La cultura de la cabeza como trofeo en el Río de la Plata se manifiesta en unas 120 calles de la ciudad; un libro y una muestra en el Cabildo abordan este tema
La práctica de cortar la cabeza al enemigo, es antigua y ha sido usual en múltiples culturas. Los españoles la utilizaron en América para aplacar rebeliones, los mapuches para recordar victorias ante los invasores, guaraníes y araucanos para “obtener” el vigor del rival y los jesuitas reflexionaron ante su presencia sobre la brevedad de la vida. Tales costumbres, narradas en el libro Cefaléutica de Buenos Aires por el historiador y ensayista Vicente Mario di Maggio, tuvieron su continuidad en el Río de la Plata en retazos de historia del viario porteño. Tanto que en la ciudad, más de 120 calles y avenidas deben sus nombres a víctimas de degüellos o decapitaciones y verdugos de siglos pasados.
Gracias a una laboriosa investigación, el autor trasladó a un mapa de la ciudad unas 200 referencias numeradas correspondientes a personajes históricos y a las calles a las que dieron nombre, identificados en planos por cuadrículas. En rojo se indican aquellas que recuerdan a figuras que fueron decapitadas o degolladas (como Heredia, Warnes, Avellaneda o Lavalle) o batallas donde se provocaron degüellos masivos, mientras que en azul se señala a las de quienes, ocupando puestos de mando, alentaron o no condenaron estas prácticas de muerte, entre ellos virreyes que dieron nombres a arterias en los barrios de Belgrano o Villa General Mitre, como Virrey del Pino, Virrey Avilés o Virrey Cisneros, junto a otros como Luis María Campos, Godoy Cruz, El Cid o Ambrosetti.
En amarillo, el lector descubre viales que homenajean a escritores que han abordado estos relatos y el tema del degüello: Jorge Luis Borges, Leopoldo Lugones, Estanislao del Campo, José Hernández, Esteban Echeverría. En verde, se encuentran curiosidades o casos relacionados. Además, algunas denominaciones del catastro recuerdan a artistas cuyo cráneo fue codiciado por hombres de ciencias o amantes del fetiche.
“La pulsión por la cabeza trofeo, el disponer de la cabeza del otro, es una tendencia universal. Lamentablemente aún podemos ver su práctica en los ajustes de cuentas del narcotráfico y en los espectáculos emitidos por el Estado Islámico. En comparación, hoy en Argentina vivimos una edad de oro, pero una simple mirada sobre la suerte de algunas de las figuras que dan nombre a las calles de nuestra ciudad, como Laprida, Acha o Zelarrayán, confirma que no siempre fue así”, señala el historiador.
Toponimia e historia de los decapitados de la Capital Federal conviven en el libro, concebido a modo de guía y reeditado recientemente en versión ampliada. La publicación también forma parte de la exposición San Martillo, Hornero y Cefaléutica, una muestra del Teatrito Rioplatense de Entidades, plataforma impulsora de la investigación, que puede visitarse hasta fin de mes en el Museo del Cabildo.
Sobre el término cefaléutica, procedente del griego, el autor refiere que así se concibe a “el arte de encontrar y señalar cabezas trofeo”, y este nombre ha dado “a la relación entre destino y toponimia en derredor de las cabezas de las figuras que hacen a un padrón catastral”. Di Maggio recuerda que “vivimos en calles de cuyos nombres poco sabemos y el lector que consulte nuestro estudio podrá constatar que en el Río de la Plata existe una rica tradición a este respecto y que cortar cabezas fue un método adoptado desde el comienzo de nuestra historia como una costumbre argentina”.
El libro aporta información histórica sobre hechos como la decapitación de gobernadores argentinos (Avellaneda, Cubas, Berón de Astrada), la muerte a cuchillo como método para economizar pólvora (Cañada de Gómez, Yatay), la decapitación accidental (Besares), el despenamiento (descripto por Lucio V. Mansilla), el memento mori, la reliquia y la cabeza como ítem de colección.
Unitarios y federales
El trazado porteño refleja “la lucha bautismal por el espacio” entre nombres que “pugnaron por ocupar la capital de la Nación en una contienda enmarcada por el degüello y la exhibición del resultado”, señala el autor del libro. Y detalla que Buenos Aires muestra en su nomenclatura “las huellas de la reconquista” tras la derrota de Juan Manuel de Rosas. “La capital, siendo federal en nombre, otorgó, a partir de 1852, albergue a la memoria de los unitarios. A la Reina del Plata la rodea, por ejemplo, el afamado unitario General Paz y del este al oeste la atraviesa la ex avenida Federación, que hoy lleva en reemplazo el nombre de Rivadavia, primer presidente unitario”, detalla.
Di Maggio aclara que, si bien la propaganda liberal “hizo de Rosas el líder indiscutido de la barbarie, la práctica del degüello va más allá de su época y de la Mazorca. Ya había sido puesta en uso de manera federativa por varios caudillos y practicada con frecuencia por unitarios, orientales y riograndenses. Seguramente nuestra incipiente economía basada en la ganadería influyó para extender este oficio de matadero sobre los opositores políticos”.
Las historias de decapitados y víctimas del degüello se repiten a lo largo de todo el mapa de la ciudad. Como ejemplo, algunos nombres entrecruzados en los barrios de Saavedra, Coghlan, Villa Urquiza, Núñez, Belgrano y Colegiales. Allí tienen sus calles el brigadier General Manuel Oribe (1792-1857), llamado por sus enemigos “el cortacabezas”; Virrey del Pino (1729-1804), quien tuvo el poder de reducir o incrementar las penas a los reos; o el teniente coronel Manuel Besares (1792-1827), a quien una bala de cañón arranca la cabeza en la Batalla de Ituzaingó. También decapitados como Mariano Acha y José María Vilela o escritores como el chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), que narra la decapitación del general José Miguel Carrera; o William Shakespeare, cuyo cráneo fue expoliado y a quien se recuerda en un pasaje de Villa Urquiza. En el mismo barrio, otro vía lleva el nombre de Ludwig van Beethoven, cuyo cerebro fue estudiado tras su muerte “de una manera tan poco cuidadosa que destrozaron la cabeza”. A escasas cuadras, otro pasaje homenajea al cacique ranquel Cipriano Catriel (1837-1874), decapitado por orden de su archienemigo: su hermano Juan José Catriel.
El caso de Juana Azurduy (1780-1862) es para el cefaleuta “raro y poco estudiado: el verdugo -el coronel Francisco Javier Aguilera- corta una cabeza equivocando la identidad del ajusticiado” al decapitar a una guerrillera anónima a quien confundió con la heroína de la guerra de la Independencia en el Alto Perú.
La cabeza trofeo: una herencia de otras tradiciones
La costumbre argentina del degüello o la decapitación es una herencia no solo española sino guaraní, mapuche y de otras tradiciones, apunta la investigación. Di Maggio cuenta que los españoles tenían la costumbre de cortar cabezas en ajusticiamientos ejemplificadores: Virrey del Pino mandó a cortar la de un malhechor cerca de Colonia de Sacramento; lo mismo se hizo contra Túpac Amaru. “En la fuerza de choque de la Independencia y luego de las guerras civiles, la tropa estaba conformada por la gente de campo, ducha en el cuchillo y que se ocupaba de faenar ganado, pero la costumbre también se adoptó por una cuestión económica. La frase ‘no gaste pólvora en chimangos’ es muy antigua, ya la aplicaba Rosas en órdenes escritas al general Pacheco, que estaba en la vanguardia de la expedición al desierto: ‘a los indios no los fusile, degüéyelos’”.
“Los guaraníes tenían la idea de que al cortar cabezas el espíritu del enemigo ingresaba en el alma del guerrero y las usaban para decorar el techo de sus chozas. También se da el caso del cráneo-copa, la costumbre de beber en la cavidad ósea del cráneo cortado. Los mapuches cortaron la cabeza de Valdivia y de Óñez de Loyola y con ellas tomaban chicha. Esa costumbre de la cabeza-copa la usó Lord Byron con la cabeza de un abad que encontró en su mansión. Eso dice que la costumbre por la cabeza trofeo tiene muchos cruces, mucho entramado, y el Río de la Plata hereda una confluencia de costumbres”, relata el autor.
El libro recompone historias estremecedoras detrás de algunos de los personajes del catastro. Marco Avellaneda, quien fuera gobernador de Tucumán y padre del expresidente Nicolás Avellaneda, da nombre a una avenida y el relato cuenta que, al ser decapitado, su cabeza se queda gesticulando mientras la sostiene el verdugo, “mordiéndose los labios, abriendo y cerrando los ojos”, menciona el autor. “Dicen que el cuerpo cae a tierra, se pone nuevamente de pie, solo, sin cabeza, y se queda así un momento hasta que vuelve a caer”.
Venancio Flores, quien fue presidente del Uruguay a mediados del siglo XIX, no corrió mejor suerte. Di Maggio lo define como “un degollador serial, o que el menos permitía que sus tropas lo hicieran: participa en la batalla de Yatay, donde se dice que se degollaron a 800 correntinos que luchaban del lado paraguayo, y de la de Cañada de Gómez, donde se dice que se degollaron a 300 soldados federales. Luego hizo una revolución en su país, que provocó la Guerra de la Triple Alianza. En un atentado en 1868 lo matan en Montevideo. Del cuerpo, descompuesto por el verano rioplatense, rescatan solo su cabeza para sus exequias de homenaje junto a un cuerpo de paja vestido de gala militar. En un falso movimiento de su cadáver expuesto, la cabeza cae rodando rodeada de moscas: una tragicomedia ejemplar para un degollador de su calibre”.
La frenología: la forma del cráneo y el carácter
Di Maggio cuenta que en el siglo XX entra en boga la frenología, pseudociencia inventada por Franz Joseph Gall bajo la creencia de que la forma del cráneo definía el carácter de una persona. “Con ello justificaban sus observaciones sobre la personalidad, el genio, como con el cráneo de Beethoven, que tiene su calle en la ciudad de Buenos Aires al igual que Mozart (en el barrio de Vélez Sarsfield), pero también Catriel o el cacique mapuche Calfucurá, que comparten el catastro con Estanislao Zeballos y el Perito Moreno, grandes coleccionistas de cabezas indígenas y que llegaron a tener las suyas en el Museo de La Plata, que conserva unos 5.000 ejemplares. Hay detalles como Perito Moreno escribiéndole una carta a Zeballos diciendo: ‘Me hacía más grande la cabeza de Calfucurá, el viejo líder tiene una cabeza más pequeña que la de nosotros los civilizados’. Perito Moreno parecía tener una enfermedad obsesiva por los cráneos”.
La propensión por la cabeza-fetiche fue habitual en la Europa del siglo XVIII y XIX, con otros casos como los de Joseph Haydn, Jonathan Swift, Francisco de Goya, Emanuel Swedenborg, el marqués de Sade y Sir Thomas Browne. En Argentina, la costumbre continuó entrado el siglo XX, si se contempla “el cráneo de Juan Moreira expuesto en una repisa en la casa de la familia de Juan Domingo Perón”, señala el autor.
El degüello en la literatura
“Era el hijo de un cacique, sigún yo lo averigüé; la verdá del caso jué que me tuvo apuradazo, hasta que al fin de un bolazo del caballo lo bajé. Ay no más me tiré al suelo y lo pisé en las paletas; empezó á hacer morisquetas y a mezquinar la garganta… pero yo hice la obra santa de hacerlo estirar la geta”. En este fragmento del Martín Fierro, José Hernández (1834-1886) traza una de las varias referencias al degüello “en la línea fundacional que existe entre cefaléutica y literatura argentina”, señala Di Maggio.
Al igual que Hernández, en los barrios de Núñez y Belgrano, otros nombres de las letras argentinas tienen sus calles. Tres cuadras hay de José Hernández de Esteban Echeverría (1805-1851). “Para él, degüello y federación eran la misma cosa y así lo marca en su relato de El Matadero en la descripción del villano Matasiete, degollador de unitarios”. Ambas son atravesados por la calle 11 de Septiembre de 1888, que recorre Belgrano, Núñez y Saavedra y conmemora el día del fallecimiento de Domingo Faustino Sarmiento, la figura más homenajeada de la ciudad, presente en plazas, monumentos, escuelas y pasajes. En 1868 le ordenó a Arredondo: “Mi estimado General: Se dice que una diligencia ha sido asaltada. A grandes males, grandes remedios; trate de capturarlos. –Córteles la cabeza y déjelas de muestra en los caminos. Su affmo. Domingo F. Sarmiento»”.
“Y apeándose con presteza/conforme al toque le cortan/sin dilación la cabeza./Así acabó el tal Ramírez./Quién le habría dicho a aquel hombre/que lo esperaba ese fin/en el pueblo de su nombre”, escribió Leopoldo Lugones en el poema La cabeza de Ramírez, general a quien deben su nombre unos jardines situados entre las calles Moldes y Pedraza, en el barrio de Núñez.
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