos en la historia de una familia afectan a miembros actuales de esta.
Desde ambas perspectivas la cuestión de los secretos, sea que estos obedezcan a la vergüenza, al propósito de preservar la fachada y buen nombre familiar, a evitar sufrimientos o a excluir de la historia de la familia a un miembro no deseado, son como una piedra arrojada al agua. Generan efectos que se amplían en el tiempo como ondas concéntricas. Sobreviven en el inconsciente familiar, dan poder y una herramienta de manipulación a quien conoce la verdad y la oculta, y hacen que, generación tras generación, cada miembro de la familia tenga, sin saberlo, una imagen incompleta, cuando no falsa, de su raigambre. Eso que no saben pugnará por salir a la luz y en algún momento de la historia del clan emergerá, debido a un evento inesperado, a través de alguno de los componentes del árbol genealógico.
Cuando la revelación ocurre, aunque duela, cada persona recupera el timón de su vida, y, como ocurre en <i>Familia equivocada</i>, el reordenamiento provoca esa sensación de alumbramiento y alivio que explica por qué, sabiamente, los antiguos griegos veían en el teatro lo que la verdad es en la vida: una catarsis necesaria y sanadora
Una breve, compacta, entretenida y conmovedora obra de teatro aborda esta cuestión con notable agudeza en estos días. Se titula Familia equivocada (la visita), está protagonizada por Adabel Guerrero, Manuel Novoa, Roxana Randon y Gonzalo Villanueva (autor de la dramaturgia), exactos en sus personajes, y dirigida por Alejandro Magnone. Diálogos precisos y verosímiles, sentimientos que se desnudan, personalidades que afloran por detrás de sus apariencias, secretos que van desde lo nimio (la fecha de un nacimiento) hasta lo más doloroso para la identidad (la filiación) se exponen en el escenario del teatro El Tinglado. El espectador mira por el ojo de la cerradura ese entramado familiar y descubre sus secretos al mismo tiempo que los protagonistas. Mientras eso ocurre, tanto puede reír como sentirse conmovido y acaso verse reflejado. “Nos costó años construir esta familia”, dice en un momento el personaje de la madre, que administra secretos mientras el padre se ausenta, y los despliega ante hijos estupefactos por la trama que ignoraban y que los afecta. Es que aquellas verdades no dichas hicieron que cada uno de ellos creyera vivir en una familia que no era la imaginada, algo usual en casos así.
“Cada uno de nosotros tiene una novela familiar y cada familia tiene historias que cuenta, que repite, que vuelve a decir, una historia mítica, una saga y secretos”, escribe Schützenberger en ¡Ay, mis ancestros!, y advierte que “el secreto siempre es un problema” y que “una verdad debe saberse, aunque sea vergonzosa o trágica, porque aquello que se calla es adivinado por otros”. Cuando la revelación ocurre, aunque duela, cada persona recupera el timón de su vida, y, como ocurre en Familia equivocada, el reordenamiento provoca esa sensación de alumbramiento y alivio que explica por qué, sabiamente, los antiguos griegos veían en el teatro lo que la verdad es en la vida: una catarsis necesaria y sanadora.
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