Diálogo con lo telúrico
Con el título El collar de arena se recopila la obra reunida de la santafesina Beatriz Vallejos, autora de una poesía todavía secreta de una belleza desconcertante y enigmática
¿De dónde viene la poesía de Beatriz Vallejos? Hay algunas deudas que ella fue pagando: los distantes Basho, Van Gogh (las diferencias entre letra y color son aquí irrelevantes), Li Po, algo de Góngora, el cercano Felipe Aldana. Pero esta poesía viene en realidad de otro lado; ante todo, de la cercanía del río. Podría ser el Paraná, porque la poeta –que es como ella dice "del río"– nació en Santa Fe y vivió y murió en Rosario, pero ese nombre no aparece en los versos. Es simplemente el río, un emblema o una abstracción, del mismo modo que la visión continua del monte Fuji resume para el monje japonés la naturaleza entera: "Fui a visitar el río/ hoy/ Me recibió inocente/ como siempre".
Vallejos es la autora de un solo libro incesante, hecho de varios pequeños opus –"secuencias del mismo ritmo de poesía"– que se completan mutuamente y cuyo título, El collar de arena, declara ese diálogo con los elementos de la tierra. "Nuestros maestros son los árboles", se lee en un verso solitario. Con ese mismo título, entonces, aparece ahora esta obra reunida que incluye también una selección de prosas esclarecedoras que cubren un arco que va de 1950 al siglo XXI. En una de esas prosas, la poeta vuelve explícito el programa del verso anterior: "Leo, releo, deletreando, el libro de la Naturaleza".
Los poemas de Vallejos no devanan ningún relato, ninguna anécdota, ninguna escena: muestran estados. Son poemas de sustantivos. Se someten a sí mismos –sin violencia, con necesaria naturalidad– a la restricción de fijar un estado (lo que dura un instante, lo contrario de la permanencia) en la forma brevísima de dos o tres versos. Así, "Bambú": "También mi sombra
espejo de la brisa". O, con mayor persuasión, "Pasaje de luz": "La sombra de las hojas/ ilumina las naranjas". Aun en su formulación paradójica, no hay aquí conceptos ni terceras partes; nada se interpone entre la contemplación y lo contemplado.
La naturaleza sugiere un enmudecimiento; hay que callar para atender a su voz: "Intenso jazmín llévame
al olvido de las palabras". Por eso el poema suele estar en la página rodeado de blanco. El color blanco es silencio, y el silencio, lejanía. Poco hay "más lejos que el silencio". Blanco y silencio: también artista del dibujo y las lacas, Vallejos confía finalmente en una unificación poética que reúna color y sonido, o la ausencia de ambos: "Por armonioso designio –habla ahora en prosa–, la música es el regazo del color".
En el prólogo a El collar de arena, Celia Fontán observa que leyendo a Vallejos se descubre que "todo cabe en el poema y, a través de él, en un mismo libro". Esto tiene una explicación. La naturaleza –el libro– es transparente y enigmática; su transparencia deja ver el enigma, pero la transparencia misma es parte del enigma: "de transparencia
en Transparencia llama/ llama la innombrable". Todo cabe también en el deslizamiento de minúscula a mayúscula. Cada poema de Vallejos puede leerse como una tentativa respetuosa de nombrar el misterio del que vive ese enigma.
El collar de arena
Beatriz Vallejos
Editorial Municipal de Rosario
Ediciones UNL
372 páginas
$ 80
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