Apología de la exigencia
Al principio, la escuela secundaria fue para mí una pesadilla. Cada mañana, al abrir los ojos, solo esperaba haber dejado atrás ese mal sueño. Pero no. Era real, y la escena parecía escrita adrede para aterrar a cualquier chico de trece años sin nada de mundo.
Tras el traumático trasplante del campo a la ciudad, me inscribieron en un jardín de infantes del que casi no tengo recuerdos, excepto la sensación de asfixia que me causaba el pasar toda una mañana bajo techo. Uno define la realidad de acuerdo con sus experiencias de los primeros años de vida, y la salita era como una construcción extraterrestre o como una jaula para mí, que había correteado en espacio abiertos desde que di mis primeros pasos. Luego vino la primaria, que me enseñó a leer, escribir, sumar y restar. Nada más. Aunque tuve maestros amorosos, tras siete años no sabía dividir con coma, inglés ni francés.
Así, crudo y basto, entré en un bachillerato célebre. ¿Cómo era posible, si el examen de ingreso funcionaba como un filtro casi infranqueable? Porque ese año decretaron el ingreso por sorteo. En ese sorteo me gasté toda la suerte con la que uno viene al mundo, porque si bien los primeros dos años me resultaron extenuantes, hoy sé que ese colegio, con su exigencia universitaria y sus profesores implacables, pero comprometidos, me convirtieron en la persona que soy.
A la pesadilla le siguió un estado de revelación. Descubrí los idiomas, las religiones, la filosofía, las leyes del movimiento, la óptica, la química y el cálculo. Aunque ya era un lector voraz, me guiaron por una literatura que, de otro modo, habría conocido demasiado tarde, cuando uno ya tiene poco tiempo para leer.
En la universidad, nunca tuve un examen de latín tan exigente como los del colegio. Tras la Guerra de Malvinas, cuando me propuse recuperar el año perdido, la cátedra de latín, que se oponía a los exámenes libres, me sometió a un coloquio. Esto es, una conversación en latín con el examinado. Los alumnos regulares no pasaban por esto, pero el colegio también nos había entrenado en los coloquios, y aprobé.
En total, empecé el secundario en el pelotón de cola, pero terminé entre los mejores promedios, y ese colegio me permitió asumir mi vocación de escritor y me enseñó la lección intelectual más importante de todas: que no hay nada que uno no pueda entender. Cierto, al principio fue estudiar todos los días, de lunes a lunes, y sentir que se me iba a freír el cerebro. Hacia el último año, cuando estaba haciendo mis primeros palotes en periodismo en la revista Humor Registrado –lo que me convirtió en una celebridad en el claustro y en un sospechoso para las autoridades–, la revelación dio paso a un nuevo estado. El ahogo del principio, que luego había despertado un apetito irremediable, se transformó en convicción. No importaba cuán compleja fuera la disciplina, sabía que si me esforzaba iba a comprenderla. Podía ser el aoristo griego, el ciclo del ácido cítrico o la geometría hiperbólica. Ya no había más puertas cerradas.
Sé que le debo esa lenta, dolorosa pero enriquecedora transformación a la exigencia, que algunos ya calificaban de desmedida, de muchos profesores excepcionales y vehementes. Ninguno era tiránico. Los tiránicos tendían a ser inseguros y mediocres. No. No eran tiránicos. Eran exigentes en extremo. Es decir, te reclamaban que estuvieras a la altura del privilegio inmenso de poder estudiar. Muchos seres humanos no pueden darse ese lujo.
Escribo estas líneas porque vengo enterándome de profesores que están, aquí y en otros países, padeciendo presiones insanas, críticas dañinas y, en algunos casos, hasta la expulsión. ¿Por qué? Porque siguen manteniendo la vara alta. A esos docentes les ruego que no se desalienten ni bajen los brazos. Solo cuando el alumno descerraja los límites de su mente se convierte en alguien capaz de mejorar el mundo. De eso se trata este oficio.