Roberto Juarroz, el misterio de lo real
El recuerdo de uno de los poetas más significativos del siglo XX en cualquier lengua
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“Pensar es como amar”. Roberto Juarroz, Tercera poesía vertical (1965)
La letra de Roberto Juarroz era chica y clara. Su voz, grave y profunda. Cuando hablaba en público su pequeña figura se hacía imponente. Creaba un clima de ceremonia laica irreproducible. Lo viví algunas veces. He visto personas llorando en sus asientos después de escucharlo en una enorme sala de teatro colmada de espíritus absortos. Cuando conversaba era cálido y atento.
Tuve la suerte de conocerlo en el Congreso de Literatura Argentina de 1984 en San Juan. Con un grupo de compañeros de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Cuyo viajamos porque allí estarían Borges y él. Uno fue inabordable para aquellos jóvenes estudiantes. Encapsulado por la organización, solo había ido a recibir el doctorado Honoris Causa en la tierra de Sarmiento el 11 de septiembre. No hubo discurso ni posibilidad de contacto directo.
En cambio, Juarroz se mostró disponible para nosotros desde el primer momento. La disponibilidad es un concepto que abordó mucho en su reflexión sobre el hacer poético. Cuando Guillermo Boido le preguntó cómo nacía el poema en él dijo: “se va integrando algo así como un organismo verbal, cuyo desarrollo exige una entrega total, una plena disponibilidad y una finalidad sin atenuantes”.
La pasión poética nos había conducido a ese viaje inolvidable de rebeldía juvenil, encarnada en épicas jornadas sin dormir donde sucedía lo inaudito. Y allí nos reunimos con quien para nosotros era la poesía viva. Solo debimos acercarnos a decirle que un grupo quería hablar con él para que pidiera un aula y tuviéramos una primera conversación larga y abierta. Estábamos con el poeta de Poesía vertical como si fuera uno más de nosotros.
Atendió nuestras cuitas estudiantiles, de críticos de la crítica literaria, de enojados con la formación académica que poco hacía para guiarnos hacia la docencia a la que creíamos aspirar y, mucho menos, para el goce de la literatura en general y de la poesía en particular. Pero también nos escuchó sobre los dilemas existenciales que sus poemas interpelaban en nosotros. Esa tarde se sumó con amabilidad a nuestras preocupaciones y luego desató vientos para que fueran atendidas. Para mí se inició una amistad que duró hasta su muerte.
Roberto Juarroz nació en Dorrego, provincia de Buenos Aires, el 5 de octubre de 1925, y en su centenario sigue tronando el silencio que rodea a su obra en muchos ámbitos culturales argentinos. Sucede a pesar de ser uno de los poetas más significativos del siglo XX en cualquier lengua. Así al menos lo han considerado poetas como Octavio Paz, René Char, Vicente Aleixandre, Antonio Porchia o Julio Cortázar. Más allá de pequeñas mezquindades vale la pena hoy hacer una relectura de su Poesía vertical, pues además se están cumpliendo treinta años de su muerte el 31 de marzo de 1995 en Temperley.
Pocos días después de su partida, el premio Nobel Octavio Paz escribió en LA NACION: “Lo sorprendente no era el lenguaje sino la perspectiva que descubría cada uno de sus poemas. En esas lejanas composiciones juveniles ya estaba presente el don maravilloso que nunca lo abandonó: provocar, con los medios más simples, lo más extraño e inesperado”. Luego de relatar que lo conoció a través de Alejandra Pizarnik, contó Paz que se hicieron amigos para siempre. Además relató que debió desterrarse en los Estados Unidos y Colombia por la “malquerencia de los militares” y que a su regreso a Buenos Aires “tuvo que enfrentarse a otra intolerancia: la de los intelectuales de izquierda”. Para rematar: “Todo eso hoy no tiene importancia: Roberto Juarroz nos ha dejado una obra poética que juzgo única, preciosa e insustituible. Con él se ha ido uno de los creadores más puros y hondos de la segunda mitad del siglo XX”.

Después de aquel primer encuentro sanjuanino siguieron varios más que hoy puedo recorrer guiándome por algunas cartas suyas y de Laura Cerrato, su mujer; por las dedicatorias de los libros y por recuerdos imborrables que se alejan. Llevaba muy leída Octava poesía vertical (“Para abreviar el vacío/ hay que abreviar también el mundo”), recién publicada por Carlos Lohlé.
Había recorrido sin descanso en voz baja y en alta voz ese breve librito negro. Desde Novena poesía vertical me llegaron puntualmente por correo o me dio él personalmente cada uno de sus libros con dedicatorias entrañables: “por nuestros encuentros en la poesía y en la lúcida convergencia de estos años, atentos siempre al otro lado de las cosas”. ¿Cuál era ese otro lado de las cosas? Hacia allá nos conducía, en un peregrinaje verbal intenso que tenía el mérito de hablar de la existencia y la realidad. Como ocurrió una noche en su casa de Temperley, a la que llegué con un tren abordado en Constitución. Fue a esperarme a la estación en su Citroën 3CV destartalado. Comimos pollo con papas junto a Laura Cerrato, su mujer también poeta, en la cocina de su modesta casa y me ofrendó joyas inhallables para que me asomara a ese otro lado: viejas ediciones, algunas raras y otras en francés.
En el ejemplar de Tercera poesía vertical, de Ediciones Equis, hay una solapa con un texto de Antonio Porchia: “Sin el misterio todo sería muy poco, tal vez nada. Y creador del misterio es el poeta, pero el poeta como Roberto Juarroz, uno de los mayores poetas de nuestro tiempo… En estos poemas cualquier palabra podría ser la última, hasta la primera. Y sin embargo, lo último sigue”, remate que asemeja a una de sus célebres Voces, esos aforismos que condensan la existencia de un modo único. Pero también en esa humilde edición está la “Carta Prólogo”, de Julio Cortázar: “Sus poemas me parecen de lo más alto y lo más hondo (lo uno por lo otro, claro) que se ha escrito en español en estos años. Hacía mucho que no leía poemas que me extenuaran y exaltaran como los suyos”.

Encadenada con esos encuentros llegó una instancia importante para mí. Elegí Poesía vertical para hacer mi seminario de licenciatura, dirigido por un profesor extraordinario, Adolfo Ruiz Díaz. Era un porteño radicado en Mendoza, que siendo muy joven en 1955 había escrito Borges, enigma y clave, el primer libro importante sobre un autor importante. Eran tiempos sin mail, ni celulares. La lenta comunicación era vía carta postal y teléfono fijo en los horarios en que sabía que Roberto o Laura estaban en la calle Tomás Guido 135 de Temperley. Una vez que estuvo lista y aprobada la tesis recibí un llamado donde Juarroz, además de elogiar el texto que le había enviado, me ofrecía poemas inéditos para acompañar una posible edición.
De aquel envío, que llegó por correo y con una carta autorizando la publicación de lo que quisiera de más de treinta poemas, quedaron cuatro poemas sin aparecer en sus libros posteriores. El resto fueron publicándose en sucesivas entregas. Tal era la generosidad de una de las voces poéticas más altas del siglo con alguien que apenas estaba terminando su carrera universitaria.
Un hecho extraño es que prácticamente no hay datos biográficos de Roberto Juarroz. Mantuvo su persona pública y privada detrás de un celoso velo de discreción. Casi todos los detalles que se conocen están en una carta a su traductor estadounidense W. S. Merwin. Son pocos datos enviados como respuesta a un insistente pedido. Incluso le confiesa: “Por un lado (a mi biografía) no le he asignado importancia y por el otro me parece un accidente, una mezcla de azar y destino, que podía ser de otra manera, sin mayor valor o interés para los demás y solo rescatable hacia adentro de mi vida y en la transfiguración de mis poemas”.
Juarroz escribió una obra extrema, audaz y singular. Apela a la concentración, a la lucidez de las palabras, sin retórica, solo con imágenes inesperadas pero cercanas. Inventa para el lector algo que estando ahí no ha visto. Tenemos adelante realidades que no vemos hasta que el poeta las inventa. Con su fogonazo nos despierta a lo nuevo, a lo original. Sus temas son variados, pero sobre todo apuntan a la existencia humana profunda. De allí la verticalidad, el arriba y el abajo, no como meros puntos cardinales, sino como singulares extremos. En las muchas ediciones argentinas, hoy inhallables en librerías, su obra llegó hasta la póstuma Decimocuarta poesía vertical. Una curiosidad es que hay una Quinzième poésie verticale publicada en Francia, en una edición bilingüe de 2010, que nunca circuló en el país.
La intensidad de la poesía de Juarroz no se puede explicar, hay que leerla. Toda explicación se queda a mitad de camino, como él mismo explicaba. La lectura de sus poemas es una experiencia inigualable: “Pienso que en este momento/ tal vez nadie en el universo piensa en mí,/ que sólo yo me pienso,/ y si ahora muriese,/ nadie, ni yo, me pensaría.// Y aquí/ empieza el abismo,/ como cuando me duermo./ Soy mi propio sostén y me lo quito./ Contribuyo a tapizar de ausencia todo.// Tal vez sea por esto// que pensar en un hombre// se parece a salvarlo”.

Logra una intensidad quemante cuando se aproxima al amor, una de sus preocupaciones centrales. Por ejemplo en un poema dedicado a Laura: “Un amor más allá del amor,/ por encima del rito del vínculo,/ más allá del juego siniestro/ de la soledad y la compañía.// Un amor que no necesite regreso,/ pero tampoco partida.// Un amor no sometido/ a los fogonazos de ir y de volver,/ de estar despiertos o dormidos,/ de llamar o callar.// Un amor para estar juntos/ O para no estarlo,/ pero también para todas las posiciones intermedias.// Un amor como abrir los ojos./ Y quizá también como cerrarlos”.
Al poco tiempo de conocer a la que después fue la madre de mis hijos, hice una edición a gran tamaño de un poema esencial que Roberto dedicó con su letra inconfundible: “Para Adriana, en lo profundo de la palabra y de las cosas, en lo profundo, allí donde ya no hay separación”.
Es otro de los poemas que siempre acompañaría mi experiencia lectora: “¿Cómo amar lo imperfecto,/ si escuchamos a través de las cosas/ cómo nos llama lo perfecto?// ¿Cómo alcanzar a seguir/ en la caída o el fracaso de las cosas/ la huella de lo que no cae ni fracasa?// Quizá debamos aprender que lo imperfecto/ es otra forma de la perfección:/ la forma que la perfección asume/ para poder ser amada”.
En la Duodécima poesía vertical. cuando ya había nacido nuestra primera hija, nos envió el ejemplar en el que escribió: “Para Jaime, Adriana y Paloma, amor y poesía, poesía y amor”. Estaba amorosamente atento a los detalles de la existencia, a los amores, a los nacimientos y también a las muertes: “Nos moriremos todos,/ todos cuantos nos hemos mirado, de frente o de reojo/ tocado o conversado u olvidado./ Nos moriremos uno a uno, francamente,/ de ese gran imposible que es la muerte./ También se morirá el color negro de mi perro,/ el color blanco de tu voz,/ el color hueco de este día./ Y mientras tanto/ haremos una cosa u otra cosa,/ ya no tan francamente,/ ¿pero qué importa lo que haremos?/ Tal vez diera lo mismo/ que mi perro tuviese el color blanco,/ que tu voz fuera negra/ o que este día nos tiñese de dios./ O tal vez no dé lo mismo/ y ahí recién empiece la cuestión.”
Hay en los poemas de Juarroz esa doble condición condensada en el poema de Unamuno que tanto le gustaba: “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”. Es que su poesía es una inexplicable y maravillosa unión del sentir y del pensar. Sus poemas son un cerebro lleno de corazonadas y un corazón cerebral. Solo requiere de un lector atento y amoroso, que se impulse en sus palabras en busca del misterio de lo real.
Poesía Vertical (inédito)
Los demonios ya no existen,
pero sus gestos sobreviven repartidos
en cierta mímica del hombre,
en ciertas máscaras que inventa,
en ciertas rasgaduras de las cosas
y en algunas ronqueras
que afectan cualquier voz.
Las imágenes que gestamos
podrían evocar otros rasgos,
sin ese filamento negro
que se revela casi inevitable
en las sobredosis de las formas,
en los grillos que atan al silencio,
en la resaca triste
que invade los amores.
Hasta en los íconos más reverenciados
hay todavía pensamientos fósiles
que tiznan o chamuscan
la ronda de esperpentos
que ha dominado el mundo.
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