Alta Fidelidad. Yo tengo Fe: Diego, Marilú & The Bad Seeds
Ahora el brillo de los zapatos de charol del hombre de negro relampaguea sobre la tarima que también es negra. Entre licántropo a punto caramelo de la transformación y pastor carismático se le escuchará repetir con obsesión advocaciones tales como "Lord", "Father", "Jesus", "God", "Hallelujah", "Lucifer". El evangelio según Nick Cave viene a recordarnos que todo el arte desciende del delirio místico; aún el modernismo más abstracto; aún su rock & roll de autor que es una de las mejores reescrituras del góspel fuera de la música negra. Este concierto que se extenderá por dos horas y media parece un guión de Bram Stoker filmado por David Lynch y sucede en un lugar desconcertante de la ciudad. A espaldas del camposanto mayor; al borde de las vías del tren donde se juntan cartoneros y devotos del Gauchito Gil; a donde, asordinadas, se vienen a despedir calles que en Caballito y Colegiales tienen otra vibración. Buenos Aires parece suspendida, olvidada de sí misma, en este crossroad de Paternal, Villa Ortúzar y Chacarita a donde el diablo perdió el poncho y Cave está volviendo a contar a los gritos la historia del hermano mellizo del Rey (Elvis) que nació muerto.
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El pastor australiano debería saber que está contando y cantando en Tierra Santa. El estadio cubierto Malvinas Argentinas pertenece al club Argentinos Juniors donde fue forjada la leyenda de Diego, la mano de Dios; la zurda de Dios; objeto de adoración de la excéntrica y olvidada Iglesia Maradoniana made in Rosario. Un Diez-Dios (la gráfica del talk show que le produjo Adrián Suar en 2005 jugaba a esa confusión) que sacrificó su cuerpo todavía adolescente a los rigores de los esbirros que muy pronto se anoticiaron de su singularidad. Yo ví al Diez-Dios de rulos de La Paternal todo de rojo y minúsculo short ajustado enviado al piso una y otra vez por un fiero 5 de Chacarita Juniors que lo castigaba como un centurión romano a Cristo. El Diez-Dios estuvo en el escenario de Queen y en el de Eddie Grant (que se adelantó por unos años a Bob Marley acá) y le han escrito salmos trovadores de distintos estilos aunque ninguno tan trepidante como aquel del cuartetero Rodrigo, cuya vida y muerte vuelve fetichizada en el cine. Lo que le cantan a Nick Cave ahora, ese "Olé/Olé/Olá" con el que Buenos Aires recibe a todas las estrellas en el fin del mundo, fue coreado originalmente en el nombre del Diez-Dios. La modesta pantalla de video lo muestra avanzando sobre la platea en plena expansión de su arte carismático. La imagen es en blanco y negro y todo parece suceder en un estudio de televisión en la segunda mitad de los 70, hasta el público adquiere las formas de una claque entrenada en esos shows musicales en vivo. Todo parece suceder en los tiempos en que La Paternal empezó a saber de la existencia del Diez-Dios, entonces niño, cebollita.
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Como se va a ver pintura o a escuchar música en vivo hay que peregrinar a donde sea que esté Marilú Marini (1941) cada vez que baja de París a Buenos Aires. . Toca ahora verla en la sala María Guerrero del Cervantes haciendo Sagrado Bosque de Monstruos. Como en La Paternal acá el tema es el éxtasis místico. Marilú, que vendía danzas eróticas en la galería Lirolay en los 60, le pone el cuerpo a Santa Teresa de Ávila y le da sentido a palabras que el periodismo cultural a fuerza de repetición termina licuando de contenido. Como Nick Cave avanzando sobre su propio público, Marilú al borde del escenario ya transmutada en la santa lectora estremece. La voz le brota arrancada del fondo del alma y el cuerpo se dispone en raros dibujos escultóricos. Ya consagrada por la luz divina y el claroscuro teatral, Marilú, enfundada en un precioso traje, de pronto parece Bjork sin música:
Santa Teresa súper Ital Park. En La Paternal y en el Cervantes, sucursales de Tierra Santa consagradas por el drama y la cultura popular, hay más y mejor performance que en diez Bienales de Performance (ese oxímoron del arte contemporáneo) juntas. "Bajen el madito i-phone" advierte el pastor australiano a los elegidos para subir junto a él al escenario devenido altar. Tiene razón, ante el espectáculo de la posesión por el arte hay que abandonar toda mediación, dejarse arrastrar, tener fe.