Una pedagogía de la atención
En “La música de las ideas” Sergio Feferovich no solo habla de melodías y sonidos, sino también del arte de la escucha
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“Lo que intento es que quien no sepa nada de música igual se vaya con algo. Y si encima entiende todo, bueno, ahí me siento realizado”. Así habla Sergio Feferovich, doctor en Música por la Johns Hopkins University, docente, director coral y divulgador, cuando explica por qué escribió La música de las ideas. El secreto escondido en las melodías para vivir y trabajar mejor. El libro, que nació como prolongación de un exitoso espectáculo escénico que ya llevó por todo el país, no es simplemente un ensayo sobre música: es una invitación a pensar desde la música. Un punto de encuentro entre el arte y la reflexión, la sensibilidad y la estructura, lo sensible y lo intelectual.
El libro nació como una extensión del show homónimo que Feferovich presentó por más de cien fechas en escenarios de todo el país. “Pensé que iba a ser una experiencia acotada. Pero fue un éxito inesperado. Lo que empezó como una charla TED en La Plata terminó siendo una gira nacional”. Fue Diego Golombek quien lo animó a trasladar esa experiencia al formato libro. “Al principio no sabía cómo abordarlo. Pero me di cuenta de que el libro podía ser una degustación ampliada del show. Donde el espectáculo hace reír y emocionar, el libro invita a pensar más despacio”.
“No hay que reducir la música a los conservatorios. Hay que ampliarla hasta donde la experiencia humana la necesite”
Feferovich no parte de una premisa académica, sino de una inquietud vital. “Muchos creen que para entender la música hay que saber leer partituras. Y yo creo lo contrario: la música está en todos lados. En una charla de amigos, en una marcha, en una discusión. Basta con saber escuchar”. En La música de las ideas, por ejemplo, explica qué es el contrapunto con ejemplos de conversaciones cotidianas. Habla de ritmo a partir del tránsito urbano. De tono a partir del humor. “No hay que reducir la música a los conservatorios. Hay que ampliarla hasta donde la experiencia humana la necesite”.
La charla se desarrolla una mañana de un día de semana en Varela Varelita, uno de los bares notables de la ciudad, y durante una hora Fefe, como le dicen sus íntimos, contagia de entusiasmo e información mientras va saltando de tema en tema, musical y literalmente. Uno de los hilos conductores de su libro es la idea de que la música es una herramienta de comprensión del mundo. “El contrapunto no está solo en Bach: está en el debate político, en las charlas de pareja, en las tensiones sociales. Cuando aprendés a escucharlo, ya no podés dejar de verlo”. Esa forma de pensar la música como analogía universal le permite abordar temas diversos, desde los algoritmos de Spotify hasta los coros comunitarios, desde los plagios musicales hasta el lugar de los clásicos en la cultura contemporánea. La música, para él, es una puerta de entrada a comprender estructuras, tensiones y soluciones aplicables a casi cualquier fenómeno humano. Aprovechando también la interconectividad de las redes del siglo XXI, el libro en formato en papel tiene un QR que lleva a una playlist en Spotify donde se puede escuchar toda la música mencionada en el texto. Como dijo Dick Clark, el presentador norteamericano: “La música es la banda sonido de tu vida”.
“No hace falta ser experto para disfrutar. Hace falta estar dispuesto a dejarse tocar por una melodía. Y eso, por suerte, sigue siendo gratis”
Feferovich tiene una mirada especialmente crítica sobre cómo se consume la música hoy. “Vivimos en la paradoja de tener todo al alcance de la mano y, sin embargo, escuchar siempre lo mismo”. Recuerda con cierta nostalgia la experiencia de ir al centro a comprar un disco. “Era caro, entonces elegías bien. Y lo escuchabas de principio a fin, varias veces. Hoy tenés acceso gratuito a miles de obras, pero no pasás de los diez segundos”. Y agrega: “El algoritmo no solo te dice qué escuchar, sino cuándo. Y nosotros, sin darnos cuenta, obedecemos”.
“Mozart, Bach, Beethoven. No se siguen escuchando porque sólo haya snobs en el mundo. Se siguen escuchando porque siguen diciendo algo. Porque siguen generando placer, asombro, belleza”
“Hoy la música que triunfa tiene una receta”, explica. “Melodías simples, ritmo constante, letras previsibles. Y como está diseñada para pegar rápido, también desaparece rápido. La buena música, la que te acompaña, no siempre entra en la primera escucha. Pero cuando entra, queda”. Este pensamiento se enlaza con una de sus referencias más reiteradas: los clásicos. “Mozart, Bach, Beethoven. No se siguen escuchando porque sólo haya snobs en el mundo. Se siguen escuchando porque siguen diciendo algo. Porque siguen generando placer, asombro, belleza”. Y si bien reconoce que muchas canciones actuales cumplen una función, insiste en que la música tiene también un poder transformador que excede lo efímero.
Dirige dos coros y se define como militante del canto colectivo. “Los que no cantan en coro no saben lo que se pierden”, repite. Lo dice con la convicción de quien vio en primera fila el poder transformador de la música compartida. “Cantar juntos genera pertenencia, regula la respiración, sincroniza el corazón. Hay algo ancestral en eso. Una tribu que canta junta se reconoce, se sostiene”. En su opinión, los coros amateurs suelen tener un entusiasmo que muchas veces se pierde en los circuitos profesionales. “Ellos no quieren que el ensayo termine. Piden seguir. Ahí entendés que no es un trabajo. Es una forma de estar vivos”. Y en un país como la Argentina, con fuerte cultura coral, esa práctica encuentra tierra fértil.
En los coros, Feferovich encuentra una metáfora perfecta de comunidad. “Tenés que escuchar al otro para entrar en armonía. No podés cantar más fuerte que el conjunto. Hay una ética coral, una forma de convivencia. El que canta en coro aprende a convivir, a compartir protagonismo, a tener paciencia”. A menudo se pregunta por qué no hay más experiencias corales en las escuelas o en las empresas. “Imaginate un gabinete donde se cante a tres voces. Otra energía, otra empatía, otro tipo de conexión”. Incluso en los ensayos, relata, se viven momentos de transformación. “He visto gente tímida florecer después de un ensayo. Personas grandes que se emocionan con una canción. El coro no es un entretenimiento. Es un espacio de encuentro profundo”.

“Uno puede no tener la voz afinada, pero cantar igual. Y eso no se fomenta. A veces desde la escuela misma se transmite que si no afinás, no podés cantar. Y eso es un error garrafal. Cantar no es una competencia. Es una forma de expresarse, de comunicarse, de ser”. En esa afirmación se resume su filosofía musical, que es también una filosofía de la vida. Por eso insiste en que se enseñe música en las escuelas desde una perspectiva más amplia y humana. “Cantar debería ser parte del día a día escolar, no un evento eventual. Es tan formativo como la matemática o la lengua.”
Uno de los capítulos más entretenidos del libro es el que dedica a los plagios. “La gente se pone nerviosa cuando hablás de sus ídolos. Como si uno no pudiera decir que Phil Collins le ‘tomó prestado’ algo a Clementi”. Se refiere al tema “A Groovy Kind of Love”, de 1988, que lanzó el ex Genesis, cover del original de Dianne & Annita de 1965, que a su vez usa la melodía de la Sonatina No. 5 de Muzio Clementi de 1797. Para Feferovich, el plagio es parte del ADN musical. “Hay solo siete notas. Es inevitable que nos repitamos. Pero lo interesante es ver qué hacemos con eso. Cuánto transformamos, cuánto reinterpretamos”. Cita el caso de Paul McCartney, que soñó la melodía de “Yesterday” y pasó semanas preguntando si no la había escuchado antes. “Cuando una canción es tan buena, parece que ya existía”.

Explica que el plagio no siempre es intencional, y que muchas veces opera como un eco inconsciente. “Uno escucha tantas cosas que inevitablemente algo queda dando vueltas. Y eso puede emerger cuando uno compone. No siempre hay mala fe. A veces es la memoria haciendo de las suyas”. En el libro, detalla casos históricos de melodías repetidas, estructuras calcadas o fragmentos similares entre compositores de distintas épocas. Habla de la línea del tiempo de la música como una red entrelazada de influencias, donde cada obra lleva dentro una huella de las anteriores.
Feferovich también cuestiona la noción legalista del plagio en la música. “Una cosa es copiar para engañar, y otra es tomar un fragmento y transformarlo. En la literatura, en la pintura, es común. En música, parece que está prohibido. Pero si Beethoven tomaba temas populares para sus sinfonías, ¿por qué nosotros no podemos inspirarnos en otros?”. Propone pensar el plagio como parte de un diálogo intertextual, una conversación entre músicas de distintos tiempos. “Si lo pensás bien, la historia de la música es la historia del préstamo permanente”.
La charla con Feferovich se desborda de ejemplos, anécdotas, citas y bromas. Cita a Barthes, a Nietzsche, a Les Luthiers, a Piazzolla, a Soda Stereo, a Mozart. Salta de un tema a otro con la fluidez de quien lleva años haciendo de puente entre la música y el pensamiento. “Yo creo que hay que bajar la música del pedestal. No hacerla más banal, sino más próxima. Como el humor de Les Luthiers, que te explicaba un madrigal entre risas”. El humor, de hecho, es una de sus herramientas preferidas: “El humor permite desarmar estructuras rígidas, y eso es clave para aprender.”
También hay espacio para cuestionar las lógicas del mercado. “Antes se bailaba ‘No Llores por mí Argentina’ de Serú Girán en un boliche. Hoy eso sería impensado. No porque la gente no pueda emocionarse, sino porque la industria decide qué emociona y qué no”. Cree que hay una larga involución en la duración de las canciones. “‘Bohemian Rhapsody’ de Queen dura seis minutos. Hoy, si pasa los dos y medio, los chicos la saltan. Y es un reflejo de nuestra ansiedad: queremos todo ya, sin esfuerzo, sin pausa”. Para él, eso no es solo una transformación musical, sino cultural. El autor se detiene en los cambios que ha vivido el arte en general. En un mundo donde todo está permitido, donde no hay un estilo dominante, la música se vuelve un territorio caótico, pero también libre. Feferovich observa con cierta ironía las instalaciones conceptuales, el cuarteto de cuerdas en helicópteros del alemán Karlheinz Stockhausen o los cuadros en blanco con un punto negro. “Todo puede ser arte, pero eso no significa que todo sea bueno”. La clave, según él, está en si la obra mejora el silencio, si genera una experiencia significativa, si conmueve. Y en eso, la música sigue teniendo una potencia incomparable.
En el ámbito de la música contemporánea, reconoce que se siguen componiendo sinfonías, óperas y obras largas. Pero rara vez llegan al gran público. “Antes la gente iba a ver qué había compuesto Beethoven. Hoy prefiere escuchar lo que ya conoce”. Es lo que llama, citando a Roland Barthes, “placer perverso”: disfrutar no lo que se escucha, sino lo que se reconoce. Por eso, muchas veces una versión impecable de una obra desconocida genera menos entusiasmo que una versión mediocre de un clásico. Este fenómeno, sugiere, explica también por qué los conciertos de música académica actuales están centrados en repertorios consagrados, mientras las obras nuevas luchan por conseguir una segunda ejecución.
En esa lógica, los directores de orquesta se han transformado en figuras más importantes que las obras que interpretan. El carisma de Gustavo Dudamel o la maquinaria de autopromoción de Herbert von Karajan convirtieron al director en marca, en sello. Feferovich observa este fenómeno con ambivalencia: reconoce su potencia mediática, pero lamenta que muchas veces se pierda el foco sobre la música en sí misma. Las sinfonías de Beethoven, dice, deberían ser siempre más importantes que quien las dirija. Pero en un tiempo de estrellato, las jerarquías parecen haberse invertido.
Al preguntarle si hay posibilidad de que volvamos a una música más larga, más densa, más profunda, duda. “Quizá sí. O quizá quedemos en esta especie de loop de hits de quince segundos al estilo reel de Instagram o TikTok”. Pero no pierde la esperanza. “La buena música siempre encuentra su lugar. Aunque no sea el más visible. Hay un placer en descubrir lo que no está en el top ten”.
En una época de hiperconectividad y aislamiento simultáneo, Feferovich propone una práctica radical: escuchar. No solo sonidos, sino historias, matices, silencios. Su libro, como sus espectáculos, es una pedagogía de la atención. Una forma de devolverle profundidad a la experiencia sonora. “No hace falta ser experto para disfrutar. Hace falta estar dispuesto a dejarse tocar por una melodía. Y eso, por suerte, sigue siendo gratis”. Escuchar, como él lo plantea, es también un acto ético, un gesto de presencia en tiempos de dispersión.
Feferovich no descarta una segunda parte del libro. “Me gustaría. Todavía hay muchas cosas para decir. Algunas surgen en entrevistas, otras en conversaciones con el público. El tema da para mucho. Porque la música está en todos lados”. Sabe que una continuación deberá estar a la altura del primero. “Siempre va a haber quien diga que el primero fue mejor. Pero si logramos que alguien más se anime a escuchar distinto, ya valdrá la pena”.
La música de las ideas no es un tratado ni una guía. Es una conversación extendida, un cuaderno de notas abiertas, un mapa posible para recorrer el territorio inagotable de la música. Feferovich, con su voz clara y su pasión contagiosa, nos recuerda que no hay arte más democrático que el sonido. Solo hay que animarse a escucharlo. Y una vez que uno lo hace, difícilmente vuelva a oír de la misma manera.
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